Inclusión a través de la conducta.

 

 En esta etapa de la vida en la que me encuentro, una de mis mayores y más excitantes y sanas preocupaciones es la de tratar de comprender, vivir y transmitir el paradigma de lo que ha dado en denominarse "inclusión”. De algún modo he mencionado ya esta cuestión, por tanto, intentaré abordarla desde ámbitos prácticos: en el número anterior me referí a la inclusión por la palabra y, ahora, tratando de mantener cierta continuidad, haré algunas reflexiones sobre la “inclusión por la conducta”. Claro, no es sencillo hacerlo porque el término “conducta” puede originar diversas definiciones y distintas corrientes lo han asumido, desde los más variados puntos de vista. Esta comunicación tomará el vocablo en su acepción más común, la que indica que la conducta es la expresión de nuestros comportamientos, de nuestras acciones y de nuestro modo de interactuar con el otro, ese otro humano que es tan igual que, merece el trato que quiero que se me dispense, y tan diferente de mí que requiere que yo no escatime esfuerzos para “actuar” respetando su ámbito, sus peculiaridades y sus deseos. ¿Que esto es utópico? Claro que lo es, empero, vale la pena vivir para ir aprendiendo qué es lo que les “hace bien” a quienes interactúan, habitual o incidentalmente conmigo. Me parece oportuno aclarar que si hablo en primera persona es para que también, cada lector pueda leer estas reflexiones en primera persona: esto garantiza una proximidad comunicacional que me ayuda a expresarme con mayor libertad. Bien, volvamos. La conducta manifiesta comportamientos y acciones no sólo por presencia de los unos y de las otras, sino también por su ausencia.

Resulta oportuno decir aquí que hay conductas personales, conductas sociales, conductas culturales, y… conductas que son adoptadas por algún grupo humano, en virtud de una característica que les resulta común. Esta característica, si es tomada de modo positivo, sirve para fortalecer el grupo y para que ese grupo pueda luchar por mejoras atinentes a todos sus miembros o, al menos, a alguno de ellos. En cambio, si esas conductas tienen el, ¿Cómo llamarlo?, El sello del “encapsulamiento”, no hacen otra cosa que ahogar las iniciativas individuales de los integrantes del grupo, y presentarlo ante la comunidad como un ámbito clauso y expulsivo. Supongo que no es necesario que indique que me voy a referir a conductas, tanto individuales como, ¿otra vez la duda?, ¿Cómo denominarlas?, Tal vez, con ciertas reservas, las denominaré como “conductas corporativas”.

Siempre que se habla de la inclusión de las personas ciegas, bueno, casi siempre, se hace referencia a las conductas inclusivas o expulsivas de lo que se da en llamar “la sociedad”; es obvio que este término engloba, sin distinciones, a todos aquellos que se enfrentan desde su ver, con el no-ver del otro. Pues bien, yo siento la necesidad de ocuparme de algunas de las conductas de quienes desde nuestro no-ver, nos encontramos con el ver del otro.

Es fácil suponer que en una simple salida con bastón o con perro habremos de enfrentarnos con las más diversas actitudes y las más variadas expresiones. Un cruce de calle es, en este sentido, un verdadero test. Alguien observa que la persona ciega está esperando y:

 1 Lo toma del brazo y, sin más, lo guía hacia donde supone que va.

2- No se anima ni a rozarlo, se queda un momento en silencio y, sin decir nada, se aleja con una sensación de incomodidad.

3- Pregunta, con naturalidad: ¿necesita ayuda? Y ofrece su brazo. Hemos tomado las situaciones más frecuentes, desde luego, no las únicas posibles. No es necesario analizar demasiado, para advertir que se dieron dos conductas expulsivas y una inclusiva. Crucemos la acera; crucémosla metafóricamente y pongámonos del otro costado. ¿Qué actitudes son las más frecuentes en las personas ciegas?

 1- Solicita la ayuda casi imperativamente, con algo de agresividad.

 2- Exclama: “no necesito ayuda”, (esto puede ser cierto o no).

 3- O, se toma con fuerza del codo de quien se acerca a acompañarlo, como si temiera que lo abandonase en mitad de la calle.

 4- Con la cara levantada y la insinuación de una sonrisa, se toma del brazo del ocasional guía y, tal vez, diga alguna palabra orientadora y gratificante para él, o ella.

 También aquí quedan muchas situaciones sin comentar, pero, en principio…. Declaramos un empate: la persona ciega se manifestó en tres conductas expulsivas y una inclusiva. Sería imposible mencionar en este espacio la inmensa gama de encuentros y de desencuentros con los que vivimos nuestro día a día. Pero eso no importa: lo que verdaderamente importa es buscar las maneras más adecuadas para revertir las condiciones de expulsión, en condiciones de inclusión.

 Al decir que la conducta humana es una acción externa, estamos admitiendo que hay mociones internas que la originan. Esto es así aunque en la mayor parte de los casos se nos escape el origen de nuestros comportamientos más comunes. Probablemente, sea en esos comportamientos “más comunes” donde se alojen los nidos del prejuicio, de la insatisfacción, del encapsulamiento sí, pero también del encuentro, del compartir, del sentirse y saberse comprendido y aceptado. Es natural que las personas ciegas manifestemos los sentimientos que se derivan de las conductas de interrelación con el otro. Es menos frecuente que ese otro, amigo o familiar, vecino más o menos conocido o simplemente individuo que se contacta de manera ocasional también lo haga, talvez, promover la posibilidad de que sea cual fuere la índole de la relación que se mantiene con la persona ciega, pueda ser oída la voz del ver la voz que desde su posición expresa lo que siente y desea esa persona que se contacta con el no-ver.

 Remitámonos a los ejemplos que hemos enunciado: la persona que conduce a quien pretende ayudar sin saber qué es lo que necesita, manifiesta a las claras un pre-juicio derivado del hecho de que considera que la vista es algo así como el sentido de la inteligencia: él sabe donde quiere ir el que no ve; duele, es molesto, pero si respondemos con el natural fastidio, sólo lograremos que en otra ocasión esa persona no preste su colaboración, con el agravante de que, como en el caso de que la persona ciega solicite ayuda de manera imperativa se abone, la demasiado difundida idea de que “los ciegos tienen mal carácter, y esto, claro, porque están resentidos”. Pero, entonces, ¿qué hacer? Pues, paciencia y, como solía decir un amigo mío, “hay que hacer docencia”. Sería bueno decir algo así como “disculpe, lo que yo necesito es…” y explicitar con claridad que es lo que requeríamos en ese momento; se puede añadir” ¿sabe? Si me desvío del camino no lograré orientarme adecuadamente.”. La explicación no durará más de un minuto, y, salvo que nos hayamos encontrado con un topo, no sólo nos prestarán la ayuda requerida, sino que además “habremos hecho docencia” y, además del beneficio propio, beneficiaremos a otra persona ciega que esté esperando. Creo que, en gran medida, esa voz del ver que no se oye es causante de situaciones que, siendo inclusivas en su origen, se tornan expulsivas al desarrollarse. La conducta inclusiva del que ayuda a cruzar la calle, se volverá expulsiva si la persona ciega aferra bruscamente por el codo al guía circunstancial porque, aunque no se atreva a confesarlo percibirá la desconfianza de quien recibe la ayuda. Se dirá que es una medida de precaución, me pregunto, ¿alguna persona ciega fue abandonada en medio de la calzada? Sinceramente me atrevería a afirmar que no. He discutido este tema con instructores de Orientación y Movilidad: les indicaban esa conducta a las personas ciegas a las que entrenaban, y, sin embargo, ninguno de ellos conocía un hecho que avalara esa conducta, que denota una actitud temerosa y desconfiada. Es en verdad probable que en más de una ocasión se experimente temor y, aunque cueste confesarlo, también una sensación de desamparo. Empero, estas sensaciones son pasajeras y suelen ser subjetivas; es normal que, puesto que la situación de ceguera pone a la persona, casi cotidianamente ante lo imprevisto: el arreglo de una calle, las mesitas de un bar en la vereda, una baldosa que falta, etc., etc., sea difícil mantener, permanentemente, una calmada hidalguía; pero todo ser humano está expuesto a padecer momentos de insatisfacción y de incomodidad. Sería absurdo que desconociéramos la vulnerabilidad de quien tiene que enfrentar esos momentos sin ver: sí, porque la ceguera no exime de los momentos de insatisfacción y de incomodidad que padece cualquier ser humano, con la diferencia de que, su no-ver hace que tenga que redoblar sus esfuerzos para dar cumplimiento a los mandatos de su existencia. Imposible negar que la falta de vista, suele ser, razón suficiente para experimentar las mencionadas sensaciones de temor y de desamparo; sin embargo, estas sensaciones negativas pueden o no traducirse en conductas expulsivas.                                                Hemos llegado al punto neurálgico de esta cuestión: ¿cómo expresamos nuestros sentimientos más profundos ante nuestros semejantes y ante nosotros mismos? Resulta tentador, por excesivamente simple, atribuirle sin más a la ceguera que se padece el “malestar” del que venimos hablando. Si me preguntaran si creo que todo individuo que padece ceguera es presa de ese sentimiento de insatisfacción, de desasosiego, de incomodidad existencial, diría sin reservas que no. Así como el hecho de ser madre no es vivido de modo análogo por todas las mujeres que lo son, el hecho de ser ciego tampoco es vivido de la misma manera por todos quienes lo somos. Es que, la ceguera, como toda circunstancia humana, nos obliga, querámoslo o no, advirtámoslo o no, a tomar una posición en el mundo, ese mundo que encarna en sí cada humano por la simple razón de ser tal. Cierto es que la ceguera pone a prueba las disposiciones anímicas; hay quien ante un momento adverso se amilana, hay quien se enfada, quien lo sobrelleva bien, para luego caer en un pozo, quien lo sortea, y se siente feliz por haberlo sorteado, y, hasta hay quien no ve como desafío algo que a otro ciego lo acobardaría. Así pues, como es singular y distinta la presencia o la no presencia de ese “malestar profundo”, es también singular y distinta la manera de expresarlo en nuestras conductas más habituales. Desde luego que, cuando más viva es la sensación de ese “malestar” es más difícil expresarlo en conductas inclusivas. Más... Lo verdaderamente riesgoso no es experimentar el “malestar”; lo riesgoso es no darse o no poder, o no querer admitir que se lo experimenta. El primer paso hacia la inclusión consiste en reconocernos como humanos que no pueden ver; humanos que por tal razón deberán enfrentar, junto a todas sus vicisitudes personales, las exigencias y las limitaciones que la falta de vista les impone. Ponderar los límites y las posibilidades, poder decirse, esto no es posible que se haga sin el concurso visual; esto me demandará un gran esfuerzo, pero puedo lograrlo; esto que dicen que no puedo hacer, me resulta fácil; es un camino regado de conductas inclusivas. A riesgo de parecer insistente, quiero reiterar la necesidad del reconocimiento de nuestra íntima sensación con respecto a la ceguera, que padecemos: la identificación de nuestro modo de vivenciarla nos ayudará a expresarnos con más sinceridad y con más libertad. En el desarrollo de nuestra interioridad radica la percepción que tengamos de nosotros mismos y de quienes nos rodean. Si esa percepción es, ¿Cómo decirlo?, Magnánima, cierta y amigable, nuestro modo de “estar con el otro” en cualquier circunstancia que acaezca, nos llevará, en primer lugar, a no sentirnos expulsados, y, en segundo término, y esto es decisivo, a no sentir la enfermiza necesidad de expulsarnos. Hay tres llaves maestras:

 1. La palabra justa y el silencio oportuno.

 2. La certeza de que si nos pidieran la ayuda que solicitamos, la prestaríamos de buen grado.

 3. Una profunda confianza en nuestro reservorio de voluntad, de inteligencia y de bondad.


 

Es en la aceptación de que hay sentimientos no sólo no expresados, sino hasta no confesados, que provocan conductas que, por inadecuadas pueden resultar expulsivas. Es frecuente observar que las maneras agresivas de recibir y de pedir ayuda, la desconfianza y, hasta un mal disimulado enojo, por la torpeza al guiar o al hablar del auxilio que se presta a un individuo ciego, sean, en verdad, el enmascaramiento de su malestar más profundo.

 

Autora: Lic. Margarita Vadell. Mendoza, Argentina.

margaritavadell@gmail.com

 

 

 

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