Al salir de casa
aquella tarde Eulalia sintió que el sol de otoño la invitaba a caminar, pero al
doblar la esquina vio un taxi libre y lo detuvo, tenía cita en comisaría y no quería
que sus amigos la detuvieran en el camino como siempre que pasaba por su
librería y la obligaran a llegar tarde. Quince minutos antes de la hora
recibida por teléfono estaba sentada en la oficina del D N I. Abrió el bolso y
sacó un libro para ponerse a leer, pero sacó de entre sus páginas el carné y lo
cerró, delante sólo había un señor y ya estaba firmando. Detrás no había nadie
y por la hora que marcaba su reloj dedujo que era la última. En cuanto terminó
con el señor y le dijo adiós con tono solemne y los ojos brillantes, la
funcionaria giró la cabeza lentamente, preguntó por el número que hacía su cita
y Eulalia se sentó frente a ella.
—Buenas tardes.
—Buenas tardes.
Era una mujer de
mediana edad. No parecía un ángel caído del cielo, pero tampoco un diablo
expulsado de la tierra, era simplemente correcta, que era el mejor adorno que,
según sus amigos, podían tener los seres humanos. Eulalia dejó el carné sobre
la mesa ya despejada, la funcionaria lo examinó y tecleó el número en el
ordenador. En la pantalla aparecieron sus datos.
Había nacido en
1927. Corría el 2006. Tenía 79 años. Lo había renovado diez años antes, con 69
bien cumplidos.
—¡Qué lástima! Por
unos meses no pudieron hacérselo permanente la vez anterior, es imprescindible
haber cumplido los 70 años, pero se acabaron las renovaciones, ya puedo
hacérselo por última vez.
—¡Vaya!, ¿se
alegra usted de que ya sea vieja?
La funcionaria
abrió la boca para disculparse pero ante la sonrisa de Lali cambió de idea
automáticamente.
—¡Pues sí! ¿Para
qué la voy a engañar? Prefiero tramitar un carné permanente que anular el de un
chico de 18 años, como he tenido que hacerle al señor anterior; hace unos días
se le mató su único hijo con una moto.
Eulalia acusó su
tristeza y ella se superó para animarla.
—Pero tampoco
tiene que ofenderse por eso. Yo no la he llamado vieja, he dicho simplemente
que ya no tiene que perder ni tiempo ni dinero en este papeleo, salvo que lo
pierda, claro, y esto no es para ofenderse.
—No, si yo no me
ofendo, entre otras razones porque es evidente que ya no tengo 20 años, y
presumir de joven a los 80 es tan ridículo, tan absurdo y tan inútil como
presumir de viejo a los 20, pero no crea que me importa, acaba de decirlo
usted, el mejor regalo que puede hacernos la vida es el de cumplir años. Por lo
tanto, está claro: la vejez no es otra cosa que el certificado de que se han
cumplido, algo que sólo puede disgustarle a quien no los haya vivido, y no es
mi caso precisamente. Yo, aunque no se lo crea, he viajado por el mundo entero,
he asistido a coronaciones de reyes, a funerales de personajes ilustres, a
bodas de príncipes y princesas, he visto la tierra desde la luna y la luna
desde la tierra, me he perdido en la selva, me he encontrado en todos los
mares, he bailado con los mejores galanes, de unos me enamoré de verdad, de
otros ni de mentira, pero con todos lo pasé muy bien, sé lo que es perder y
ganar en los más afamados casinos, estudiar en las más importantes
universidades, debatir con los hombres más sabios, y he compartido millones de
horas con personas de todas las clases sociales, de todos los credos, de todas
las costumbres y de todas las culturas. Con unas he reído, con otras he
llorado, pero todas me ayudaron a crecer por dentro a medida que menguaba por
fuera. De volver a la juventud, ¿qué iba a conocer que no haya conocido ya?
Gracias a mis amigos tengo la cabeza llena de recuerdos, de conocimientos, de
vivencias… de esos juguetes con los que jugamos los mayores para entretenernos
mientras esperamos a que llegue el final.
—¿El final? ¡No
diga eso, por favor! Está usted para vivir otros 80 años.
—Bueno, tampoco
exagere. Según mis amigos una cosa es soñar para vivir, y otra vivir para
soñar. Ya tengo mis achaques, esos malditos duendes que por mucho que te resistas
te van retirando de las actividades normales con un dolor en la espalda, con
las piernas que se niegan a correr, con los brazos que por más que se estiran
no abarcan, con la ilusión de prosperar que va deshojándose como una flor en
otoño y con la imperiosa necesidad de hacer limpieza para quedarte sólo con lo
que de verdad vale. No pretenda pues ocultarme la realidad con un delicado velo
para consolarme, es ley de vida, y las leyes de la vida, queramos o no, se
cumplen a rajatabla. El único consuelo eficaz es el de mis amigos, con los que
seguiré viajando, gozando, sufriendo, aprendiendo que, por mucho que se viva,
nunca se aprende todo. ¿Por qué cree usted que quiero renovar el carné? Ayer
fui a pasar la tarde con uno de los más antiguos que estaba en la biblioteca
del barrio y me dijeron que con el carné caducado era imposible entrar.
La funcionaria no
salía de su asombro. Decididamente, aquella mujer, o había perdido la cabeza o
pretendía que la perdiera ella. Por un lado parecía que andaba sobre las nubes,
pero por el otro estaba claro que tenía los pies en la tierra; no parecía una
señora de las ricas de la ciudad, pero tampoco parecía una tradicional ama de
casa; no podía ser una mujer de carrera por la fecha en que había nacido, pero
tampoco reflejaba incultura, conocimientos de televisión y mucho menos una
educación gregaria. ¿Qué tenía aquella mujer que entre tantas y tan distintas
como las que se sentaban frente a ella cada día para lo mismo la había
cautivado hasta el extremo de que no tenía prisa en continuar para terminar y
no hacer esperar más al policía que ya tenía que cerrar la puerta? Solo estaba
segura de una cosa: que con una palabra era capaz de destruir sus respuestas
por muy reflexivas, cultas y experimentadas que fueran, y no era el fruto de la
experiencia, estaba harta de tratar con mayores que sólo tenían años, ni de la
intuición innata, la inteligencia nace pero hay que cultivarla para que dé sus
frutos. ¿Dónde y cómo se había cultivado aquella mujer que se le antojaba la
mejor de las rosas sin dejar de ser una sencilla flor silvestre? Temerosa de
quedar en ridículo ante ella, optó por no preguntar y seguir adelante.
—Pues no volverá a
ocurrir. Ahora mismo revisamos los datos, una firmita y carné vigente.
Se giró hacia la
pantalla. Eulalia no le quitaba los ojos de encima. Era la primera vez que le
hacían el carné electrónico, y tan atractivas le resultaban las nuevas
tecnologías, que no quería perderse detalle.
“NOMBRE Y
APELLIDOS: Eulalia García del Valle”.
—¿Correcto, verdad?
—Para los papeles
sí, para las personas soy Lali, el diminutivo que me pusieron mis hermanos
mayores, con los que di mis primeros pasos, con los que hablé mis primeras
palabras, con los que, como todos los niños de nuestra época, solo pudimos
jugar a ser mayores.
“HIJA DE…”
—¿Eloy y Felisa?
—En efecto. Esos
fueron mis padres, personas sencillas, trabajadoras, padres que como todos los
padres de su tiempo ni renunciando a todo pudieron conseguir que a sus hijos no
les faltara de nada. Lo que más siento cuando pienso en ellos es que por mucho
que la busqué nunca encontré la fórmula justa para agradecerles sus esfuerzos
para que todos aprendiéramos a leer y a escribir, incluida yo, pese a ser
mujer. Fue la única pero la mejor herencia que nos dejaron. Nunca supe como se
las ingeniaban pero cada 6 de enero conseguían convencer a los Reyes Magos para
que me trajeran de Oriente un cuento para formar la colección que todavía
conservo: Caperucita Roja, Blanca Nieves y los siete enanitos, La Cenicienta…
esos cuentos que ahora evitan los padres porque traumatizan a los niños y que a
mí me enseñaron que donde hay un lobo feroz hay también un buen leñador, que
donde hay una madrastra mala hay también enanitos de corazón grande, que donde
hay hermanastras malvadas hay también un príncipe salvador, y que lo
importante, para evitar desengaños, es elegir a las personas por sus obras, no
por sus palabras.
“ESTADO CIVIL:
CASADA”.
—¿Sigue estando
casada, verdad?
—No, ya estoy
viuda, mi marido murió hace unos meses.
—Lo siento.
—Gracias. Parecía
que ni yo iba a dejarlo solo a él, ni él iba a dejarme sola a mí, pero la vida
le puso el punto final y a mí me puso un punto y aparte. Más de cincuenta años
hemos pasado juntos. Nos casamos muy jóvenes y tan enamorados que, aunque no
teníamos nada, nos sentíamos capaces de conseguirlo todo. Como todos los
matrimonios de nuestros días, él ejerció su profesión y yo me dediqué a la
casa, pero ni él fue mi amo, ni yo fui su esclava, cada uno asumió su papel y
juntos luchamos por lo que los dos deseábamos: formar una familia. Fuimos
felices. ¿Que si no discutimos nunca? Muchas veces, casi siempre por mis
amigos. Yo siempre estaba liada con uno y aprovechaba cualquier hueco para
complacerlo y para que me complaciera. Con frecuencia tenía que dejarlo
plantado para atender una urgencia: la lavadora que había terminado y había que
tender la ropa, la olla que silbaba reclamando la válvula, los niños que se
peleaban en su cuarto y había que poner orden… En tales casos lo acomodaba
siempre en su sillón favorito por ser el que más cerca quedaba del mío. Nada
raro era que una tarea me llevara a otra y no volviera a encontrarme con él
hasta que todos dormían y podía dejarlos al amparo de sus respectivos ángeles
de la guarda. En esas ocasiones él llegaba, se sentaba sin mirar y empezaba la
fiesta.
—¿Otra vez? ¿Pero
es que no tienes otro sitio mejor donde dejarlo? ¡La próxima vez lo cojo, te lo
tiro por la ventana y adiós!
Si yo tenía ganas
de discutir, le soltaba cualquier inconveniencia y empezaba una pelea verbal
que acababa riéndome yo de él, él de mí y los niños de los dos, pero lo normal
era que no le hiciera ni caso, sabía de sobra que el enfado no era porque mi
amigo de turno invadiera su espacio, era porque no quería lastimarlo al sentarse
encima, cosa que ocurrió en alguna ocasión. Nunca disimuló que se sentía
orgulloso de ellos, que incluso les estaba agradecido, pues, gracias a ellos yo
podía hablar de cultura, de educación, de política, de arte, de historia, de
economía… en lugar de hacerlo de biberones, de deberes, de vitaminas… como
hacían las mujeres de nuestros amigos que parecían loros contando siempre lo
mismo. Tanto valoraba mis conocimientos que para todo me solicitaba opinión y
la tenía en cuenta. Para recompensarme de la regañina, al día siguiente volvía
con un amigo a casa que, dicho sea de paso, si uno era malo, el otro era peor,
se los presentaba el señor del quiosco y ¡vaya tostonazos! Ganas me daban de
decirle que no volviera a fiarse de él, que él sólo entendía de revistas del
corazón, que para la próxima vez se fijara en el apellido del padre, en los
nombres de sus hermanos, que eran las únicas referencias que podían
garantizarle el éxito, pero era tal su ilusión que para no quitársela me mordía
la lengua y sin que me viera los metía en el trastero pues tampoco tenía valor
para ponerlos de patitas en la calle. Al entrar en casa después de despedirlo
para siempre y ver su sillón vacío, la mesa sin su plato y su armario bien
ordenado tomé conciencia de que ya era un punto y aparte, y para poder empezar
a escribir con mayúscula, me fui al trastero, los puse a todos en libertad y
uno a uno los fui conociendo ¿y sabe qué he descubierto? Pues que igual que
todos los buenos tienen algo malo, todos los malos tienen algo bueno. Lo
perfecto no existe.
“DOMICILIO: CALLE
Cervantes NÚMERO 23.
—¿Ha cambiado de
domicilio o sigue siendo el mismo?
—El mismo, sigue
siendo el mismo, el de siempre, el del piso que compramos cuando nos casamos y
que no fue nuestro hasta que no tuvimos que empezar a reformarlo. Al principio
era un piso muy grande, tan grande que hasta tenía piezas vacías; luego
vinieron los niños y se quedó pequeño, tan pequeño que hubo que adaptar
muebles, compartir habitaciones, utilizar la misma para dormitorio y salita de
estudios; después los niños se hicieron hombres, ahuecaron el ala y el piso
adquirió su tamaño normal: ochenta metros cuadrados con todas las piezas
amuebladas, y ahora volvió a quedarse grande por no decir inmenso. Menos mal
que mis amigos me habían enseñado que todo en la vida tenía una parte positiva
y otra negativa. Lo negativo de mi nueva situación fue que la soledad empezó a
llamar a mi puerta pidiendo alojamiento, lo positivo que disponía de más tiempo
y de más espacio para invitar a mis amigos, les abrí pues todas las puertas
para que se ubicaran donde mejor se encontraran y la soledad tuvo que largarse
a otra parte en busca de aburridos dispuestos a caer en su trampa.
La funcionaria dio
por cumplimentado el formulario y le ofreció el bolígrafo para que firmara
sobre la pantalla digital.
—Perdón, la
casilla de la profesión es incorrecta, no tenía que haberla modificado.
La funcionaria
tecleó los comandos de deshacer la última acción y en la citada casilla
desapareció la palabra pensionista y apareció la palabra lectora.
—Pero… pero… ya
está usted jubilada ¿no?
—¿Jubilada? ¡Ni
mucho menos! Soy lectora y los lectores no nos jubilamos nunca. Al contrario,
cada vez tenemos más trabajo y menos profesionales.
—¿Lectora? ¿Pero
lectora de qué? Es la primera vez que veo esta profesión y llevo treinta años
haciendo carnés.
—Pues lectora de
libros. ¿Quiénes creía usted que son mis amigos? Ya le dije que aprendí a leer
muy pronto, primero leía cuentos de cuentos que querían ser realidades, después
libros de realidades que querían ser cuentos. Tenía 15 años cuando por
casualidad cayó en mis manos el primer libro. Llegué a casa tan feliz como si
llevara un tesoro, ilusionada con la alegría que iba a darles a mis padres,
pero ante mi sorpresa se enfadaron muchísimo, tanto que nunca olvidaré la
bronca que me echaron. Quise defenderme pero sus órdenes fueron tajantes, aquel
libro tenía que ir a la basura inmediatamente y hecho pedazos, qué digo
pedazos, papilla. Aquel día me parecieron los peores padres del mundo. ¿Para
qué tanto empeño en que aprendiera a leer si luego me impedían hacerlo? Si ni
siquiera les había pedido dinero para comprarlo, ¿por qué se ofendían tanto?
¿Cómo era posible que ninguno de los dos me defendiera? Lo normal, cuando
discutíamos por algo, cosas generalmente que se discuten por confianza, con los
que sabemos de antemano que nos perdonan, era que con razón o sin ella uno
sacara la cara por mí aunque tuviera que enfrentarse con el otro. Tuvieron que
pasar muchos años para que yo lo entendiera, era un libro prohibido por la
dictadura y eso les había costado tanto a no pocos de sus amigos que, de
haberme visto en su lugar, yo habría hecho lo mismo con mis hijos.
Afortunadamente nunca tuve que hacerlo. De niños leían cuentos, y de mayores
leer dejó de ser peligroso. Son muy buenos lectores, pero me alegra que en sus
carnés figuren sus profesiones, las que ejercen, las que estudiaron, las que
les dan de comer, no tuvieron que inventarla como yo.
—O sea —Sonrió la
funcionaria—, que esto es un invento.
—¡Naturalmente!
Fue al cumplir 18 años, cuando fui a hacerme el carné por primera vez. Mi madre
me acompañaba y casi la mato del susto. Como todos los que viven una guerra,
tenía más miedo de hacer las cosas bien que de hacerlas mal. Rellené el impreso
y al llegar a esta casilla no pude poner una profesión concreta: trabajaba en
lo que surgía porque no eran tiempos de realizarse, de ejercer, de construir,
eran tiempos de subsistir, pero no quería poner aquella estupidez de “sus
labores” que la dictadura se inventó para recordar a las mujeres que lo suyo
era la casa, los niños, el marido y no pensar, entre otras razones porque en
aquel momento yo no tenía casa ni niños ni marido, y para colmo mis amigos ya
me habían enseñado a pensar. Entonces me pregunté qué era lo que más me gustaba
hacer y la respuesta surgió enseguida: leer, y ni corta ni perezosa, escribí en
la casilla: lectora. El funcionario de turno repasó los datos. Mi madre me miró
a mí suplicando y yo lo miré a él esperando. Al llegar a esta casilla preguntó:
—¿Dónde lee usted?
—En la biblioteca
municipal —le dije.
Era cierto, en
casa no había dinero para libros. El hombre entendió que yo era empleada de la
misma, no lectora habitual, y con lectora me dejó para los restos pues no
pienso jubilarme nunca, al fin y al cabo leer es lo que me ha ayudado a hacer
bien mis labores.
Mientras Eulalia
firmaba con una letra que rezumaba serenidad, sapiencia, seguridad en sí misma,
el pensamiento de la funcionaria desplegó las alas y voló hasta posarse a los
pies de su libro, de aquel libro que al terminar su carrera le regalaron con su
nombre grabado en el ex libris sus padres y que seguía esperando sobre su
mesilla de noche que acariciara su lomo de piel, que abriera sus pastas
ribeteadas de oro, que pasara sus hojas llenas de palabras, de mensajes, de
sabiduría, y en silencio, para que Eulalia no se percatara de lo pequeña que se
sentía ante ella, le prometió robarle cada día un cuarto de hora al televisor
para dárselo a él hasta convertirse en lectora, pues, si bien era verdad que
aquella mujer no había conseguido arreglar el mundo leyendo, no era menos
cierto que había conseguido no estropearlo que, según sus amigos, -se lo
confesó mientras colocaba su nuevo carné entre las páginas del libro para indicarlas-,
era el camino que las personas teníamos más a mano para empezar a arreglarlo.
Autora: María
Jesús Sánchez Oliva. Salamanca, España