Todo era natural... Las
luces sostenían el cotidiano dinamismo sobre el oscurecer de la ciudad durante
el Atiborrado regreso de una jornada laboral, mientras emergía la perezosa noche.
Superada una espera indeseable, por fin el autobús se detiene en la parada y
corren todos a abordarlo, a estorbarse con los que bajan, por ver si así
consiguen una posición conveniente. La unidad viene llena, pero igual cada
quien carga consigo la esperanza de que alguno de los que ocupa un asiento baje
pronto, y estar entonces en la ubicación más apropiada para ganarse esa
comodidad.
Las ruedas reinician su girar y el aire se hace denso en el
interior, entre gente que, estrujada pierde su condición de gente, ante el
vaivén del motor y la música de onda que nadie pidió escuchar y que termina por
adormecerlos.
Pero… ahí está aquella joven, arrimando sus nalgas para sentirte,
amigo, a cada instante, y a tu excitación espontánea e innegable. Y claro que sí,
uno se siente bien ser un hijoeputa al borde del peligro, esquivando el estigma
social gracias a las miradas desatentas. Ella siempre será la víctima, aunque
sea ella quien te busque para calmar la cálida inquietud que hoy descubre, y
vos te sentís un “péndex” que sabe aprovechar la circunstancia, aunque esta
ocasión no la hayas dibujado vos, aunque sólo seas alguien con quien calmar el
ansia, y a quien culpar si fuere necesario.
Las personas se abren paso a empujones en el pasillo del colectivo
en cada parada, pero ella no se mueve. Permanece de pie donde eligió detenerse.
Le gusta. No te ve, siempre de espaldas, ¡pero le gusta!
El tipo que estaba sentado frente tuyo se levanta y se va. Lo
dudás un instante y terminás por sentarte, a costa de haberla perdido. La gente
pasa. Otro se coloca de pie donde antes estabas vos, y te obstaculiza todo el
panorama. Ya no sabés si ella sigue a bordo o no, y extrañamente… ¡Ya la
extrañás! El autobús sigue la marcha. ¡Ya fuiste, hermano!
De pronto, la agradable sorpresa. Ella se abre paso, empuja a un
costado al otro que te suplantó y ocupa su lugar, y ahora es tuya nuevamente, o
al menos eso creés. Acomoda de pie, sus muslos junto a tu brazo y a tu hombro,
y la vibración del autobús por el motor en marcha y los desniveles del camino
hacen lo demás, ¡y vos sos muy feliz, amigo!
Múltiples sonidos de los teléfonos celulares, murmullos, risas.
Voces cansinas que repasan las anécdotas de la jornada. Otros se olvidan del
mundo con la música en sus audífonos. No falta la chica que sonríe conversando
con el aire mientras muerde el cable de sus audífonos, para tener el micrófono
más cerca de su boca; ni el laburante abatido que cabecea una y otra vez, y en
cada ocasión su cuerpo se inclina peligrosamente al suelo, y hasta parece que
por instantes desafía la gravedad y, por suerte, nunca se cae.
Hasta parece mentira que nadie se haya dado cuenta del virtual
pacto indecente entre vos y la joven, amigo, o que a nadie le importe. Y aún a
riesgo de que alguien se anime a decir algo, continúan como si nada.
Claro que a veces quisieras sentirte mal por tu conducta, por
hacerla perder la inocencia en el anonimato, por mostrarle en silencio un
universo hasta ahora oculto por su inexperiencia, pero no podés. ¡Te agrada
corromperla!
Mirás de reojo hacia arriba. Ella no te mira. Su rostro no está
mal, pero en este momento es la mujer más hermosa del mundo y ojalá el viaje
nunca acabe.
Ni siquiera sonríe, vos tampoco ya la mirás. Te has grabado sus
labios inmóviles y los observás en tu mente. Pensás y pensás en los pecados que
quisieras enseñarle y no te atrevés.
De parada en parada del colectivo el pasillo se va haciendo más
transitable. Sentís que entre los dos ha nacido un espacio, una distancia que
crece de a pocos. Ella se suelta y no la querés dejar ir, pero no tenés cómo
retenerla. ¡Hay que inventar alguna excusa para lo que queda del trayecto!
Rebuscas en tu mochila y sacás un libro que apenas podés leer por
las sombras de los otros pasajeros, y la de los marcos de las ventanas que
vienen y van con cada poste de luz de la calle que va quedando atrás. Encontrás
un fibrón, un resaltador para marcar quién sabe qué palabras en esos párrafos
borrosos que apenas ubican tus ojos.
Y te acomodás con el brazo en alto y el marcador en la mano con
falsa aristocracia para seguir tocándola. Acomodás tu mochila bajo el brazo y
te tirás hacia atrás, en la pose más absurda que se haya visto para leer un
libro que en realidad no podés leer.
El autobús se vuelve a detener y de reojo reconocés la avenida, y
te das cuenta que estás a punto de pasarte.
Te levantás de un salto, pulsás el timbre y casi corriendo, bajás
la escalera.
Ya en la calle, suspirás profundamente y acomodás de vuelta el
libro garabateado de amarillo fosforescente en la mochila y entonces te das
cuenta… ¡Recién ahí te das cuenta!
Ampliás la mirada panorámica, pero el colectivo ya se ha marchado
siguiendo su camino.
El estado emocional del suceso te abriga de la noche, pero no hay
nada que te abrigue del frío dentro de la cabeza.
Así es, amigo. Aunque te cueste aceptarlo, vos no sos el péndex
aprovechado ni ella una dulce joven inocente que descubrió el sexo gracias a tu
hombro samaritano… ¡No, para nada, hermano! Vos, sólo sos un cojudo creído más,
y ella, bueno, ahora ella es la nueva dueña de tu celular y tu
billetera.
“Cuando la pluma se agita en manos de un escritor,
siempre se remueve algún polvillo de su alma”.
Autor:© Edgardo González - Buenos Ayres,
República Argentina