Creo en
Angelitos.
Hoy
me he levantado de muy buen humor. No me duele nada; nada me incomoda; nada me
abruma.
He
organizado mi jornada de la forma habitual y me dispongo a salir a la calle
para cumplir algunos encargos.
Vivo
en una ciudad populosa, pero mi zona de desplazamientos me resulta bastante
tranquila en cuanto me es bien conocida.
Dejo
el ascensor en la planta baja de mi casa y el conserje me avisa de unas obras
que han comenzado en uno de los pisos. El suelo está cubierto de cartones para
no mancharlo excesivamente.
Sé
que a los obreros les ha advertido de mi presencia como invidente, para que
tengan cuidado en no dejarse material que pueda obstruir el paso.
En
el primer semáforo, alguien me cruza cuando se pone verde, porque no suena.
Camino
en dirección al paseo y otra persona me advierte de la presencia de un cubo de
basura en medio de la acera.
Otro
cruce, éste de mayor anchura. La señal sonora me advierte de que puedo pasar,
pero un coche se ha quedado en mitad. Un extranjero me lo evita y me salva de
la contingencia.
Voy
en dirección al banco y me avisan de una escalera sin dueño, que está en medio
de la acera.
Me
habría golpeado con ella si el bastón no la hubiera detectado.
Comienzan
a caer gotas. El ruido de los coches es cada vez mayor.
La
gente se desplaza más aprisa.
Yo
golpeteo el pavimento con el bastón, tratando de asegurar la distancia con la
pared y detectar posibles obstáculos.
En
el cruce anterior a la oficina bancaria, una chica me ayuda cubriéndome con su
paraguas.
Cuando
entro en el establecimiento, alguien me indica la fila y me deja pasar a la
ventanilla.
Luego
la mujer que me ha atendido me acompaña hasta la salida.
Debo
de comprar algo en la frutería. La dependienta me abre la puerta y me dará el
aviso cuando le toque despacharme.
En
la carnicería, el dependiente me entrega la compra y me acompaña hasta la
calle, porque hay un par de escaleras.
En
fin; estamos de vuelta y la lluvia parece respetarme. No obstante, el conserje,
que me ha visto llegar, mantiene el portal abierto para que no me moje más.
Ya
estoy en casa y el cartero llama a la puerta. Me ha subido unos libros de los
habituales. Hasta me lee el título que aparece en ellos.
En
la radio está sonando la canción del grupo “ABBA”, que traducida al español,
afirma en su estribillo:
Creo
en angelitos
que
me cuidan siempre de caer
Creo
en angelitos,
Que
la vida linda me hacen ver….
Hace
algunos meses se me ocurrió anotar todas estas ayudas personales que recibo en
mis desplazamientos.
No
me planteo escribir un ensayo, ni realizar un concienzudo estudio valorando los
datos apuntados.
Sospecho
yo que no se trata de diferenciar entre unas y otras personas, ni si me llevan
del brazo en la forma más adecuada, ni si unas caminan más pendientes del móvil
que de evitar nuestro bastón cuando lo tienen de frente.
Se
trata de destacar la respuesta desinteresada de tantas personas, conocidos o
no, con las que compartimos los espacios urbanos.
Este
ejercicio diario puede resultar un bálsamo de optimismo destacando aspectos
positivos de la vida.
Yo
no tengo resto de visión y, por tanto, sólo dispongo de la voz, añadida a la
posible palmadita, la sonrisa, la palabra dicha en uno u otro modo, para
reconocer a todos estos ángeles.
Ellos
se dirigen a mí porque intuyen que preciso respuesta a una necesidad.
La
calle no parece preparada para ser transitada por nosotros los ciegos, con la
seguridad apropiada. Y ellos así lo entienden.
A
mí me corresponde ser comprensivo con su forma de actuar, tolerante con sus modos
y agradecido, siempre agradecido por su inestimable cooperación
Yo
creo en la existencia de los ángeles. Es más, creo en su necesidad absoluta
para continuar pensando que hay mucha gente buena.
Todos
estos favores no me los aporta el azar, son manifestaciones de ese Ángel de
A
mi ángel de la guarda
Si
yo no fuese brizna de hojarasca,
Una
mota de polvo del camino,
Una
retama seca en el erial.
Si
no fuera un fugaz chisporroteo
De
una extinguida llama, una pavesa,
Un
gemido allá en la lejanía…
¿A
quién confesaría mi soberbia
De
presentar etéreo y esquivo,
Tu
alado ser, tan protector y excelso?
¿Adónde
marcharía, bajo el peso
De
no sentir tu manto acogedor,
Tu
abrazo amoroso y fraternal?
Yo
creo en ti. Caminas a mi lado;
Sorteas
los abrojos, los espinos;
Me
salvas de las sendas pantanosas;
Me
llevas en tu vuelo, yo extasiado.
Vigía
fiel, atento, silencioso,
Cual
álamo al borde del sendero,
Como
el faro que alegra e ilumina
Mi
alma en tempestades y extravío.
Si
no fuera yo astilla de un armario,
Hilacha
de andrajosas vestiduras,
Un
poso del café de madrugada,
Jamás
sabría al fin reconocerte
Velándome
en el sueño de la noche.
Tu
voz, como un susurro, un suspiro
Para
mi oído un tanto adormilado,
A
veces una queja así inaudible.
Tú
siempre, en los momentos más amargos,
Sereno,
aliviando mi zozobra.
Y
yo tan frágil, deslustrada esquirla,
Guijarro
que por la pendiente rueda
Sin
freno, sin andanza, sin vereda
Por
donde desgranar mis sentimientos.
Me
gusta conversar solo, contigo,
Aunque
se pierdan todas las palabras
Entre
el voraz tumulto de los ecos
De
sierras, engranajes, de martillos,
De
aplausos lisonjeros y zalemas.
Yo
sé que sólo suenas en el suave
Rumor
de mis solícitas veladas;
Ahí
donde lo audible se transforma
En
serenidad armónica. Fluye
Tu
voz cual misteriosa melodía
Que,
transportando mi alma a lo infinito,
Es
de un arroyo el agua cristalina.
Un
nuevo amanecer claro y florido.
¿No
me oyes, di, cuando te invoco,
Mi
voz confusa, trémula implorante,
Lo
mismo que de niño te llamaba
Apenas
balbuciente? Ángel mío,
Que
día y noche guardas y proteges
Mi
persona, en sueño o en vigilia,
Quisiera
edificarte una vivienda.
Sería
tu guardés, tu jardinero.
¿Yo
vigilar tu casa? ¿O tú la mía?
Oh
ángel de mi guarda, en ti yo creo.
No
me abandones, que me perdería.
Autor: Antonio
Martín Figueroa. Zaragoza, España.