Sucedió entre pequeños asentamientos rurales de
la octava región de Chile, en el año 1932.
Los hombres grandes conversaban animadamente
cuando finalizaba el día de trabajo, cantaban, reían y bebían hasta emborracharse;
eran todos amigos, todos compadres, todos compinches que se entendían muy bien
después de varios tragos, gritos, risas, versos incoherentes y el vino que
parecía interminable.
Ánima que andas penando a orillas de la ceniza,
Como quieres ahogarte si estás con rodilleras.
Risas, aplausos, tragos.
Va saliendo la luna redonda como una lapa,
Así está mi corazón, largo como escopeta.
Más risas, más aplausos, más tragos.
El niño se mantenía en su rincón favorito, desde
donde seguía atentamente los movimientos de su padre; observaba esos dedos
gruesos tratando de afinar la vieja guitarra.
Se incorporó cuando escuchó su nombre en medio
de una larga conversación.
Juanito, se llama Juanito, es el más listo que
tengo, él está siempre bien dispuesto, le gusta trabajar y aprender todo, está
siempre conmigo en el taller de herrería.
Se lo presto, yo a usted le debo varios favores.
Llévelo a su campo y téngalo allá mientras lo
necesite.
Juanito no entendía muy bien de qué se trataba,
pero al día siguiente bien temprano, se encontró viajando en un precario carro
tirado por un caballo; escuchaba el sonar del eje de madera y miraba el fierro
de las ruedas, lo reconoció por haberlo tenido varios días en el taller de su
papá.
Las lomas verdes y los valles se repetían en el
paisaje, solo se interrumpían con la sombra de algún pequeño bosque de
eucaliptos; cada vez que se cruzaba la mirada con quien lo llevaba, se
encontraba con una sonrisa y una frase que ya había escuchado antes:
“Ahora te vas a hacer hombre”.
“Ya estás por cumplir nueve años, es hora de que
aprendas muchas cosas”.
Le dieron pan con un trozo de carne hervida y lo
llevaron a buscar más ovejas para entrarlas a su corral. Cuando cumplió con
todo, volvió con alegría sintiéndose útil, pero le pegaron con el látigo porque
no había vuelto a llenar el bebedero y, mientras lo castigaban decían:
¡Así hay que enseñarles a estos!...
Estaba acostumbrado a esos tratos, pensaba que
tal vez era eso lo que correspondía.
Se acostó a dormir en el galpón, entre unos
cueros de oveja, tan cansado que no se acordó ni de cenar. Tampoco nadie lo
invitó.
Lo despertaron temprano gritándole: ¡Vamos
flojo!, hay que trabajar. Le dieron el té caliente y pan duro; antes de
consumir la mitad debió salir corriendo a cuidar las ovejas, las que se le
escapaban por quedarse durmiendo.
Veía que ya era el medio día por la posición del
sol, por el calor y por el hambre que sentía. Encontraba algunos frutos y los
masticaba, aunque sabía que aún no estaban maduros.
Un conocido del patrón pasó a caballo y le dejó
algo de pan, le dijo que lo castigarían al regresar si no encontraba las dos
ovejas que se habían perdido.
Caminó, corrió, miró todo lo que pudo, hasta que
finalmente las vio desde arriba de UN ÁRBOL Y, con mucho esfuerzo consiguió
juntarlas con el resto.
Volvió al atardecer y lo esperaban para azotarlo
de nuevo; ya estaban recuperadas las ovejas perdidas, pero se lo castigaba para
que eso no volviera a suceder.
Como en su propia casa, lo azotaban para que
sepa comportarse en la vida, para que obedezca a los mayores, para que no haga
nada malo; lo azotaban por las dudas, por si algo merecía castigo, ya le
pegaban por adelantado...
Juanito pensaba en su casa, en sus hermanos, en
el látigo de la mamá, el que llevaba colgado en la cintura para criar a sus ocho
hijos. Pensaba en la habilidad de su padre para trabajar duro en la herrería y
con esos dedos gruesos tocar finamente la guitarra. Pensaba en esos vinos que
compartía con los amigos y luego, borracho, azotaba a sus hijos y a su
esposa...
Pero eran castigos auténticos, de su propio
hogar..., no de esos desconocidos que lo explotaban y lo trataban muy mal, todo
porque lo habían prestado para pagar unos favores...
Estaba tan cansado, que no tenía fuerzas para
extrañar su cama, su familia, sus cosas.
Algo comió esa noche, era nuevamente pan con
carne hervida y un poco de queso; no lo dejaban entrar a la casa porque podía
ensuciarla, por eso comía afuera y dormía en el galpón, cerca de las ovejas...,
¡tenía que cuidarlas!...
A la mañana bien temprano lo despertaron gritos
y azotes: ¡Cochino!... ¡Chancho! ¡Ordinario!. Otra vez te hiciste pis encima,
por eso andas con ese olor; ¡sucio!...
Era muy niño y no tenía fuerzas para explicar
que durante la noche pasaba tanto frío que no controlaba su propia orina; además
temía ser castigado de nuevo.
Muchas veces, abrigado por el sol de la tarde,
se relajaba tanto que lo vencía el sueño. Al despertar, encontraba muy pocas
ovejas en el rebaño y, con desesperación corría para hacerlas volver, ya estaba
contento por la recuperación cuando veía que nuevamente le faltaba alguna...
Los
hombres grandes lo hacían regresar al campo de pastoreo para buscar a las que
se habían perdido; debía hacerlo rápido, antes de que llegara la oscuridad
total de la noche y se convirtieran en comida para los pumas...
Sabía que no juntaba a todas las perdidas, pero
cumplía con traer algunas.
Después de comer algo que le alcanzaban,
caminaba hasta sus cueros para dormirse entre sollozos, soportando el frío y el
temor a los castigos que lo esperaban, simplemente por tener nada más que ocho
años...
La noche profunda lo cubrió con su silencio y le
permitió escuchar sus propios latidos... Soñó con estrellas lejanas, con
pétalos de flores, con sonrisas luminosas y hasta con palabras amables...
Se despertó a la mañana muy temprano como
siempre, entre gritos, golpes y la sensación húmeda de su orina... Pero ya no
le importaba, había dormido muy bien y sintió que ya no sufría; bebió
rápidamente su taza de té caliente y engulló las galletas duras; salió decidido
a realizar sus tareas, algo había sucedido en su interior que le permitía
rebelarse...
Mientras avanzaba el sol de la mañana, juanito
miró hacia atrás muchas veces; se alejaba cada vez más del rebaño, de sus
obligaciones y de ese infierno...
Se desplazó sigilosamente por detrás de una de
las lomas cubiertas de vegetación y, decididamente comenzó a correr, correr y
correr en una misma dirección...
En los primeros minutos solo pensaba en alejarse
rápidamente de allí, después aminoró la marcha para recuperar algo de oxígeno,
pero seguía avanzando y avanzando... Sabía que si lo perseguían a caballo lo
alcanzarían con facilidad, por eso debía alejarse rápidamente... Su estatura
baja lo favorecía, podía esconderse entre los matorrales o bajo los viñedos...
Era más cómodo el camino de los carros, pero prefirió el más seguro...
Corría y corría en una misma dirección...
Escapando de aquello, aunque sabía que lo esperaban más castigos, pero no
importaba, eran los latigazos de su familia, de su nido, eran llenos de amor,
como solía decir su madre.
Saltó como para reconocer el paisaje y se
encontró con extensas plantaciones de maíz, corrió y corrió otros minutos y...
más plantaciones de maíz...
Reconoció un lugar como buen escondite y se
detuvo a descansar; pensaba en el cariño de sus hermanas mayores y en los
juegos divertidos con Gastón, el menor de la familia, que seguramente lo estaba
extrañando mucho.
Decidió seguir corriendo, tratando de conservar
una misma dirección y saltaba otra vez y, más plantaciones de maíz... Él sentía
que debía continuar corriendo en esa dirección..., más plantaciones de maíz...
Se acercó a un pequeño arroyo para beber
abundante agua, mojó su pelo, su cara, lavó sus lágrimas y se sentó
pensativo...
Escuchó ladridos y relinchos lejanos, sintió que
la brisa secaba su piel y vio las nubes que se movían en lo alto; todavía
faltaba bastante para que caiga otra noche; sintió que tenía tiempo.
Veía aletear algunas mariposas y pensó en
correrlas, tomarlas entre sus dedos y llevarlas a su hermanito, pero prefirió
dejarlas que disfruten de su colorida libertad.
Se incorporó y reinició la marcha, ya avanzaba
sin temores; le pareció conocer el camino y eso lo tranquilizaba, le hacía
sonreír, sentía que estaba llegando y la emoción lo agitaba. Reconoció terrenos
y las primeras construcciones vecinas, cada granja con los sonidos típicos del
anochecer, los árboles frutales y los perros que lo recibían alborotados.
Entró a casa y encontró a su mamá, que lo
abrazó; lo abrazaba porque hacía varios días que no lo veía...
Lo acarició preguntando: ¿qué sucedió hijito?...
Explicó lo mal que lo trataban por allá, que no
lo soportó más y abandonó todo; pedía perdón por haberse escapado, mientras sus
ojos azules continuaban lagrimeando...
Ella lo abrazó, con mucha ternura, le decía que
seguramente su padre lo azotaría al verlo.
Pero el hombre llegó y, antes de que levante su
mano debió escuchar a su esposa, que con voz firme y dispuesta a enfrentarlo,
habló de los castigos injustos y desmedidos que su niño había recibido en esos
días; del hambre, del frío, del sueño, de la orina. Entonces bajó su mano y se
sentó pensativo.
Juanito
no olvidaría nunca esa noche, porque vio que su madre dejaba de ser sometida y
adoptaba, por fin, actitud de mujer guerrera.
Se acostó en su propia cama con el estómago
satisfecho de buena comida y sin sufrir los dolores de ningún golpe; le extrañó
porque no era noche de San Juan, único día del año en que no recibía castigo
físico.
No recuerda si volvió a ver alguna vez a esos
amigos de su padre; no lo recuerda porque pasaron ochenta años.
Todavía
no entiende por qué su propio padre lo prestaba. Tan solo para quedar bien con
esa gente...
Después de un emotivo silencio, le dijimos: “no
te preocupes papá”. “Tus seis hijos te escuchamos atentamente, nos gusta saber
todo lo que sucedió en tu pasado”. “Contanos más historias...”. “Sabemos que
también viviste alegrías...”.
Esbozando una sonrisa, miraba el piso, movía su
cabeza como queriendo negar algo y repetía: “Yo no prestaría a un hijo, no...
no lo prestaría...”.
Autor: Mario Gastón Isla. Bariloche, Argentina.