Era de noche, en
el lugar se percibía un extraño olor. Caminó despacio.
Manchas de sangre
había por aquí y por allá, retumbaba el ruido de sus tacos al caminar en ese inmenso
depósito. Un caño de agua perdía y las gotas monótonas resonaban con el eco del
lugar.
Fue al dar la
vuelta cuando se sorprendió al ver la horrorosa imagen de un hombre degollado.
Quiso gritar, más su voz no salía. Un frío de pánico la invadía.
Era el amante
casual al que antes encontró en su oficina, trajeado y perfumado por demás.
Ella, jefa de redacción, él un apuesto periodista y ambos buscaban diversión.
Se citaron en un lugar abandonado. Cerquita del riachuelo. Comúnmente tenía esa
clase de relaciones fugases. Odiaba tener siempre al mismo hombre a su lado. Ya
le había sido suficiente estar años con su ex. Por ello, si se presentaba la
oportunidad, en seguida aceptaba. Estaba muy lindo el nuevo empleado de la
revista y ella, divorciada recientemente, intentaba recuperar el tiempo
perdido, buscando apuestos jóvenes.
Un sitio solitario
parecía tentador. Acudió a la hora acordada, al principio no notó nada extraño.
Avanzó
sensualmente. Lo llamaba de tanto en tanto.
De pronto, no fue
estupor lo que sintió, sino simplemente pánico; se paralizó el tiempo, la
sangre de sus venas parecía coagulada. ¿Le tocaría el turno a ella?
No podía correr,
estaba paralizada, los ojos sobresalían como huevos de sus órbitas. Contra una
pared se deslizó y solo pudo abrazarse a sí misma en posición fetal, las
lágrimas invadieron su rostro.
Mantenía atento el
oído ante cualquier sonido. Entonces lo percibió: alguien descalzo, con una
inmensa túnica se le acercó. En su mano poseía un cuchillo ensangrentado.
¡Había llegado su hora!
Ella era muy
hermosa. Igualmente, su encanto no la salvaría de un asesino. Lo miró con sus
pupilas dilatadas. Él se quitó la capucha. Era moreno.
-No me tengas
miedo, -dijo con voz calma; no creo que vaya a matarte.
La mujer trataba
de pensar y no podía, estaba como anonadada.
-¿Tenés auto? -le
preguntó mientras la acariciaba. Su mano estaba cálida. Mirá, creo que podemos
hacer un buen equipo. Me gustan las mujeres inteligentes -susurró. No soporto a
los cobardes, menos aún si se les da por correr. No huyas de mí y seremos
amigos.
Ella contuvo sus
ganas de gritar y le respondió con moderación:
-No, no te tengo
miedo, -mentía, obviamente. ¿Qué pasó con él?
-Nada. El salió
corriendo al escuchar mis pasos. Debía pensar que eras vos. Se sentó a su lado y
agregó:
-ya veo por qué.
-¿Qué es lo que
querés?
-Vamos a dar una
vuelta y te cuento.
Entraron en su
auto. Ella temblaba. Trató de ocultarlo.
-Manejá vos, nena.
-¿A dónde?
-Vamos a pasear
por el centro.
Pasaron por la
plaza de la ciudad. Ella se calmó un poco cuando él encendió la radio.
-detenéte en un
cajero, -le indicó él. Tengo que hacer un trámite.
Estacionó.
-Mirá, esto es
necesario. No te asustes.- le hizo un gesto con la mano y ella cayó presa de un
desmayo hipnótico. Sonrientes entraron al banco y ella sacó todos sus ahorros.
-Esto bastará mi
vida, -dijo él sonriente. Tenemos que comprar nuestra casa.
Volvieron al
coche.
-Dejá, nena, que
manejo yo.
Ella entró al
vehículo. Él, ya despojado de su arma y la túnica, la abrazó mientras
continuaba al volante.
-Sos hermoso. Lo
acarició ella.
-Buscaremos una
casa en el campo. No te preocupés. Te protegeré de todos. Nuestro plan de años
se cumplirá al fin.
-Odio la ciudad,
tanta gente.
-Sí, en especial
los turistas, son un fastidio.
-Lejos tendremos
más tiempo para nosotros.
Partieron. Su idea
no era soportar a una mujer, pero ella era hermosa y pasar unos días juntos era
atractivo. Necesitaba huir de la policía y esa parecía una oportunidad de
enmascarar su mala vida. Tendría que aguantarla. El sería su pareja mientras no
lo molestara demasiado. Había cometido algunos crímenes y se escondía en el
depósito aquel, hasta que ese tipo entró, haciéndose el galán. En unos segundos
se cambió, tenía que deshacerse del intruso. Lo decapitó y al rato llegó ella.
Fue entonces que se le ocurrió, cuando la vio
de cerca. Ya no quería matar. Ese día era de descanso, hasta que interrumpió un
estúpido su plan.
Antes trabajaba en
un circo. Era “el gran Mustafá” y hacía que algunos voluntarios se creyeran
simios por un rato con solo mirarlos. Luego, cuando cerró la carpa, usó sus
poderes para realizar pequeños hurtos. Nada del otro mundo, sacar billeteras de
maridos infieles, joyas de alguna conquista, esas pequeñeces que le daban de
comer unos días.
Aunque lo que lo
llevó a esconderse fue un pequeño descuido, tuvo que matar a un tipo que se
obstinaba en no ser hipnotizado. Por más intentos que hacía él, no pasaba nada.
Estaba ese gil parado como si nada. Entonces se sintió burlado, lo agarró del
cuello y lo ahorcó. Luego lo despojó de todo lo que tenía. Por desgracia
descartó las tarjetas de crédito. El infeliz, al negarse a la hipnosis, no le
dio la clave.
Fue entonces que
encontró ese alejado lugar. Se hizo un pequeño hogar, tenía televisión y todo.
El perejil del amante de la mina que lo acompañaba, llegó a romper su rutina.
Al verla a ella,
temblando y tan linda, pensó en usarla para salir de la persecución policial.
Si era muy pesada,
siempre podía sufrir un accidente.
Autora: Agostina
Paz. Buenos Aires, Argentina.