Excursión larga.

 

Hace 35 años que soy guía de turismo en el Parque Nacional Nahuel Huapi de Argentina.

Viví miles de anécdotas que recuerdo siempre con una sonriente nostalgia.

Esta sucedió a mediados de la década del noventa, la conté muchas veces a diferentes personas y finalmente la escribí para no olvidar ningún detalle.

Hoy la revista Esperanza me permite compartirla también con ustedes.

 

Sonó el despertador... No pude recordar enseguida porqué lo programé para las siete de la mañana, seguramente debe haber algún error...

-Sandra, a lo mejor vos te acordás si yo tenía algo para hacer hoy. Estamos en invierno y, cuando trabajo en el cerro siempre me levanto a las ocho.

-Sí. Tenés que hacer una excursión a San Martín de los Andes y apurate porque ya son las siete y cuarto, vas a llegar tarde.

Mientras me duchaba pensaba en lo incómodo que me resulta trabajar de guía de turismo en invierno, esa es la actividad que ejerzo durante el verano, cuando cada amanecer es luminoso y muy alegre.

Ya es 2 de julio y, debería vestirme de esquiador para cumplir con mi trabajo de instructor. Pero... ya me acuerdo... No hay nieve para esquiar, y los turistas hacen paseos por la zona para aprovechar su tiempo y conocer algo más.

Una vez en el auto comenté a mi mujer.

-Todo me parece tan raro, Hace mucho frío y, el cielo se ve totalmente oscuro. Prendé la calefacción y el desempañador, manejá despacio, con cuidado que el asfalto tiene hielo.

No veo la hora de que empiece a nevar, trabajar de guía en esta fecha es algo que definitivamente no, me, gusta.

-Bueno, no protestes más, al menos tenés algo para hacer. Dijo ella, mientras estacionaba detrás de un micro de turismo.

Allí estuvimos unos quince minutos, esperando que llegara el azul, como yo solía llamarle al que me llevaba siempre. Este era marrón y blanco y pertenecía a otra agencia.

Bajé del auto a preguntar qué pasaba. Reconocí al chofer, R, y me respondió.

-Tu azul no viene, alquilaron éste otro y, ponete contento porque vas a viajar conmigo. Dale, subí que hace ya quince minutos que te estamos esperando a vos.

Saludé a Sandra con un beso y le comenté lo que estaba sucediendo. Con cara de preocupación dijo.

-Huy, R es el de la mala suerte. Espero que no tengan inconvenientes, cualquier cosa llamame y manteneme informada. Ojalá no vuelvan demasiado tarde. Este tipo tiene anécdotas como para escribir un libro.

Subió el vidrio y se alejó acelerando.

Un flaco me interrumpió el saludo que yo hacía con la mano y me dijo.

-Hola Mario... soy el sobrino de José, el del restaurante donde ustedes comen en San Martín, yo soy el que atiende a choferes y guías. ¿Te acordás?... Quiero ver si me pueden llevar, aunque sea sentado en el estribo, necesito viajar para allá y no tengo plata, por favor decile al chofer.

Hablé con R a través de la ventanilla y respondió.

-Decile que lo lamento, pero no. Hoy es mi primer día en esta empresa y no quiero tener problemas. Me parte el alma pero prefiero decirle que no.

El flaco escuchó la negativa y agradeciendo, se fue caminando con su pequeño equipaje sobre la espalda.

Por fin estoy en mi puesto, micrófono en mano y vehículo en marcha por entre las calles. Debo presentar a R y comentar que yo seré el guía que los acompañará.

Pero es muy difícil, todos gritan, se burlan, y, en medio de silbidos protestan por la media hora que llevamos de retraso, también comentan que extrañan al guía de los días anteriores, que no les gusta ese micro y muchas otras cosas. Disfrutaban mucho de ese tipo de humor que consiste en burlarse del que no los conoce y hacían chistes que entendían solamente ellos.

Preferí hacer silencio y sentarme junto a R mirando hacia adelante.

Le dije: -por esta calle no, acordate que estamos yendo a San Martín.

Sonriendo me respondió.: - a mí me dijeron que es un viaje al Bolsón y, allá vamos.

Se detuvo en medio de un barrio de planes de viviendas y comentó que volvería en cinco minutos.

-Solo paso a mi casa a buscar la caja de herramientas.

Pasó otra media hora y, por fin salimos, entre los gritos de burlas y manifestaciones de desconfianza que expresaban todos los pasajeros.

Mi primera frase fue: -son las nueve de la mañana y, podremos ver el amanecer sobre el lago Nahuel Huapi.

Todos gritaron y se burlaron nuevamente diciendo: -no vemos nada, los vidrios están empañados, ustedes están improvisando.

Pese a los desencuentros vividos hasta el momento, nadie ponía ni un poquito de buena voluntad para mejorar las cosas, como si hubieran pagado demasiado caro. Algunos días más tarde me enteré que para ellos había sido gratis, un fan tour, paseo que se hace para despertar interés en la gente y promocionarlo.

Comencé a describir el recorrido que haríamos, hablé de las cosas maravillosas que veríamos, traté de convencerlos de que lo disfrutaran.

Los chistes irónicos, las risas burlonas y los murmullos fueron perdiendo intensidad a medida que se interesaban por el relato.

Ya estaba la situación medianamente controlada, cuando R detiene el micro al costado de la ruta, en un lugar donde jamás paramos, ni si quiera cuando disponemos de suficiente tiempo.

Unos segundos de silencio y todos preguntamos. -¿Qué pasa?

R giró sobre su asiento y, dirigiéndose a todo el público dijo.

-Pueden bajar, desde aquí se ven las luces de la ciudad y el amanecer sobre el lago, aprovechen para sacar fotos, vale la pena.

El espectáculo estaba muy bueno, pero no para ese tipo de cámaras de bolsillo. Además estábamos demasiado atrasados. Pero R dijo que los había hecho bajar para pasarle un trapo a todos los vidrios empañados, y que teníamos que hacer mérito para poner contentos a todos. Le respondí de mala manera que eso lo podríamos manejar sin necesidad de perder tanto tiempo.

Él sonreía, mientras repetía la popular frase, -vos fumá, no te calentés.

Los de mejor disposición me pedían que les tomara alguna foto, insistían con que había que activar el flash, yo obedecía sabiendo que de todos modos no resultaría.

Expliqué sobre el mástil, la bandera y las placas de homenaje al perito Moreno, siempre con la extraña sensación de no ser escuchado. Les pedí volver al micro porque era muy tarde y el viaje sería muy largo. Algunos respondían.

-Nosotros no tenemos la culpa de semejante retraso.

Suspiré profundamente mirando las montañas rosadas de la cordillera. Un espectáculo bellísimo, pero sin nieve en julio, resultaba tan triste...

Rogué en silencio y, muy profundamente, que lo más pronto posible se cubriera todo de blanco y se suspendieran las excursiones largas, así yo podría dedicarme a esquiar con mis alumnos.

Por fin subieron todos y salimos de allí a las 10 de la mañana.

Se me ocurrió comentar que debíamos prepararnos para un viaje muy largo, y, nuevamente escuché esa frase tan desagradable.

 -No es culpa nuestra.

Pero respondieron bien cuando pedí un aplauso para R por haber limpiado los vidrios, a eso se sumó un luminoso cielo azul que nos daba una visibilidad perfecta. Sentí que ya las cosas estaban mejorando y, hasta comenzaban a hacer preguntas interesantes.

R paró otra vez: -pueden bajar, hay un bosquecito de arrayanes, saquen fotos.

Nuevamente le dije sobre el horario, el almuerzo atrasado y el regreso de noche.

Repitió sonriente: -vos fumá... No te calentés.

Bajé los escalones con resignación y me dispuse a explicar detalles del lugar, tomar fotografías y bromear con los que ya comenzaban a resultar simpáticos.

En Villa la Angostura paramos 45 minutos; sugerí a R que desayunase bien, porque nos quedaba un trayecto bastante largo y el tiempo perdido ya no lo recuperaríamos. En el bar, me rodearon preguntando todas sus curiosidades sobre el esquí, cantidad de nieve que se requiere, tiempo de aprendizaje y qué precios se manejaban.

Por fin comencé a sentirme cómodo y, los vi muy interesados.

Llamé a Sandra para avisarle que regresaríamos demasiado tarde.

Se sorprendió porque, al medio día, normalmente, estamos llegando a San Martín.

-¿Habrán tenido algún accidente con R? Ese tipo me da miedo. Dijo preocupada.

-No, no. Le contesté, solo estamos atrasados. Ya te contaré porqué.

En la segunda etapa del viaje cambió mucho el ambiente adentro del micro.

Ya se notaba más camaradería, más interés por todo, y más alegría, que se expresaba con un muy buen sentido del humor por parte de todos en general.

Nos mirábamos con R, preguntándonos qué habría sido lo que produjo ese cambio.

Tal vez un desayuno abundante en la última parada. O posiblemente se fueron despertando con el transcurrir de las horas...

Ya me gusta el viaje... Pese al atraso lo estoy empezando a disfrutar, además el día es espectacular, no hay ni una sola nube y, la falta de vientos hace que los lagos sean espejos perfectos.

Paramos muchas veces y todos felices de poder fotografiar tanta maravilla.

En el paraje Ruca Malen, se nos acercó un colega para pedirnos que llevemos en nuestra bodega dos maletas grandes, que incomodaban mucho a los pasajeros de su camioneta.

Le advertí que llegaríamos muy tarde y que en San Martín no nos encontraríamos.

-No importa. Dijo muy contento. Acá está anotada la dirección y el nombre del hotel donde hay que llevarlas, los dueños van conmigo y las estarán esperando allá.

Gracias por hacerme este favor, ahora nosotros viajaremos más livianos y cómodos.

Se alejaron despidiéndose alegremente, mientras los míos seguían fotografiando todo, bromeando y pisoteando el hielo mezclado con la tierra del camino.

Continuamos la marcha y le dije a R: -al menos, me distiende ver cómo todos están encantados.

Pero, gritaron muy enojados al ver que no parábamos en unos manchones de nieve que se conservaban en la sombra, tuvimos que explicar que más adelante la nieve se veía más abundante y prometer que allí sí nos detendríamos.

Se divirtieron como en los mejores momentos de la infancia, jugaron a la guerra, se revolcaron y resbalaron hasta el cansancio, al tiempo que tomaron mil fotografías.

R permanecía adentro del micro y parecía no tener ningún apuro, se cebaba unos mates mientras escuchaba su casete favorito de música folklórica.

Por fin se cansaron y regresaron al vehículo con la ropa sucia y mojada, el entusiasmo era evidente, venían del clima cálido de la provincia de Córdoba y querían vivir esa experiencia.

Reanudamos el viaje entre comentarios, risas, asombros y curiosidades. Se había despertado tanto interés por la excursión que todos los niños vinieron adelante para observar el camino con más detalles, aprovechando la dimensión de los parabrisas.

 

Tuve que pedirles que regresen a sus asientos, porque no nos dejaban trabajar con comodidad. Yo iba sin asiento y me resultaba difícil permanecer parado tratando de no pisarlos. Tres veces los hice salir de allí y las tres veces volvieron. Descubrí entonces que los padres les ordenaban viajar adelante para aprovechar mejor la visibilidad.

Entonces, cuando ya todo parecía encaminarse hacia un paseo divertido y de ambiente cordial, surgió una nueva razón para protestar.

-Estamos muy mal... no la estamos pasando bien... este viaje no nos gusta.

Mi rostro se debe haber desfigurado de tal manera que todos entendieron mi asombro, de modo que las madres contestaron, sin que yo dijera una palabra.

-Lo que pasa es que vos no dejás sentar a los chicos adelante.

Me puse muy serio, aprovechando que varios de los pasajeros estaban de mi lado, les hablé con firmeza. Inventé casos de accidentes fatales y les advertí del peligro que representa para los niños ocupar ese sector del vehículo. “El camino no está en buenas condiciones, hay mucho barro y, que los chicos estén ahí es también una incomodidad para el chofer”. “Además, varios de ellos se ponen a conversar y usan el parabrisas como respaldo, lo cual demuestra que el paisaje mucho no les interesa”. Terminé el discurso con una frase contundente. “Definitivamente, no se sentarán allí”. “Es peligroso, y punto”.

Le pedí a R que colaborase un poquito, porque mientras yo discutía con las madres, él conversaba animadamente con los niños, todos tenían entre 5 y 12 años.

Alguien me interrumpió con una pregunta.

 ¿La nieve siempre es igual a lo que vimos nosotros hace algunos minutos, o tiene distintos estados?

Me dio pie para que yo me explayara en ese tema, aprovechando que no estaban los niños adelante y que todos se interesaban por un mismo tema.

Pero... Mierda... Algo más nos tenía que pasar...

Comenzaron a gritar con cara de terror, gritos cada vez más fuerte.

Creí que chocaríamos de frente, entonces corrí hacia el fondo del micro.

Cuando iba por la mitad, se levantó la cola y, todo el vehículo quedó en forma vertical, golpeé contra el techo y contra algunos asientos, no pude agarrarme de ningún lado, debido a la violencia de los movimientos.

Finalmente caí contra los dos parabrisas y me frenó el parante que días antes habían colocado entre esos dos vidrios grandes delanteros.

R me agarró del pulóver como para frenarme y evitar que saliera despedido hacia fuera, con vidrio y todo. En menos de un segundo empezaron a caer sobre mí, distintas cosas que andaban sueltas por ahí, bolsos, ropa, comestibles, termos, además de niños y personas adultas. Todos los que no estaban ubicados en sus respectivos asientos.

El ómnibus estaba ya en posición vertical y alcanzó a frenarse con dos árboles muy grandes, que nos resistieron con todas sus fuerzas.

Alguien gritaba silencio, silencio, silencio... y lo hizo con tanta convicción que todos le obedecieron inmediatamente. Gracias a eso, pudimos organizar la evacuación y ver la cantidad de heridos. Descubrimos que la puerta estaba totalmente abierta y pudimos salir ordenadamente, los que no gritaban temblaban o lloraban.

Fui el último en salir y, en ese momento, comprobé que se había dañado toda la parte delantera, donde van los controles y, que la puerta estuviera abierta fue una suerte.

Aún quedaban unos 30 metros más de precipicio, esos dos árboles nos frenaban como si toda su vida hubieran estado esperando que les demos esa oportunidad.

Subí trepando por entre las piedras y ramas hasta encontrarme allá arriba con el grupo.

Todos se abrazaban como queriendo felicitarse mutuamente por estar vivos, rezaban y no dejaban de agradecer por esos dos inmensos coihues que nos salvaron.

Por momentos reaccionaban muy mal, como queriendo encontrar algún culpable.

Todos hablaban al mismo tiempo, sin escucharse y fue muy difícil calmarlos.

Traté de alejarme de todo el griterío y comencé a buscar con mi handy alguna frecuencia donde pedir ayuda o, por lo menos avisar a algún colega, pero nadie respondía.

Cuando bajé del cerrito a donde había trepado para comunicarme, me trataron muy mal, diciendo que yo no podía divertirme en el bosque ante semejante situación; que hiciera algo, que estábamos perdidos en medio de la cordillera y muchas otras cosas.

Los miré en silencio y no respondí ni una sola palabra.

Apareció un muchacho en un 4L bastante estropeado, viajaba a Villa la Angostura y le dimos los datos de la agencia, para que telefoneara desde allá.

Cuando se fue me quedé pensando que yo debería haber ido con él. Pero soy así... siempre tan lento en tomar decisiones. Me dije entonces que, subiría sin dudarlo al próximo vehículo que apareciera.

Llegó un Renault 18 muy nuevo, era de un matrimonio mayor que viajaban paseando hacia San Martín de los Andes y ofrecieron cualquier tipo de ayuda.

Al despedirme del grupo les expliqué sobre la hostería Pichi Traful, ubicada a unos tres kilómetros más adelante. “Sé que está cerrada en esta parte del año, pero seguramente debe haber un cuidador”. Dijeron que caminarían lentamente hasta ese lugar, aprovechando el hermoso día. Eso era verdad... El sol brillaba muy fuerte y en el cielo no se veía ni una sola nube. Puta madre.

Otra vez tuve que acordarme de que era 2 de julio y no entendía porqué carajo no caía nada de nieve. Yo debería estar esquiando, esa es ahora mi profesión, pensé.

Sin más trámite, me acomodé en el confortable auto y comencé a charlar enseguida con el conductor y su acompañante, parecía que estaba empezando a vivir otra realidad. Había una muy buena calefacción y, como el motor era muy silencioso, se podía conversar distendidamente. Sentía ganas de quedarme con ellos y olvidarme de todo lo anterior.

Pero... Dos pasajeros del micro vinieron conmigo para que los llevara al hospital.

Un chico de 17 años que se quejaba de un dolor muy fuerte en la pierna y le costaba caminar, el otro era su tío, que quería acompañarlo.

Nos detuvimos en la hostería y le contamos todo al cuidador.

Dijo que les abriría el salón grande y encendería la chimenea, su autito no andaba muy bien, pero al menos podría ir a buscar a los niños o los más ancianos en varios viajes.

Agradecimos su buena disposición y continuamos nuestra marcha.

Pese a que eran la una y media de la tarde, las montañas proyectaban un inmenso cono de sombra y, aunque no había viento, se respiraba un aire muy frío. Claro... 2 de julio...

El R18 coleaba y se atravesaba en cada manchón de barro, pero avanzábamos. Su dueño justificaba la inexperiencia argumentando que llevaba muy poco tiempo con ese auto en su poder y que en esos momentos lo estaba empezando a conocer.

-Es que hay demasiado barro. Le dije. Las ruedas casi no se ven. La semana pasada llovió muchísimo y hasta cayó algo de nieve; luego tuvimos heladas de unos 20 grados bajo cero.

Ahora con el sol fuerte se ablandó el hielo en la tierra y nos dejó todo este barro.

Ese análisis lo hicimos varias veces, conversamos también sobre fútbol, política, anécdotas y actualidades, hasta contamos algunos chistes livianos. Por momentos hablábamos sobre las causas que podrían haber provocado nuestro accidente. Pero el joven de la pata rota que iba al lado mío se daba vuelta y, mirándome de frente, decía: -para mí vos tenés la culpa, deberías haberle dicho al chofer que había tanto barro, si sos el guía, seguro que esto lo sabías.

En esos momentos yo respiraba hondo y prefería no contestarle. No quería más problemas.

Pero... qué ganas de taparle la boca de una piña...

En cada lago parábamos y yo fotografiaba al matrimonio feliz. Así lo hice también en la cascada, en un par de hosterías y en cada casa de guardaparques donde solicitábamos comunicación por radio y, por distintas causas no podían ayudarnos.

Yo ya me estaba divirtiendo de nuevo, sin entender porqué comenzaba a disfrutar de la lentitud del viaje. Me dedicaba a describir el recorrido como un verdadero guía, era una risa escuchar al matrimonio que agradecía a Dios por haberse encontrado con nosotros.

Sobre el asfalto, nuestro amigo no aceleró ni un poquito, parecía que le agradaba mucho la conversación. Cuando se disponía a parar de nuevo para una última foto su señora le recordó el hospital y le habló de sus ganas de encontrar algún restaurante abierto.

Llegamos por fin a las tres y media de la tarde y nos despedimos de la pareja, con agradecimientos y deseos de buena suerte.

Tío y sobrino fueron atendidos enseguida por enfermeros y médicos de guardia.

Mientras tanto corrí hasta el restaurante donde siempre almorzamos y en pocas palabras relaté lo sucedido; enseguida me dijeron que el sobrino de José había llegado al medio día en otro vehículo, que lo llevó por el asfalto, y comentaban: “entonces se salvó”...

Me dieron el teléfono para hablar a la oficina. Quise explicar todo junto a uno de los jefes, pero empecé a temblar, tartamudear, llorar, no podía controlarme, era como si de pronto hubiera tomado conciencia de los hechos. Sentí juntas todas las angustias acumuladas durante el día, desde que me levanté a las siete y cuarto de la mañana.

Del otro lado de la línea, en la oficina me repetían: -calmate y explicanos todo.

Uno de los mozos me alcanzó un vaso de wisky lleno hasta el borde, lo tomé como si fuera agua y en cuanto empecé a relajarme ya tenía otro vaso lleno en la mano.

Pude explicar todo, respondieron que ya sabían, que alguien les había avisado hacía como tres horas desde Villa la Angostura.

P, el dueño del micro accidentado enseguida actuó dándome soluciones.

-Ahora mismo llamo al dueño de la empresa de turismo de allá para que te ponga un micro de ellos a disposición, así rescatás a esa gente que quedó tirada en siete lagos; entonces, quedate esperando allí en el restaurante, te llamo en diez minutos.

Me sirvieron un buen sándwich de milanesa y algunos vasos de cerveza, comí en la cocina porque el comedor ya tenía sus puertas cerradas, además así estaría cerca del teléfono.

Llamó el dueño de los pasajeros, para preguntarme muchas cosas.

-¿Porqué no llamaste más temprano? ¿Por qué yo me tengo que enterar tan tarde? ¿Por qué no mandaste a los dos heridos a Villa la Angostura, que era más cerca?

Le contesté cada pregunta lo mejor que pude y le sugerí, de buena manera, que tratase de aportarme soluciones, y que el análisis de la situación lo dejáramos para después.

-Está bien, dijo. Ya di la orden para que saliera el móvil 6 a buscarlos a todos; van a volver a Bariloche, desde Pichi Traful y vos, venite en taxi con los dos heridos.

Cuando corté, llamó nuevamente P, para decirme que ya estaba todo arreglado.

-En media hora pasa a buscarte el micro de la empresa de allá; te llevará a buscar al resto del grupo. Después sigan para Bariloche y mañana charlamos.

Corté y empecé a pensar en vos alta, mientras los mozos me miraban como queriendo alentarme. Qué situación increíble. Uno es dueño del vehículo y el otro es su cliente, el dueño del grupo. Ambos me dan órdenes distintas, deberían comunicarse entre ellos.

Alguien trajo a los dos pasajeros desde el hospital. No querían saber nada con volver en taxi a Bariloche. - Queremos estar con nuestras familias y amigos. Repetían convencidos.

Se les preparó algo de comer mientras comentaban lo del hospital.

El sobrino estaba golpeado un poco pero podía moverse bien. Su acompañante, el tío, resultó con mayores problemas. Pidió que lo revisaran porque le dolía mucho el trasero y todos sus alrededores. Efectivamente. Después de tomarle una radiografía le dijeron que tenía quebrado el coxis.

Debía sentarse y acostarse de costado y caminar lo menos posible.

Llegó el micro a buscarnos, ellos envolvieron los sándwiches para comerlos en el viaje y no perder más tiempo.

            El chofer se presentó muy amable y tratándome como si me conociera de toda la vida.

Dijo: -te acordás de mí, yo soy F, viejo conductor de la zona.

Mientras trataba de recordar de dónde nos conocíamos, le pregunté qué hacía con ese bidón de plástico en la mano. Respondió que el motor recalentaba mucho y debía poner agua al radiador constantemente, hay una pérdida que no tuvimos tiempo de reparar, explicó.

Se hizo muy lento el recorrido porque debíamos parar en cada arroyo para agregar agua.

F comentaba, mientras tanto, que los demás micros de la empresa estaban ocupados y debieron elegir ese, el que estaba en peores condiciones.

Cuando avanzábamos nos contaba sobre su pasado glorioso y aventurero, sobre anécdotas vividas en la ruta y sobre las grandes nevadas de otros años. Pero no dejaba de asombrarse por la cantidad de barro de ese 2 de Julio. Decidió entonces que cuando encontrase al grupo volvería hacia San Martín, porque ese coche no subiría las otras cuestas tan empinadas que hay más adelante. Dijo que prefería volver, aunque la orden fuera seguir.

Miré hacia afuera y vi el atardecer, con ese amarillo tan pálido del invierno iluminando la superficie quieta de los lagos, y los últimos rayos del sol que recortaban la silueta cada vez más oscura de los cerros.

Pedí a los dos pasajeros que mirasen y aprovechasen para disfrutar un poquito, pero respondieron con una pregunta: -¿Falta mucho para llegar?

Lamenté entonces no tener una buena cámara de fotos o más personas para compartirlo.

Pensé que posiblemente ese espectáculo estaría reservado solo para aquellos pocos que se aventuraban a recorrer la ruta de los siete lagos, en julio y a esa hora.

Al fin llegamos. Nos recibieron con un extraño alboroto. Al sobrino y al tío los abrazaban y les preguntaban sobre su salud.

 Algunos me dijeron: -nos abandonaste, ¿dónde mierda estabas, Porqué tardaste tanto en volver? “Ya es de noche. Para nosotros no es divertido”. Y muchas otras cosas.

Traté de resumir en pocas palabras lo vivido hasta el momento.

Me esforcé para calmarlos exagerando en parte mi relato sobre todo lo que hice para obtener ayuda. Expliqué que en invierno los días son muy cortos y las noches muy largas, por eso tenían la sensación de que era tan tarde, porque estaba oscureciendo.

Rieron burlonamente y pedían que no trate de justificar más nada.

Nunca entendí cómo aparecieron dos vehículos de la policía con varios agentes, ellos controlaron muy bien la situación calmando a los exaltados, mostrándose muy ocupados en resolver los problemas y asegurando que todo saldría muy bien.

F comenzó a realizar maniobras para girar y dejar el micro en sentido contrario al que traía, la decisión era volver. Pero tuvo tanta mala suerte que cuando el vehículo estaba atravesado, exactamente perpendicular a la ruta, cedió el terreno donde se apoyaban las ruedas, como si se hubieran agrandado las banquinas. Quedó colgado y sin posibilidades de avanzar ni retroceder.

Muchos trataron de empujarlo, mientras las ruedas patinaban hasta calentarse. Otros cavaban con palas la tierra firme donde se apoyaba la parte media. Todos los esfuerzos resultaron inútiles... y la gente seguía opinando y dando órdenes.

Alcancé a ver algunos que giraban tomándose la cabeza y mirando el cielo. Preguntaban: -¿Porqué nos pasa esto a nosotros, Podremos salir algún día de aquí?

Apareció M, uno de los dueños del grupo, encargado de la coordinación de actividades de los pasajeros y, por lo tanto uno de mis jefes. Vino con C, uno de los dueños del micro accidentado, se bajaron del auto nuevo y totalmente embarrado.

Me saludaron con más cariño y amabilidad que de costumbre.

Con la pala en la mano sentí que no hacía falta mucha explicación, de modo que con un solo ademán les di a entender que no la estaba pasando nada bien.

Comprendieron enseguida y empezaron a colaborar con lo que estaba a su alcance.

Me aliviaron la tarea de hablar con la gente, expresaban preocupación y absoluto interés en sacarnos a todos de esa situación.

Casi no les creí cuando aseguraron que, adelante de ellos había salido un micro desde Bariloche para rescatarnos y no entendían cómo todavía no había llegado.

Pero se escuchó un ruido de motor que se acercaba, alcanzamos a ver las luces y reconocimos la bocina. Era el móvil 6, conducido por B, quien llegaba muy limpio y sin señales de cansancio, como los que aparecen últimos en las historias de rescate.

Inmediatamente se puso al tanto de la situación y conversó con los jefes, con los policías y con algunos de los pasajeros, la pregunta era: -¿Cómo haremos para salir, si está este otro micro atravesado?

El cuidador, que había recibido a todos a la mañana, abrió las dos tranqueras grandes de la hostería, entonces entrando por una y saliendo por la otra pudimos esquivar al vehículo atravesado.

Por pocos milímetros no fue necesario sacar los travesaños, era la altura justa.

Me llamó la atención ver como se despedían del cuidador con tanto afecto y, entre todos juntaron unos doscientos dólares para él.

Más tarde y una vez reanudado el viaje en el azul móvil 6, contaron que había hecho unos diez viajes en su autito, bastante estropeado y viejo, para ahorrarles la caminata a los de mayor dificultad; había hecho pasar a todos al salón grande de la hostería, y les encendió la chimenea, para una espera más confortable; mientras con su señora preparaba el almuerzo para todos.

- Qué suerte que conocimos a ese hombre.

- Qué buena es la gente de campo.

- Qué increíble, tan buen anfitrión.

- Le regalé mi medalla de la virgencita.

- Si no estaba él no se qué hubiéramos hecho.

Y con este último comentario se acordaron...

- ¿Qué hacías vos mientras tanto? Se suponía que ibas a pedir ayuda. Y....

Les iba a contestar muchas cosas pero preferí refugiarme nuevamente en mi silencio.

Alguien un poco más relajado gritó desde el fondo:

-Che, guía, podrías explicarnos algo, ya que recomenzamos la excursión.

Entonces tomé el micrófono y empecé a describir el recorrido como si nada hubiera sucedido. Pudimos ver algo de los lagos a pesar de la noche, preguntaban por el origen de los nombres y sobre el tipo de vegetación. Otro gritó: -eso a esta altura no nos interesa, mejor contate un chiste para distender. Quise comenzar con uno, pero una de las señoras más lindas dijo muy enojada: - yo no estoy para chistes.

En medio de tanta confusión me llamó B para decirme en vos baja: - no hables más.

Apagué el micrófono y nuevamente nos envolvió un silencio tenso.

Cuando un adolescente nos pidió música le contesté:

-Seguro que no les va a gustar el casette que pongamos, mejor dejémoslo así.

El micro se sacudía y coleaba constantemente sobre el barro y, todos se agarraban de los asientos como queriendo controlarlo.

Cuando llegamos a la subida de la cascada, donde siempre hay una vertiente en medio del camino y, por lo tanto, un pantano grande, B aceleró para poder pasar sin problemas.

Pero gritaron desde el fondo: -¡pará, hijo de puta, nos querés matar, andá más lento!

B cometió el error de obedecerles, levantó el pié del acelerador y aminoró la marcha para que se calmasen.

Sobre el pantano y en plena subida, tuvo que hacer un cambio, las ruedas comenzaron a patinar hasta hacer colear nuevamente al vehículo. Se recostó la cola contra el cerro y la trompa quedó apuntando hacia el precipicio, aunque con espacio suficiente como para dejar pasar un auto mediano.

Pero había tanto miedo acumulado que todos gritaron con más fuerza.

Entre las voces había quienes llamaban fuertemente a Dios y todos los santos.

Los niños lloraban asustados y los grandes gritaban todas las malas palabras conocidas.

-¡Me quiero bajar, yo con ustedes no viajo más, Abrí la puerta que nos bajamos!

B detuvo el motor y abrió la puerta, al segundo empezaron todos a desfilar desesperados por salir. Al pasar delante de nosotros cada uno lo hacía con una exclamación.

-¡Cómo se atreven a traernos por acá!

-Prefiero ir caminando.

-¡Nunca más me subo!

- ¡Dios mío! ¡Cuánta mala suerte!

Antes de bajar pregunté a B si realmente era tan grave. Se mostró preocupado y muy arrepentido por hacer caso a tantas exclamaciones.

-Si yo aceleraba, seguro que pasábamos. Repetía golpeando el volante con las manos. “Pero me iban a matar. Estaban aterrorizados”.

Traté de alentarlo diciendo: -por suerte, no estamos solos. Mantengamos la calma.

Los autos de la policía pudieron pasar muy justo por el espacio que quedaba entre el paragolpe delantero y el precipicio.

Uno de ellos fue a buscar la máquina motoniveladora a un campamento de vialidad, ubicado a 30 kilómetros. Tardó mucho en encontrar a los operarios, porque ya eran las 22 horas.

Los agentes del otro auto se quedaron con nosotros para ayudarnos en lo que hiciera falta.

M y C, viajaron hasta San Martín a buscar algún micro que nos rescatara.

Comenzó entonces una nueva e interminable espera.

Pude conversar con varios de los pasajeros en forma individual, ya muchos me resultaban agradables. Un hombre mayor hablaba de sus nietos y me convidaba agua ardiente. Decía que él estaba disfrutando mucho de esto porque, gracias a tantos retrasos, había tenido la suerte de ver en el cielo todas las estrellas, Le recordaba mucho a las noches tucumanas.

A los que me preguntaban por el ruido de agua los acompañaba hasta el borde del cañadón y trataba de mostrarles la cascada, que apenas se veía, en la oscuridad.

Varias señoras me pedían un baño y tuve que convencerlas de que estábamos lejos de la civilización. -Hay que usar el bosque, les dije, señalando una arboleda.

B seguía ocupado en sacar de allí al móvil 6, con la ayuda de policías y de algunos pasajeros, colocábamos ramas y piedras en la parte más onda del pantano; mientras otros, usaban las palas para cavar el cerro, donde se hundían las ruedas derechas traseras.

Adelante, y bastante lejos de los demás, estaba el tucumano, que me llamaba para seguir compartiendo el agua ardiente que traía de su provincia. Mientras bebíamos le pedí desplazarnos a un costado porque me encandilaban los faroles encendidos. En ese instante escuché un ruido extraño, como de ramas que se quebraban. Me acerqué en silencio hacia el lugar de donde venía el sonido, pero estaba muy oscuro y no pude ver de qué se trataba. Fui pensando en algún ciervo, puma o jabalí, ya que minutos antes habíamos estado hablando de eso. Me dije que sería simplemente la vaca de algún poblador, porque si son animales salvajes se alejarían de tantos humanos juntos.

Me acerqué nuevamente al micro para seguir trabajando y, algunos maridos comenzaron a gritarme, como si yo me burlara de ellos, estaban tan nerviosos que casi me pegaron.

Un policía me defendió y los calmó, parándose entre ellos y yo, amenazaban con pegarme. Le explicaron a los gritos que fui a espiar a las mujeres que habían ido juntas a mear; que no podía ser tan irrespetuoso y muchas otras cosas.

El tucumano que estaba cerca entendió lo que pasaba y comenzó a reír a carcajadas, me regaló todo el contenido que quedaba en la botella y sugirió que yo desapareciera por un rato. Entré entonces al azul y me desparramé al medio en la última fila de asientos.

Me dije: -eso me pasa por comedido. Mejor que laburen los demás, que son muchos. Después de todo ya colaboré bastante y me corresponde descansar.

Creo que estuve allí algo más de media hora, me había relajado tanto que hasta dormí algunos minutos.

A las once y media de la noche llegó la máquina de vialidad que estábamos esperando.

Simultáneamente aparecieron M y C en el auto nuevo y embarrado, traían otro ómnibus que habían conseguido en San Martín.

También había un micro de cuarenta asientos que venía haciendo la línea regular desde Villa la Angostura, llevaba tan solo ocho pasajeros y, tuvo que esperar que saliera el azul, porque no podía pasar debido al escaso espacio que quedaba. El chofer nos ayudó mucho y ofreció todos los asientos que tenía disponibles para cuando saliéramos. Nos contó que en Pichi Traful pudieron sacar al micro atravesado y que llegaría en cualquier momento; “viene muy despacio porque parece que se le calienta mucho el motor”, dijo.

La máquina remolcó al 6 empantanado y lo llevó, muy lentamente, a un kilómetro de distancia, donde ya había un suelo mucho más firme.

Yo permanecía sentado en primera fila, conversando con un niño de 11 años, que había subido para no caminar ese kilómetro de remolque. Intercambiamos chistes y hablamos de fútbol.

B se reía y comentaba: -“mirá, ahora hay tres micros para llevar a todos, tienen para elegir”.

-Sí, le contesté riendo. Y parece que está llegando un cuarto, si no se recalienta mucho.

El hombre de la máquina desató las cuerdas cuando paramos en el terreno plano y firme.

Esperamos unos diez minutos más para que subieran, pero no llegaba nadie.

Estaban buscando desesperadamente al niño que venía con nosotros en el seis. Sospechaban que se había caído al barranco, o que se había perdido en el bosque tan oscuro.

Cuando vieron que estaba bien se alegraron, pero, los padres, no desperdiciaron esfuerzo en castigarlo, mientras lo retaban gritándole: -¿cómo no nos avisaste que ibas a subir?

Una vez resuelto el drama familiar, nos organizamos para completar lo que quedaba de viaje hasta San Martín de los Andes.

No quería subir nadie a ningún vehículo, exigían que trajeran las camionetas doble tracción, que se requieren para los caminos con tanto barro.

Todos tuvimos que trabajar mucho para convencerlos de que quedaban solo 10 kilómetros de terreno firme, sin barro, y que el resto eran 27 kilómetros de pavimento.

Al fin se decidieron, los 36 pasajeros subieron distribuidos entre los tres micros y partimos con una extraña sensación de alivio, aunque se sintieron realmente bien cuando comenzamos a recorrer la ruta pavimentada; en el micro donde yo iba, contábamos muchos chistes y todos eran festejados con gran algarabía. Fue tan lindo verlos reír que sentí cariño por ellos.

Alguien dijo que si toda la excursión hubiera sido así sería inolvidable.

Le contestaron que de todas maneras pasamos un día inolvidable. Más risas.

Llegamos a la una de la mañana, En el restaurante de José nos esperaban con la mesa puesta, M y C habían arreglado que de la cena se haría cargo la empresa, al igual que de una noche de hotel, ya que todos dormirían en San Martín y volverían al día siguiente.

Nosotros comimos atrás, en el salón que hay para choferes y guías, Allí estaban M y C, frente a ellos comían B y R. Por fin me reencontré con R. Alguien de quien yo ya me había olvidado.

Le pregunté dónde había estado todo ese tiempo y no me contestó. Los demás lo miraron y le dijeron: - ché, tenés que hacerte ver ese brazo, lo tenés muy lastimado.

Recordé las maletas que nos dio aquel hombre para que se las llevemos en la bodega.

Me respondió: -sí, creo que eso ya está solucionado. Pero... Qué cagada...

“Me olvidé la caja de herramientas en el medio de la ruta. Me la robaron. Seguro...”.

Terminamos de cenar y debimos trasladar a todos al hotel, pero había un nuevo problema:

 No querían pagar el vino consumido en la cena. Les explicábamos de mil maneras que la empresa se encargaba de la comida, no de la bebida, fue muy difícil hacerles entender.

Además habían hecho bajar los vinos más caros que se exhibían en la repisa.

Por fin pagaron y los llevamos hasta el hotel. Los que viajaron conmigo el último trayecto fueron los que me saludaron con más afecto y preguntaban cómo no me quedaba con ellos.

Le di un abrazo al tucumano y a otros, ni los saludé, porque no quería volver a verlos.

M y C ya se habían ido en el auto nuevo a gran velocidad sobre el asfalto.

Estábamos solos y libres de todas las presiones. Quisimos hacer algo para relajarnos un poco más, pero estaba todo cerrado. Entonces B decidió acelerar sobre la ruta asfaltada.

De las tres es la más larga, pero en ese momento, era la única posible.

Entramos a Junín de los Andes y encontramos abierto un bar. Cenamos de nuevo y yo tomé abundante cerveza, tuvimos tiempo de jugar algunos partidos de metegol, Porque R seguía durmiendo profundamente entre los asientos del azul.

El viaje se hizo muy conversado, Le conté a B todo lo que sucedió antes de que él llegara. Recordamos la anécdota del niño al que castigaron injustamente, al que su padre levantó de una flor de patada en el culo. Exagerando un poco cada nota nos divertíamos mucho más.

Recordamos a aquellas mujeres que se quejaban porque creyeron que yo fui a espiar como orinaban. -Te juro que no vi nada. Le repetía, mientras él lloraba de risa.

- Yo tendría que haberles explicado sobre mi defecto en la vista, pero no habrían escuchado.

De algo teníamos que hablar para que el regreso no resultara tan largo.

B disfrutaba del micro vacío y veloz, decía que era como manejar un auto chico.

Si volvíamos a recordar la excursión, nos reíamos de alguna otra anécdota; le comenté que durante todo el día me había llamado la atención, ver en ese grupo tantas mujeres bonitas.

Claro, respondió. “Son todas madres o hermanas de las candidatas a reina de la belleza”.

Le conté que R las abrazaba y besaba en el restaurante, parecía que les quería transmitir alguna cosa, pero no les hablaba, solo se limitaba a mirarlas, acariciarlas y besarlas.

Nos divertíamos imaginando las fantasías que podrían estar pasando por su mente y, recordábamos accidentes y anécdotas de otros años, en las que R también había sido protagonista.

También nos asombrábamos por la suerte que había corrido el sobrino del dueño del restaurante, iba a viajar sentado en los escalones, justo en la parte que quedó más dañada.

Terminé la última lata de cerveza que había comprado en Junín y me alegré al ver las luces de Bariloche. Caminé hacia atrás para despertar a R y respondió:

-“Sí, Estoy despierto, escuché atentamente todo lo que ustedes hablaron. Ya sé todo lo que piensan de mí”. “Ustedes son muy mentirosos. Cómo hablan boludeces”.

Me bajé en el hotel a las cinco de la mañana y llamé a Sandra.

Mientras ella venía a buscarme en el auto, le conté al conserje casi todo lo vivido y me dijo: -“preparate para contarlo muchas veces a distintas personas”.

Cuando íbamos a casa en el auto hablé yo los 15 minutos, contando a mi mujer todos los detalles. Le aseguré que me tomaría completo el día 3 de julio para descansar, y el cuatro, decididamente, comenzaría mi trabajo de instructor, aunque hubiera que esquiar sobre un pequeño manchón de nieve artificial.

Me di una ducha como para sacarme algo del ruido que traía encima. Apagué el despertador, para que no sonara. Acaricié a Sandra y no recuerdo en qué momento me quedé profundamente dormido. Desperté a las dos de la tarde y tuve ganas de caminar por el centro de la ciudad. En el hotel el conserje de la tarde me preguntaba sobre lo que habíamos vivido, y se lo conté, aunque sin muchos detalles.

Unas turistas muy lindas a las que unos días antes habíamos llevado de excursión, se interesaban mucho por el relato y me llenaban de preguntas. Se mostraban muy alegres, simpáticas y conmigo especialmente cariñosas, yo me lucía, modificando el relato, para que pareciera divertido.

Pero una voz me interrumpió y comenté a las chicas: -ese que está hablando allí es Don J, el dueño de la empresa, el que viene hacia nosotros. Pasó cerca de nosotros y saludó muy amable.

Cuando comenzó a subir la escalera Dijo: -“Mario, en cuanto te desocupes vení a mi oficina, por favor. Te espero arriba”. “Quiero charlar con vos”.

A los cinco minutos, saludé a las dos chicas lindas y subí la escalera.

Don J, acodado sobre su escritorio, esperó que yo me sentara frente a él y dijo: -“debo hablar con el dueño del ómnibus, con cada uno de los choferes, con los pasajeros, con la gente del hospital, con los del restaurante y con la compañía de seguros”. “Pero antes, quiero pedirte que, por favor, me cuentes vos todos los detalles de lo que viviste”.

Le contesté sonriente: -“pero, Don J, son muchas cosas, mejor se las digo por escrito”.

-“No, hoy tengo tiempo y estoy dispuesto a escucharte”. “Contame, por favor, todo, todo”. “Desde que te despertaste a la mañana”. “No dejes de mencionar ningún detalle, por pequeño que te parezca”. “Quiero que me des tu versión”.

-¿Está seguro de que no se va a aburrir, Don J?

-No. Dijo encendiendo su primer cigarrillo. -Vos contá todo, no te preocupes.

-Muy bien. Me crucé de piernas y comencé.

Sonó el despertador... No pude recordar enseguida porqué lo programé para las siete de la mañana, seguramente debe haber algún error....

 

Autor: Mario Gastón Isla: Bariloche, Argentina.

  marioisla@bariloche.com.ar 

 

 

 

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