Los Polvareda.

(Relato)

 

Hacía pocos meses que nos habíamos mudado a la calle Profesor Benielli… a esa hermosa casa de dos pisos, que jamás podría olvidar. (Hoy ya adulta, cada vez que sueño escenas familiares o comparto oníricamente con personas de mi vida actual, se representan imágenes en las ensoñaciones, en esa vivienda donde si bien fueron solo dieciséis años los habitados allí, pareciera consistieron en los más importantes de mi vida).

El alquiler de esa casa era oneroso, sin embargo el compartir gastos con mis padres, significaba para ambas familias, una solución vital y alegre.

Los tíos se acababan de casar, y corrían los años 62, en sus finales. Mis recientes cinco añitos, hacían comprender a mi mente, muchas situaciones adultas. (Los grandes hablan, sienten, sufren, comparten… en fin, viven y no toman conciencia que los niños que acompañan sus vidas, captan toda información, percibiendo los hechos del mismo modo o con la transformación adecuada a su comprensión, imaginación o estado anímico).

Los tíos se habían hecho bastante amigos de los vecinos de enfrente. Es que don Héctor Polvareda, era compañero de trabajo en la Municipalidad del tío Gringo, hermano de mi madre, y había sido él quien le avisara de esa casa en alquiler enfrente de la suya.

Su esposa, “la Coca de enfrente“, -mujer que a mi tía Olga le gustaba imitar burlándose divertida- era una mujer muy delgada, histriónica, de cabellos cortos y enrulados. Usaba faldas tableadas ajustadas en su cintura con un ancho cinturón de gran hebilla. Suéteres adheridos al cuerpo y su boca se movía llamativa con su contorneado rojo hacia varias direcciones, mientras gesticulaba con gran entusiasmo.

Ambos tenían una hija única, de mi edad. Mónica era impecable. No jugaba como nosotros, con tierra, ni corría por las veredas, ni compartía nuestro Patrón de la vereda, ni el juego a las Escondidas. Jamás tocaba o pateaba una pelota, ni jugaba al “Alto ahí”. Tampoco salía a la calle a “challar” en los carnavales. Era muy pálida de piel, con cabellos oscuros, suaves, cortos y rizados en ondas delicadas. Su muñeca lucía siempre una brillante pulserita de oro y sus guardapolvos blancos eran muy almidonados, con tablas perfectamente planchadas al igual que sus moñas. Cuando me invitaba a pasar a su dormitorio, tenía en la pared, repisas con las muñecas posadas de adorno y algunos camioncitos con sifones de soda muy chiquitos, de plástico azul y gatillitos amarillos; ubicados en el acoplado.

Mi tentativa intencional de tomar algunos juguetes, era interrumpida de inmediato por la niña quien tenía totalmente prohibido jugar con ellos. Todo quedaba quieto, como en exposición.

El piso brillaba y el patio de rojas baldosas bien lustradas, lucían macetones con siete Hortensias muy grandes. Las flores de esas plantas, tan robustas, llamaban mi atención demasiado. La Coca se acercó y me avisó no tocara ninguna hoja. Me enseñó su nombre y la superstición que incluían. Me preguntó si sabía contar, pues todavía no iba a la escuela. Le dije que ya había aprendido a hacerlo hasta el número cien. Entonces me explicó que si yo deseaba en un futuro poseerlas, estaría obligada a respetar las consignas: “Se debía tenerlas en número de siete en cantidad, pues de lo contrario, la niña de la casa no se casaría nunca más”.

Los Polvareda, poseían un aparato de televisión. Los sábados invitaban a mis tíos a ver tele y a comer una picadita con cerveza. De tanto en tanto, también invitaban a mis padres. Todos eran jóvenes, como de unos 29 o treinta años. El programa sabatino nocturno, y aún más pasada la medianoche, era muy atractivo para todos. Solían dar una serie de Boris Karloff. En estas series del terror, era habitual que aparecieran espíritus o fantasmas desde los espejos, como envueltos en túnicas blancas que se desplazaban sin tocar el piso por los espacios, aterrorizando a los actores en cada escena, donde cundían los gritos, las huidas y un pánico que pretendía asustar mucho al público espectador. En otras ocasiones, se sentían pasos o ruidos de cadenas que dejaba a los tres matrimonios completamente aterrados.

Jorge y yo, quedábamos durmiendo solos en casa, pues nuestros padres y tíos, estaban apenas a un paso, al cruzar la calle. No existía en esos tiempos, la costumbre de invadir las propiedades para robos u otros daños, necesitando reforzar la seguridad. Por el contrario, nos dejaban con las ventanas y las puertas del patio abiertas, al igual que la ventana y puerta de la terraza del piso superior. Tampoco mi hermano ni yo, percibíamos miedo, porque sentíamos que el hecho de que mamá nos hiciera rezar las oraciones de la noche, y dado que ambos teníamos debajo de las almohadas, libritos de misa, y muchas medallas con imágenes de María y Jesús bendecidas, significaba purísima protección. Nos hacía darles un besito a cada una y nos indicaba dormir, “soñando con los angelitos”, según la frase nocturna y habitual.

Uno de los tantos sábados ya de regreso, se encontraban los cuatro muy asustados. Mi madre, la tía Olga y el tío Gringo, habían decidido tomar un té de tilo en la cocina. Mientras mi padre, subió al dormitorio para acostarse en actitud risueña. Nuestros padres y los tíos, dormían en la planta alta de la casa y mi hermano y yo, en el garaje improvisado como dormitorio.

Mientras trataban de tranquilizarse por la emoción nerviosa que la película les había generado, sentados junto a la mesa de la cocina, oyeron al unísono de modo repentino, un aullido que provenía de la parte superior de la escalera. Se trataba de un intenso grito de terror y a la vez tipo fantasmal… ¡¡¡¡Aahahahahaaaaaaaaaahahahhahahhaaajjjj!!!

El tío Gringo quedó en actitud crispada, con las piernas levantadas en el aire desde el piso , dispuesto a salir de inmediato de la silla, con los brazos abiertos en actitud de huída ; pálido y demacrado por el horror.

Al grito desgarrador le sucedió una risa sardónica bien potente… “¡¡¡¡Jajajajajjajajajajjaja!!!”

La broma le había salido un poco cara a mi padre. El tío Gringo, estuvo una semana sin dirigirle la palabra y cuando llegaba de la oficina, abría la puerta de calle, traspasaba el comedor y se disponía a subir de inmediato las escaleras rumbo a su dormitorio para no bajar hasta la tarde, cuando decidía salir a la calle otra vez. Al menos no estaba. Regresaba posteriormente a la noche, con tal de no encontrarse con mis padres hasta esperar que la bronca de haber tenido que digerir el susto… se esfumara al fin.

 

Autora: Dra. Renée Adriana Escape. Mendoza, Argentina

rene.escape@gmail.com

 

 

                                                                                                                                                                    

Regresar.