La madre sin hijos.

 

     Mi padre se moría todos los lunes. Era algo matemático: no fallaba nunca. A medida que las agujas del reloj se acercaban a la hora de irse a trabajar el corazón se le desbocaba de tal forma que para que no se le escapara del pecho tenía que quedarse en la cama. Mi madre se asustaba tanto al verlo que corría a llamar al médico y el médico siempre le recetaba lo mismo: cinco días de reposo absoluto, ni uno más ni uno menos. Cualquier alteración del tratamiento agravaba su estado con crisis que sufría mi madre al vomitar sobre ella gritos de insultos, maldiciones, amenazas, golpes en el catre, y si dudaba de sus dolores, en su cuerpo. Esto sucedió pocas veces, lo normal era que mi madre se compadeciera de él, y para aliviar su sufrimiento, procuraba no interrumpir el tratamiento. Para esto convertía la casa en un convento de clausura donde solo podíamos hablar por señas  para no hacer ruido. Menos mal que el viernes empezaba a mejorar repentinamente y a media tarde, bien comido, bien aseado y bien vestido, salía de casa y podíamos vivir con normalidad  hasta el domingo por la noche que volvía tan destrozado que tenía que ayudar a mi madre a desnudarlo y meterlo en la cama para otros cinco días.

     Tan severos eran los síncopes de mi padre que mi madre llegó a temerse que todos fueran el último, y en cuanto consiguió ahorrar un dinero compró una pieza de tela negra y nos hizo un vestido para cada una de mis hermanas pequeñas, para ella y para mí, no quería que nos pillara la muerte sin luto para ponernos. ¿Qué diría la gente?

La talla moral de las familias se medía en el pueblo con el metro del luto: cuanto más riguroso era el luto, más se sentía la pérdida del familiar, cuantos más años de luto, más se quería al difunto, y Dios te librara de poner los pies en la calle sin expresar estos sentimientos.

     Nos hizo los vestidos ella misma, por las noches, mientras mi padre dormía el síncope; no le habría hecho ninguna gracia el despilfarro y justo es darle la razón. Fueron muchas horas de trabajo y mucho dinero gastado en balde. Como estábamos en edad de crecer y la muerte de un padre había que sentirla muchos años, decidió meterles mucha tela en las costuras y en la vastilla, para ir sacándoles a medida de las necesidades.

     Comprobar si los vestidos nos valían cada año acabó convirtiéndose en un ritual. En cuanto llegaba la primavera, mi madre sacaba los vestidos del armario, nos los probaba, hacía los arreglos pertinentes, y volvía a guardarlos hasta que tuviera que ir a pedirle al cura que tocara las campanas en señal de duelo.

     Lo peor fue que uno de aquellos lunes mi madre fue a llamar al médico y se desmayó a la puerta de su casa. Ante la imposibilidad de volverla en sí, él mismo la trajo en su coche al hospital. Nos la llevaron el miércoles en un ataúd y fue la única que no pudo estrenarlo. Mi padre, en plena crisis, no pudo despedirla. Pasó el duelo en la cama con el médico a la cabecera para calmarle los dolores que lo despertaban entre gritos de desesperación en cuanto se retiraba. Un año llevaba yo de novia con Ramiro y me consoló con una promesa: casarnos aunque fuera en tiempo de luto, y desgranó las razones con las que convencería al cura para que nos echara la bendición: mi madre ya no podía trabajar para mantenernos, sus amas, porque solo tenía 17 años, no pondrían en mis manos los barreños de ropa que ella les lavaba y planchaba; mi padre, con la pena, ya no tendría mejora ni los fines de semana, y aunque solo fuera por las gemelas que solo tenían 10 años, el cura nos perdonaría el pecado de casarnos sin pasar los tres años de luto obligatorio.

     Aunque a excepción del médico nadie daba un cuarto por su vida, el viernes, a la hora de costumbre, mi padre salió de la cama como un geranio. El cura lo esperaba con un papel que firmó sin decir ni pío en cuanto leyó el asunto. A la mañana siguiente, estando las tres solas en casa, nos sorprendió que llegara el cura en su coche. Dijo que teníamos que venir con él a la ciudad, por algo muy importante y bueno para nosotras.

     Nos sentamos las tres en el asiento trasero, yo en el medio, ellas una a cada lado, tan pegadas a mí que parecíamos una sola. Todo me parecía raro, pero no me atreví a preguntar, solo me habían enseñado a obedecer, a estar de acuerdo con todo, a decir siempre amén, sobre todo a cuanto venía del cura que era el primer cristiano del pueblo.

     Detuvo el coche a la puerta de lo que entonces era el orfanato. La monja directora nos recibió con los brazos abiertos y prometió a las mellizas estudios además de cama y comida. Eran tan listas que era una pena que tuvieran que colgar los libros al cumplir los catorce años y salir de la escuela del pueblo. Según el cura yo tenía que volver a casa con él. Ya era una mujercita y tenía que cuidar a mi padre, que bastante desgracia tenía el pobre con su enfermedad. Las mellizas se abrazaron a mis piernas y rompieron a llorar. Fue entonces cuando me sorprendí a mí misma protegiéndolas entre mis brazos y sin soltar una lágrima deshice el nudo del lazo que me ataba a mi padre y dejé de ser hija para ser madre, la madre de mis hermanas pequeñas, de las que me necesitaban tanto como yo a ellas. Todavía no sé cómo pude crecer tanto en un momento para volverme al cura y espetarle sin más:

     —Ya puede marcharse. Yo también soy huérfana y quiero quedarme en el orfanato. Solo le pido un favor: que le diga a Ramiro que venga a verme cuando pueda, tengo que hablar con él.

     Pero debió darle en la nariz que el asunto era de amores, y como con los novios solo se podía pecar y su misión no era otra que la de salvar almas del infierno, se calló el muy lagarto y no le dijo ni pío porque todavía no ha venido, pero me quiere todavía, claro que me quiere, me quiere y me espera para cumplir su promesa, tan segura estoy de ello que ahora que mis hijas ya no me necesitan, que a fuerza de sacrificios conseguí que estudiaran, que trabajen, y ya tienen su propia familia, me estoy planteando el ir a buscarlo. Solo me frena una cosa: ¿Qué dirán en el pueblo de mí? Mi madre tenía tanto

Miedo al qué dirán que me lo contagió de forma involuntaria.

 

Autora: María Jesús Sánchez Oliva. Salamanca, España

mjs       anchezoliva@gmail.com

 

 

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