Desaparecida, con aviso de retorno.
Siempre sentí que su Alma, formaba parte de mi
Alma, que se integraba y se deshacía en mí. La abuela María fue el útero que
nos contuvo a las dos durante todos estos años; y nos estaba pariendo, a lo largo
de lo que duró este viaje.
El sol apenas saliendo en el horizonte, dejaba
ver las sombras, aún, sobre el viejo pueblo, bajo los gigantes árboles de
A medida que me acercaba a la zona de Las
Minas de Wanda, me invadía una mezcla de paz y alegría, que no sabía
identificar de donde procedía o qué la originaba. Era como si mi corazón se
volviera Mágico; devolviéndole a mis sentidos aquella tibieza y aquel aroma,
que tanto extrañaba.
Detuve mi auto al costado de la ruta. Me
desconcertaba y me hacía perder el interés de búsqueda, la gran contradicción,
entre la libertad que sentía en lo que estaba haciendo y los recuerdos del
porqué me veía envuelta en ella.
Trataba de encontrar a una mujer, que viviendo
en la cultura de la desaparición y la persecución, quizás nunca, pudo
experimentar y disfrutar la extrema satisfacción de soltura, que me transmitían
aquellos parajes.
En este acto de detenerme, me permití evaluar
lo que ambas habíamos vivido.
Tenía que establecer las prioridades y
discernir las consecuencias de esta determinación. Comprender el proceso que
significaba: recordar y olvidar, incluirme e incluirla, ubicarme y ubicarla, en
el contexto general de nuestras vidas.
El hacerme cargo del compromiso de incluirme e
incluirla, me desestabilizó; pues comprendí, que así iba a ocurrir en todos los
ámbitos; que no se trataba de una ficha en un tablero, que podría conservarla
inerte cuando conviniera y moverla con el mismo motivo.
Incluirla significaba, “a consciencia”, en el
contexto total de mi vida. Y no sabía “a quién”, ni “cómo”.
Según el relato y corazón de
En la hora cero de esta historia, Arika
desapareció, dejando un asustado y débil cachorro, en el jardín de su amada
vecina María. Necesitaba escapar del tiempo y del espacio, para salvarlo y
salvarse.
No era una persona que se había planteado
hacer determinadas cosas; pero la vida le jugó una mala pasada y quedó
involucrada en algunas, de las que en ese momento social, desgraciadamente, no
se volvía sin pagar un alto precio.
Ella era así, natural; se dejaba fluir. No
tenía ambiciones de llegar a ser de tal o cual manera. Si las situaciones no le
generaban satisfacción plena a su forma de sentir y de pensar, dejaba que todo
siguiera su curso.
Había tenido la mala idea, de hacer amistad
con personas que estudiaban en distintas Universidades, o Profesionales y
Académicos, que acostumbraban tomar un cafecito y charlar sobre temas
prohibidos y peligrosos, como por ejemplo: sueldos bajos, Obras Sociales
inoperantes, horas extras impagas, o se involucraban en peticiones del alumnado...,
etc., etc. Sí, en realidad, había escogido mal a sus amigos.
Ser sincero, frontal, profesional, intelectual
y además comprometido, era una bomba de tiempo. Un día terminó estallando
cerca, muy cerca de su vida; esa vez no alcanzó a rozarla, pero sí a
prevenirla.
Entonces armó una enorme valija, puso juguetes
en una bolsa, tomó a su pequeña hija y cruzó la verja, por la parte trasera de
la casa, para no ser vista. Se cercioró de que su confidente y consejera,
María, estaba en casa. Golpeó muy fuerte la puerta del patio que daba al jardín
y llorando, corrió como loca, alejándose, y desapareció.
Pasaron casi diez años de aquel episodio,
cuando una mañana de sábado, mientras leía, bajo la sombra de la enredadera que
tapiza la glorieta de la entrada de la casa, escuché que el Cartero había
dejado correspondencia en el buzón.
Era un pequeño sobre blanco, dirigido a María,
y sin remitente.
Con cara sonriente y ojos interrogantes, abrió
el sobre. A medida que avanzaba en la lectura de la carta, iba perdiendo
aquella expresión pícara del principio.
-“Ve a leer, sigue con lo tuyo y gracias”,
-dijo, señalando con un gesto la carta, mientras un velo de lágrimas empañaba
sus ojos.
No sé porqué, mientras me alejaba, volví a
sentir en el aire, aquel aroma a perfume de mi infancia y aquella tibieza que
recorría mi cuerpo y que tanto extrañaba.
Corrieron los años y cuando terminé el Colegio
Secundario, la abuela me relató, en detalle, la historia de aquellas cartas que
llegaban esporádicamente. A partir de allí, cada día con más intensidad, olía
en mi piel, esa fragancia suave y tibia que me hacía sonreír.
Éramos tres en esta historia, pero sentíamos
en un solo corazón. Siempre fue un sentimiento perfecto y misterioso de unión,
extraño, pero muy satisfactorio.
Algunos años después, ahí estaba, en el camino
de la búsqueda. María no había querido acompañarme. Así como nunca preguntó
cuándo buscaría a mi madre, de la misma manera, me dejó libre al partir.
Me puse en marcha nuevamente, hasta tomar,
cuesta abajo, aquella polvorienta calle inclinada. Comprendí que mientras
establecía fórmulas de comportamientos, desarrollaba estrategias y
racionalizaba el encuentro; no escuchaba a mi corazón, que ya se había escapado
al galope delante de mí, anhelando la tibieza y el perfume de un abrazo
materno.
En ciertos tramos, el suelo era una cáscara
ocre, oxidada; intencionalmente tosco; escondiendo, con el mayor disimulo, la
belleza perfecta y misteriosa que guardaba en su vientre.
De pronto, tres o cuatro pequeñas casas,
asomaron al costado del camino. Tenían en sus veredas, estanterías repletas de
piedras y cristales del lugar. Entonces, la curiosidad me pudo y, olvidando lo
que había venido a buscar, me detuve y bajé del coche a curiosear.
Entre unas cortinas tejidas, apareció una
mujer con su amplia y dulce sonrisa. Se ubicó al costado de la estantería,
sobre un taburete. A pesar de la ropa suelta, noté su delgadez. Su presencia me
atrajo como un imán, pero traté de concentrarme en las piedras.
Había otras personas eligiendo cristales, las
escuchaba hablar entre sí, mientras los colocaban en unas cestas. Comentaban
sobre sus utilidades e influencias. Cuando hubieron completado sus expectativas
y necesidades, en cantidad, colores y formas, se acercaron al rincón donde se
encontraba quien, supongo, era la encargada del lugar.
Llamativamente, sus manos, al moverse,
dibujaron un arco Iris de intensos y brillantes colores. Es tan sorprendente el
efecto..., -pensé. Sin embargo, nadie hizo ningún comentario. En realidad,
pareciera que solo yo lo veo.
No solo esto atrae mi atención. Aunque estoy a
cierta distancia, escucho asombrada el diálogo que mantiene con quienes se van
acercando, con las canastas repletas de piedras. Contrariamente a lo que se
supone, les comunica con suave voz, que las piedras no están a la venta y que
solo regalará, aquella que colabore en su crecimiento y evolución, tanto
espiritual como personal.
Realmente debe haber algo muy especial en
ella, ya que nadie se opone a su ofrecimiento. Todos sonríen agradecidos.
A una señora rubia, de ojos muy tristes, le
preguntó: “¿Sabes qué es un Mago?”. Ésta contestó, esbozando una media sonrisa,
pero no articuló palabra...
Entonces prosiguió: “Un Mago es aquel capaz de
transformar a los Seres Humanos en ORO, en el Oro del Amor,
De
pronto, descubrí el color miel de sus ojos, me acerqué. Entonces, nuestras
miradas se cruzaron y estalló
Sin embargo, todo siguió su curso. Me ofreció
una Amatista: “La del cambio”, -me dijo. “Es el puente entre el cuerpo y la
energía. Pero, a la vez, necesita del Amor para resistir el esfuerzo de
transformarse”.
La miré dulcemente a los ojos y dejé fluir mis
pensamientos: “Soy libre y eres libre”. “Estuviste siempre más cerca que mi
propia piel”. “Era
Ese día cruzamos el puente, porque,
Autora: Diana Miriam Poletto. Funes, Argentina.