Dulces esperanzas.
Lucía subía aquellas escaleras
de madera desgastadas hasta borrar los contornos de los peldaños, sin atreverse
a apoyarse en los trozos del pasamano que aún conservaba la desvencijada
baranda de barrotes torcidos y algunos sueltos. Era una escalera espaciosa y
poco empinada, vestigio del pasado. En sus amplios rellanos se arremolinaba la
suciedad que el tiempo iba depositando. Las paredes cubiertas de una espesa
capa de polvo, dejaban adivinar fragmentos de pinturas bucólicas de pastoras y
príncipes, irreconocibles a causa de los desconchones. No comprendía como podía
subsistir un edificio en aquel estado ruinoso, en el centro de una gran ciudad.
Era una buena chica, no muy
agraciada, formada en las buenas costumbres que ahora le parecían trasnochadas.
No había tenido suerte con los hombres, pero no perdía las esperanzas, por lo
que a sus treinta y muchos años continuaba buscando al hombre bueno, sensible y
cariñoso con quien compartir su vida. Cada día eso se ponía más difícil ya que,
los años pasaban y los posibles candidatos de su generación, disponibles,
escaseaban porque ya se habían casado, o, porque habían aceptado otras fórmulas
sociales de convivencias. Pero ella quería un matrimonio en toda regla. No
perdía las esperanzas e intentaba por todos los medios conocer personas nuevas,
entre las que podía encontrarse el hombre de su vida, y como era algo
aventurera y no le importaba correr riesgos, contestaba a las solicitudes de
amistad por correspondencia que encontraba en las revistas.
Tenía buen corazón, por lo que
viendo la solicitud de aquel interno de la cárcel Modelo de Barcelona, pensó
que nadie le contestaría y puesto que estaba entre rejas, poco debía de temer
si le brindaba su amistad sobre papel.
A través de sus cartas, aquel
recluso, Miguel, resultó ser una persona divertida, que estaba condenado por
haber enredado los números en la contabilidad del comercio donde trabajaba.
Total, poca cosa, pensó. Y fue
pasando el tiempo, compartiendo vivencias, contándose chistes e intentando que
su amigo lo pasara entretenido, hasta que un día llegó la noticia de que pronto
sería liberado, y que había hecho unos dibujos para ella. Tenía que recogerlos
en el domicilio de su hermana, y allí estaba, subiendo por aquella insólita
escalera.
Era un segundo piso, y cuando
la puerta se abrió, la saludó una joven de unos 30 años, sencillamente vestida
y en zapatillas. Un pequeño de unos dos años se agarraba a su falda, temeroso.
La escasez de muebles, las desnudas paredes y una taza sin asa al lado de un
trozo de pan a medio comer, sobre una mesa de madera cubierta con un hule
multicolor y multimanchas, indicaba la precaria situación económica de aquel
hogar. Varias sillas repartidas al garete por la estancia componían todo el
mobiliario.
Lucía se lo pensó antes de
sentarse en la silla que la joven le ofrecía, por temor a mancharse el pantalón
blanco con que se había vestido, en su afán de dar una buena impresión a la
hermana de Miguel, que dijo llamarse Victoria. Se esforzaba por manifestarse
serena cuando los inocentes y escrutadores ojos del niño la miraban y luego
'posaba sus sucias manecitas sobre su inmaculado pantalón. El niño tenía la
mirada triste y aviesa y con frecuencia la dirigía a un hueco que cubría una
floreada cortina hasta medio metro del suelo.
Lucía, que había llevado un
cartón de cigarrillos para Miguel, echaba de menos alguna chuchería que ofrecer
al pequeño del cual ignoraba su existencia.
Victoria hablaba despacio y a
media voz como si temiera que alguien la escuchara. Le contaba cosas de su
hermano, de su simpatía, de su éxito con las mujeres, y de lo bien que se lo
pasaría la esposa que eligiera. Tenía ideas avanzadas y modernas -seguía
contando Victoria- por lo que con sus amigos y amigas practicaban juegos
eróticos.
Lucía esbozó una sonrisa de
circunstancias algo escandalizada. Victoria comentaba que no era nada obsceno,
y que en el grupo que practicaban esos juegos, se encontraban personas
distinguidas y de mucho dinero. Ella solo fue una vez, porque se reunían en
hoteles caros y sus ingresos no daban para tanto.
Luego se levantó y volvió con
un sobre abultado de donde extrajo varias fotos de su hermano y se las fue
mostrando.
Lucía nunca había recibido una
foto de miguel, por lo que le agradó satisfacer su curiosidad. Victoria le puso
delante un primer plano de un hombre entre treinta y cinco y cuarenta años, con
el pelo y el bigote de un rubio rojizo, ensortijado y poco cuidado, ojos
pequeños y abultados mofletes. Era una foto tomada de muy cerca dejando ver
solo el rostro y un robusto cuello que hacía pensar en un cuerpo algo más que
fornido.
Aquella imagen no armonizaba
con la idea que ella se había formado de su amigo, a través de sus cartas.
Había algo repulsivo en aquel hombre. Luego había otras fotos de personas en
grupo en suntuosos ambientes, a juzgar por el mobiliario y las alfombras que se
advertían. En ellas se destacaba la imponente figura de Miguel, alto, robusto,
con unas gafas de carey que le conferían un aire distinguido.
Había fotos en las que no
aparecía Miguel, casi siempre una pareja de señores elegantes en insólitas
actitudes. Victoria aclaró que eran una pareja de homosexuales que estaban
casados. Eran famosos en aquellos ambientes porque habían sido la primera pareja
que había legitimado su estado civil cuando se aprobó la ley.
La joven hacía grandes
esfuerzos para no dejar traslucir sus impresiones. Aquella cantidad de fotos no
se acababa nunca, y ella deseaba marcharse de allí cuanto antes, por lo que
entre una y otra foto, mostrándose lo más complacida que pudo, manifestó que
era una gozada contemplar aquel desfile de imágenes y de ambientes, por lo que
tendría que volver otro día para terminar de disfrutarlas. Victoria protestó
por el poco tiempo que le había dedicado y le dijo:
--Me había hecho la ilusión de
que tomaríamos un café y lo tengo todo preparado; lo traigo enseguida"
Y diciendo esto se dirigió
presurosa al hueco donde colgaba la cortina, seguida del pequeño.
Al quedarse sola, Lucía siguió
mirando las fotos rápidamente, cada vez más escandalizada.
Ya se apreciaba el aroma del
café y se oía el burbujeo de la cafetera, cuando victoria apareció con una
bayeta y limpió la mesa concienzudamente, mientras decía:
--"Además del café, te he
preparado una sorpresa"
Y entonces apareció Miguel
ataviado como un camarero de gran hotel. Se irguió frente a ella, sonriente,
con los brazos abiertos y luego, ante su actitud retraída los replegó y le
tendió una mano en un gesto amistoso sin dejar de sonreír. Cuando ella correspondió
al saludo, le retuvo la mano efusivamente atrayéndola un instante, luego se la
besó ceremoniosamente y por fin la soltó con una alegre carcajada, en tanto que
Victoria los contemplaba divertida.
Miguel manejaba el servicio de
café con soltura y profesionalidad, mientras decía:
-"Querida amiga, confiesa
que no te esperabas esta sorpresa. En la cárcel me han retenido seis meses,
pero me han dado una nueva profesión, y advertirás que no lo hago nada mal.
Ella lo miraba poner las tazas de duralex con su correspondiente plato sobre la
mesa y una bandeja con dulces caseros.
Luego, vertió el humeante
líquido, en las tazas. La estancia se llenó de un agradable aroma. Miguel,
antes de sentarse, se dirigió a Lucía y la besó en la mejilla diciendo:
-"Chica, ¡te has quedado muda!
Ella reaccionó y esbozó una
mueca que quería ser una sonrisa, al tiempo que decía: -"Bueno, muchacho,
menos mal que no padezco del corazón, porque la sorpresa ha sido de infarto. Lo
que lamento es el poco tiempo que tengo hoy para dedicarte. ¡Tenía tanta
ilusión de que llegara este momento! Pero quedamos para mañana y te invito a
comer.
-Magnífico, dijo él, sentándose
a su lado, vamos, tomemos el café que se enfría.
Lucía se llevó la taza a los
labios mientras un tropel de pensamientos bullía por su cabeza. Por supuesto lo
del día siguiente, no era nada más que una forma de salir de aquella encerrona
en que había caído. El líquido humeante inundó su paladar y tuvo que reconocer
que el café era excelente. Victoria, cogiendo la taza con las dos manos, sorbía
sonriente y miraba a Miguel con intensidad como quien espera una señal. También
Lucía estaba expectante pero no advertía nada anómalo.
Volvió a quejarse del poco tiempo
que aquella tarde les podía dedicar, y ahora casi que lo decía en serio, pues
después del café, empezaba a sentirse bien. Miguel hablaba suave y contaba
anécdotas de la prisión que ella encontraba interesantes.
Victoria se levantó presurosa y
se llevó al niño que ya se había comido casi todos los dulces.
Quedaron solos, Miguel hablaba
despacio y bajo.
Pasado un tiempo apareció
victoria con traje, bolso y zapatos de calle, diciendo:
--Si te vienes, salimos juntas,
y le tendía una mano para ayudarla a levantarse.
Victoria aparecía elegante, muy
cambiada, pero la veía borrosa.
Miguel se ponía en pie, le
tendía la mano y la besaba en la mejilla, mientras le colgaba el bolso en el
hombro. Todo estaba borroso, como en otra dimensión. Salieron las dos jóvenes.
, Lucía se apoyaba en el brazo de victoria y en los pasamanos de la escalera. A
pesar de todo, se sentía eufórica. Aquel Miguel era un tío simpático.
Ya llegaban al portal, pero
¡cómo le pesaban las piernas!
Lucía se derrumbó y cayó
redonda al suelo al tiempo que un coche negro se paraba en la puerta.
Instalados en una pulcra
habitación de
Lo que sí recordaba era la
dirección de aquella casa.
El inspector le comunicó que,
habían realizado pesquisas, y que ese inmueble estaba deshabitado hacía mucho
tiempo y había resultado ser propiedad de una empresa de construcciones,
esperando los trámites legales para su derribo y comienzo de una nueva
edificación; y según información del vecindario, había sido abordada por unos
"ocupas", hacía pocas semanas.
También le informó que, Miguel,
el recluso al que ella escribía, continuaba en la cárcel y nunca había salido
de la prisión.
Lucía cerraba los ojos
extenuada y borraba de la memoria todas sus dulces esperanzas.
Autora: Brígida Rivas Ordóñez. Alicante, España