Esta
historia que van a leer no es producto de la imaginación, que su criterio sea
quien le dé veracidad o no a mi relato.
Lo QUE CONTARÉ sucedió en casa de la abuela.
Siempre pasábamos las vacaciones en casa de nuestra
nana, donde nos esperaba un gran recipiente de palomitas de maíz.
La
abuela simulaba que nos encontrábamos en la sala de un cine, apagaba la
bombilla eléctrica y encendía la tele para que viéramos nuestras películas
favoritas.
Una
luz tenue permitía vernos solamente los ojos, grandes como platos, atentos a la
magia que la abuela hacía con sus gestos y manos.
Éramos
cinco nietos, todos en pijama, nuestra abuela siempre disfrutó al tenernos en
su casa los fines de semana y las vacaciones de verano para contarnos
historias, leyendas que a ella le contaron sus padres cuando niña.
La
abuela nos arropaba con viejas lanillas rasposas de lana color oscuro heredadas
por su bisabuela.
Dejaba
encendido un foquito nocturno para que pudiéramos orientarnos mientras
esperábamos el momento en el que la abuela empezaría su actuación.
Así
sucedió; esa noche la madre de mi madre, una vez terminada la peli, dijo; ha
llegado el momento, fingiendo una voz de ultra tumba.
Todos
gritamos, nos metimos bajo las mantas antiguas en espera de que la abue
comenzara el nuevo relato, seguramente se había preparado para narrarnos una
historia espeluznante que nos asustara al extremo.
Aunque
suene increíble, muchas veces la abuela inventaba las historias, tenía una
imaginación prodigiosa, tan creativa que era capaz de congelarle la respiración
a cualquiera.
Modulaba la voz, hacía ruidos extraños con los
dientes, respiraba con agitación, improvisaba de manera apasionada, de tal
forma que nos transportaba a un mundo de fantasía donde todo puede suceder. Un
universo de personajes, colores, texturas y aromas con los que jugaba y
ambientaba el gran momento.
Una
de esas noches la abuela se encontraba cansada por los quehaceres del día,
quedándose dormida antes de comenzar el relato. Mi prima mayor Lorena, la
cubrió con una de sus mantas raras que raspaban la piel, pero que nos quitaba
el frío durante la noche.
¿Y
ahora qué hacemos? -dijo Lorena, yo aún no tengo sueño.
En
el instante en que pensaban qué hacer mientras la abuela despertaba, de repente
se escuchó un ruido extraño en el cuarto de baño que se hallaba a unos pasos de
la sala. ¿Qué fue eso? -preguntó Diana, la prima menor, cubriéndose la cara con
las manos.
Se
oyen como risas, dijo Pablo, que se puso de pie, y con valentía se dirigió hacia
donde se oían las risitas. Se necesitaron escasos segundos para que Pablo
regresara a la sala pálido, transparente como un fantasma de esos que la abuela
describía cuando nos asustaba.
De
pronto Pablo lanzó un grito ahogado que despertó a la nani, preguntando
adormilada ¿Qué sucede? ¿Por qué esos gritos? Pablo contestó tartamudeando,
unos duendecillos se encuentran en el lavabo del baño, se resbalan y se bañan
con la gotera, son morados con gorritos puntiagudos, están pequeñitos, tengo
miedo abue. Tranquilos, dijo la abuelita, iré a ver, no se asusten, los duendes
solo existen en los cuentos y en la imaginación.
La
abuelita se acercó al cuarto de baño sin dar crédito a lo que sus ojos veían,
aproximadamente una docena de pequeñas criaturas moradas se divertían usando el
lavabo como resbaladilla y la gotera del grifo como regadera. Se reían, se
empujaban unos a otros hacia el agua, tan divertidos se encontraban que no
descubrieron que eran observados.
La
abuelita se restregó los ojos una y otra vez, los abría y cerraba pensando que
aún se encontraba adormilada.
Hasta
que se convenció que aquello era tan real como que sus cinco nietos estaban con
ella.
Reponiéndose
del impacto, cerró la puerta del baño y recuperándose dijo a sus nietos: no
pasa nada, tal vez Pablo está cansado, ven hijito, te cubriré con tu cobija, ya
verán como un delicioso té nos reconforta a todos; a veces el frío nos hace ver
cosas que no existen, les traeré a todos una sabrosa infusión de tila con miel
de abejas para que duerman como bebés.
La
anciana se dirigió a la cocina pensando que si Pablo, su nieto mayor, relajado
y maduro, vio toda aquella fiesta en el lavabo, eso no fue solo imaginación, ya
que ella también lo pudo ver.
Pasaron muchos años para que se descubriera la verdad; la abuela
dejó a sus hijas una carta póstuma para contarles lo ocurrido... Hijas mías,
los duendes sí existen, mi nieto Pablo y yo fuimos testigos aquella noche de
verano que nunca olvidé.
Su madre que las ama, la abuela.
Autora: Alba Miranda Villavicencio. Ensenada,
Baja California, México.