Fabricio.
De sus muñecas caen gotas de sangre.
Puede ser esta la forma de purgar el pecado de una vida sin sentido.
Provocarse solo un dolor tan grande. Claro, nada dolía tanto como su alma.
Cortó más su carne. Ya no lo siente. Ríe porque se está escapando de
eso tan molesto e inútil. Su vida.
En cada uno de los chorros escarlata que manchan el piso, un poquito
menos de esa vulgaridad queda en el.
Ya nadie se enorgullecerá de su fracaso. No podrán burlarse de un ser
inexistente.
Empezó a marearse, estaba débil.
Lo estaba logrando.
A partir de ahora los piojos no lo molestarán. A veces golpeaba su
cabeza para calmarlos. Intentó con todo, hasta se puso mata cucarachas en el
pelo.
Aclaro, su cuarto está lleno de esos insectos. Podía no comer pero
compraba raid,
Nada mataba a esos parásitos.
No tenía dinero para malgastar en piojisidas.
Ahora ya no lo podrían atacar. Sonreía. Al desangrarse, los bichos
morirían de hambre.
Algo lo inquietaba, ¿Existía la vida después de la muerte?
¿Merecería el infierno por matarse?
En tal caso, discutiría con el juez o Dios. Nunca le había gustado
perder el tiempo en la iglesia. Por tal motivo no iba. Una sola vez fue y le
pareció tan absurdo... recordaba a una vieja que lloraba continuamente.
En fin. La cosa era que no quería seguir soportando tanto vacío. Si
alguien superior había no podría echarle en cara el hecho de matarse porque la
felicidad le fue negada al nacer.
Ahora en la cama vacía y blanca. Encerrado en la habitación llena de
basura y ratas en la que vivía y donde una gorda protestona obligaba a sus
inquilinos a limpiar y a pintar todo el apestoso lugar.
Disfrutaba pensando en que no podría sacar las manchas que el tonto de
Fabricio dejaría de recuerdo.
Se acostó, todo giraba.
Habría sido mejor tomar pastillas, dormirse y chau, pero de esa forma,
desangrándose, se vengaría de la dueña.
Esa era su revancha contra esa vieja que jodía y jodía con la plata
que le debía.
Se preguntó si alguien lo recordaría. Extrañamente eso ahora le
importaba. Siempre fue solitario. Nunca frecuentó los cafés. Cuando acudía a
alguna fiesta siempre terminaba siendo uno de los hazme reír.
Solo se dedicaba a trabajar,
carecía de amigos, no existía para nadie excepto para el jefe que lo obligaba a
quedarse después de turno sin pagarle. Disfrutaba dándole cosas como limpiar
baños, juntar revistas que el maldito tiraba al suelo. Total, Fabricio las
levantaría y todo por un mísero sueldo que no le alcanzaba ni para pagarle a la
culona de la pensión.
Ese panzón lamentaría su muerte al no tener otro estúpido para
humillar.
Claro, tontos abundan, más que nada cuando el hambre aprieta.
¿Quién llevaría su cajón? Nunca había reparado en ese detalle.
Al tiempo, dejó de pensar tonterías y se dejó llevar por el delirio.
Se veía en un prado. Sus pies
acariciados por el pasto. Un viento suave rosando su piel. Creía tener un Sol
tibio de primavera calentándolo.
Se dio cuenta entonces que era millonario con todo esto a su
disposición.
Pensó que valía la pena vivir.
Quería sentir una brisa nuevamente pero ya era tarde. Su torrente
sanguíneo se vació y el corazón dejó de latir.
Al día siguiente encontraron a un hombre semidesnudo y desangrado en
la cama.
La dueña de la pensión, lloraba indignada. No por Fabricio, sino por
el hecho de que nadie querría ir a vivir a una casa donde alguien se había
matado.
Agarró las sábanas llenas de sangre y las tiró.
Tuvo que clausurar el cuarto por un largo tiempo.
Muchos de los inquilinos abandonaron la casa asegurando que un alma en
pena vagaba por el pasillo y se escuchaban ruidos.
La vieja, aterrorizada llamó curanderos, sacerdotes, exorcistas.
Todo fue inútil, la pensión no volvió a ser igual. Es más, por las
noches, ella asegura, el mismo Fabricio se le aparece y le saca la lengua.
Autora: Agostina
Paz. Buenos Aires, Argentina.