Inclusión por la palabra.

 

Al iniciar la lectura de un texto bíblico suele pronunciarse una oración que en uno de sus párrafos dice: “la palabra es una espada de doble filo, que hiere y que sana.”Estoy persuadida de que en su acepción profana también podemos afirmar ese y muchos otros antónimos: no sólo hiere y sana, la palabra también otorga alegrías y tristezas, convoca la belleza inasible del oleaje y la quietud de la planicie pampeana en la siesta de enero. Es que la palabra nombra, atribuye, devela. Esas tres funciones son fundamentales para todo humano; pero creo que el nombrar es la más hermosa y viva, la más tierna y sangrante, la que más hiere y la que más sana. Cuando en la familia se espera un niño se le busca un nombre: ese nombre le confiere una existencia más cierta, más real en el entorno: hace que lo imaginemos y comencemos a amarlo con mayor certidumbre. ¿Qué tiene que ver esto con la inclusión? Pues, me parece que tiene mucho que ver. Tal vez se trate de una apreciación algo personal. En mi percepción del mundo, en mi incardinación en el mundo, la palabra es fundamental desde las dos vertientes en las que se nutre, precisamente, ese mundo que es intransferiblemente mío y por eso, susceptible de ser compartido con quienes participen conmigo de esa maravilla que es la vida expresada en nombres, en atributos, en conceptos y en impresiones, en fin, en palabras.

 Y, en lo que atañe al otro universo, ese en el que también cabalgo, el de lo leído, cada novela, cada poema, cada ensayo y cada cuento me incluyó también. ¿Cómo?... Haciéndome gozar de la belleza que no me está vedada por no ver; haciéndome intuir, aunque con dolor, un sano y enriquecedor dolor que viene de saber que hay realidades que no podemos alcanzar, pero que existen y que es bueno que otros las conozcan. Alguien, tal vez Borges, dijo que: “vivimos una vida viviendo y muchas otras vidas leyendo... Cabe una pregunta: ¿la palabra siempre es inclusiva?... No, claro que no lo es siempre. Hay, todos lamentablemente las hemos oído, palabras que nombran de manera... ¿Cómo decirlo? De manera expulsiva. Recuerdo que cuando era pequeña, demasiado niña para saber cabalmente que no veía, no me sentía molesta cuando le preguntaban a mi madre ¿la nena tiene algún problema de vista? O ¿la nena no ve? Sabía que alguna cosa pasaba, pero eso no me afectaba demasiado, en cambio, cuando preguntaban: ¿la nena es cieguita? Sentía que yo era algo malo, algo feo, algo que ni yo ni nadie quería.

 Mis hijos me han comentado que nunca les molestó que les preguntaran si su mamá era ciega, pero que, se enojaban mucho si les preguntaban si era “cieguita”. Mi hija me contó que en una ocasión le dijo a alguien que su mamá era una persona grande; que no veía, que era ciega. El diminutivo con el que se pretende hacer más chiquitita, menos dolorosa una realidad, sólo logra empequeñecer a la persona que con ese diminutivo se designa. Uno de los chicos de la escuela, inteligente como pocos, en una ocasión en la que una señora, muy experta en educación, le gritó en la oreja: “oiga mijito, ¿usted es cieguito? No, -le respondió Cirilo-, (me complace nombrarlo porque así lo rememoro más vívidamente). “No, pero si usted es sordita, yo puedo hablarle más fuerte”.

 Por lo demás, la pregunta hecha con el diminutivo en cuestión, casi siempre se le formula a quien nos acompaña. Más de una vez mis amigas o mi esposo han contestado, “no sé, pregúntele a ella”... Y es que, la palabra que no se le dirige a la persona ciega, esa que inquiere por ella ante quien la acompaña, es una palabra negada, una pregunta que le está destinada y que no se le da ocasión de responder.

En mi comunicación anterior con ustedes, mis audaces y pacientes lectores, entre las que denominé “Acuarelas de inclusión”, hablé de Liliana Bodoc, la entrañable amiga que acababa de cambiar de estado, de ser en su obra presencia indubitable y en su existir corpóreo un naufragio de ausencia. Por eso, hoy he querido referirme a la palabra en su carnalidad cotidiana y en su trasmutación en la literatura. Es que al hablar de Liliana Bodoc, la escritora, no puedo dejar de experimentar una nostálgica ternura por su palabra de mujer cálida e íntegra. Para mí, en su mundo de afectos, llamándome “prima”, quedará allí, donde ella lo puso: el ámbito de los afectos y será un recuerdo tibio como un mate en mi memoria. Y de algún modo para ustedes, el modo en el que me incluyó, sí, “incluyó” entre vocablos con los que alguien nos incorpora a su cofre de nombres, son lo que somos para quien nos designa y acaso sean también, lo que queremos o lo que no queremos ser. Si a un niño de tres o cuatro años le llamamos “bebé”, se molestará porque él no se siente bebé; si a una señora de cierta edad le decimos “abuela”, puede que también se moleste, porque ella no se siente tan mayor como para que se la llame así. Estas acotaciones nos están indicando que, por medio de su encarnadura, la palabra acoge o incomoda a quien se dirige. Naturalmente nos estamos refiriendo aquí al nombre, al mero y simple nombre, pero hay más, hay mucho más: hemos consignado que la palabra no sólo nombra, sino que devela. En verdad, esta “develación” por el nombre no es otra cosa que la repercusión que ese nombre tiene en el entorno.

Trabajando con un grupo de madres de niños ciegos, algunos afectados por otras dolencias, además de la ceguera, descubrí que el modo en el que se les había dado el diagnóstico de su hijo las había marcado muy en lo hondo; que había develado para ellas un camino de lucha y de posibilidades, o un tortuoso camino de una lucha inútil que las conduciría inevitablemente al fracaso. Frases como: “no hay nada que hacer”, o “la ciencia llegó hasta aquí y usted tiene que resignarse”, prefiguraron un mapa de la derrota. Frases como: “no va a ver nunca, pero eso no indica que no vaya a ser feliz”, o “si bien no hay modo de curación, sí lo hay de educación”, trazaron el mapa de la convicción esperanzada.

Ocurre que la palabra positiva, esa que incluye, connota la disposición de una acción beneficiosa y solidaria de quien la pronuncia; mientras que la otra, esa que minimiza o clausura, denota la inconfesable decisión de no apoyar, de no intervenir en favor de la o de las personas con las que se está relacionando. He hecho mención a los dos universos en los que me encuentro con la palabra, el vivencial, que es el idioma de mi cotidianidad y el literario, que es el idioma en el que hago mías realidades que también por la palabra me incluyen. Somos responsables de las palabras que emitimos; no lo somos de las que oímos, ni de las que leemos, esto es indubitable, pero es bueno que reflexionemos acerca del poder de la voz que habla, de la voz que se expresa frente a nosotros o a través de un texto escrito. Querría que quedase en claro que no me parece que haya que exigirle a un escritor, sobre todo si lo es de ficción, que se ocupe de que su palabra sea inclusiva. Sin embargo, a medida que comprendemos una realidad develada por la literatura, nos hacemos más capaces de advertir que hay otras realidades, además de la que conocemos y, ese hecho nos tiene que enriquecer; si bien, como acabamos de decir, la inclusión por la palabra no es un propósito que deba, por decirlo de algún modo, “formatear” un texto, es innegable que un verdadero escritor contribuirá a favorecerla, porque su palabra no se queda en el nombrar, al mostrar una realidad nos obliga a tomar posición y, en esa toma de posición, los personajes que la constituyen atraen nuestra simpatía o nuestra animosidad; y esta simpatía tendrá que ver con su capacidad inclusiva, tanto como nuestra animosidad tendrá que ver con su sino expulsivo. Es bueno en este punto recurrir a algunos ejemplos. Entre esos ejemplos, sin duda, el que más violenta y abruptamente nos asalta es el de Fernando Vidal, personaje central de “Sobre héroes y tumbas”, la magistral novela de Ernesto Sabato: el personaje, un ser que por alucinado y delirante parece y, acaso lo sea, perverso, se imagina que una logia de ciegos domina el mundo y lo persigue, lo acosa y lo atormenta. En principio, la lectura del “informe sobre ciegos”, que es el tercer capítulo de la novela y que lamentablemente fue publicado como un fascículo separado por la editorial, tiene para una persona inadvertida un marcado carácter de “expulsión” respecto de los ciegos. Y, hablo por mí, en principio tiene para las personas ciegas el rango de un decreto de condena y de aislamiento. Ni en su novela anterior, “El túnel”, ni en la posterior y última de su obra, “Abadón el exterminador”, se produce la derogación de ese terrible decreto. Sin embargo, ningún rechazo experimentaba contra las personas ciegas el autor de tan expulsiva trilogía de novelas. En infinidad de entrevistas y de reportajes se le preguntó por el tema; hasta se intentó relacionar su cosmovisión sobre los ciegos con la ceguera de Jorge Luis Borges. Recuerdo su sorprendida expresión cuando se le preguntó acerca de esa posible relación: “¡qué disparate!”. Ninguna persona ciega tiene porqué sentirse agraviada por la obra de un escritor que tomó la ceguera no como una realidad en sí misma, sino como la demonizada realidad, más bien como la deformada, tumefacta y monstruosa realidad que se despliega en la mente de un ser enajenado de sí, dolorosamente desamparado en su inequívoca crueldad. Y no obstante todo cuanto sabemos, todo cuanto hoy podemos conocer acerca de la dimensión literaria de este argentino bondadoso y lúcido, lleno de coraje y de generosidad, es innegable que en su momento, el rechazo y la incomprensión hirieron a muchas personas ciegas y se hicieron carne en muchos lectores, que vieron surgir del llamado “mundo de los ciegos”, un hálito demoníaco y cruel. No he traído este ejemplo para discutir acerca de la intencionalidad del escritor, lo he traído a colación para que se confirme el papel irrefutable de la palabra en lo que respecta a la inclusión o a la no inclusión. ¿Empero, podemos hacer algo para mitigar las consecuencias adversas de la palabra? Sí, claro que podemos. En el caso de la obra de don Ernesto Sabato, lo que podemos hacer es leer sus novelas sin prejuicios, intentar comprender que cuanto sucede es una realidad trasmutada por personajes sufrientes por los fantasmas que los atribulan, desde una imaginación enfebrecida. Al menos en mi caso, la sensación de expulsión por ser ciega, se transformó en una inmensa piedad por el dolor de seres atribulados por sus temores y por su angustia: me refiero a Juan Pablo Castel, a Fernando Vidal y al propio Sabato, que aparece como emanado de sí mismo en su última novela. Este ejemplo es notorio y se ha fijado en él la atención de infinidad de lectores, pero existen, dispersos en el mundo de la ficción, un incalculable número de ciegos que ocupan en la trama lugares importantes o secundarios; es interesante observar su rol. En ese rol confluyen casi siempre, los tipos de ciego que la sociedad ha ido acuñando, los prejuicios (a veces ya superados), y la capacidad del escritor para mostrar una realidad que puede parecernos más o menos creíble. Me impactan esos personajes ciegos que están por allí, como quien dice sin pena ni gloria, pero que denotan una imagen social que tarda en cambiar. Para no aburrirlos, mencionaré sólo alguna de esas, ¿cómo denominarlas?... Las denominaremos “estampas”, a falta de un vocablo que en este momento no se me ocurre y que ciertamente resultaría más adecuado. “el ciego continuaba tocando la trompeta a las cinco de la mañana como si fueran las tres de la tarde”..., esta referencia se encuentra en “Arráncame la vida”, de la escritora mejicana Ángeles Mastretta. En “El héroe más discreto”, del célebre peruano Mario Vargas Llosa, aparece en una esquina, no recuerdo si tocando un instrumento o vendiendo algo, “el ciego Lucindo”, como una imagen callejera que es casi una postal de esa, como de otras muchas ciudades. En “Al este del paraíso”, de Steimbeck, aparece en un burdel un pianista ciego, a quien llaman “ojos de algodón”. En este último ejemplo, aparece la palabra expulsiva y denigrante. Sólo que, el personaje ciego no carece de dignidad, mientras que el personaje que parece denigrarlo ha despertado ya en nosotros esa animosidad de la que hablábamos y que, en definitiva, contribuye a acercarnos al ciego que parecía expulsar. Es en razón de que estamos dentro de una revista marcadamente orientada hacia la problemática de la discapacidad visual, que he tomado ejemplos en los que aparecen personajes ciegos, pero son muchos los personajes con una carga simbólica que viven en la literatura configurando, acaso sin que el escritor se lo proponga, impresiones que a veces ayudan y a veces estorban en el camino de la inclusión. Es el caso de “los negros”, “los judíos”, los “homosexuales”, es el caso de tantos otros tipos sociales que aborda la literatura. Desde luego que no pretendo hacer una exégesis de la fuerza de la palabra en el universo de lo escrito; sólo intento que reflexionemos, cuando seamos lectores, sobre la importancia de leer con la mente abierta y con el corazón dispuesto a comprender y a acoger a los personajes más desfavorecidos por la realidad ficcional: ¿Qué para que sirve eso?... Creo que sirve para que, en nuestra cotidianidad existencial, sepamos también comprender y acoger con bondad y simpatía a quienes voluntaria o involuntariamente sean “expulsados por la palabra”, la palabra que hiere y                   que sana. Tal vez, con o sin fe, deberíamos pedir siempre que nuestra voz sea salvífica, que nuestra palabra sea sanadora y que, cuanto nos sea dado poder decir o escribir, contribuya aunque sea en una ínfima medida a sentirnos y hacer sentir a otros verdaderamente incluidos en el polifacético y mutante mundo del que somos parte, aliento y carne.

 

Autora: Lic. Margarita Vadell. Mendoza, Argentina.

margaritavadell@gmail.com

 

 

 

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