Aquel
barrio enclavado en el conurbano bonaerense habitado por gente de trabajo era
tranquilo y de vecinos generosos. Leticia vivía ahí no hacía demasiado tiempo. El
padre de Romina, su hija de 12 años, había fallecido cuando la nena contaba con
incipientes cinco años. Ella la crió cubriendo sus penurias y colmándola del
cariño maternal, a pesar de los diversos conflictos que debió soslayar.
Habiendo
tolerado un extenso lapso de soledad, fortuitamente conoció a un hombre que le
propuso formar pareja. Leticia dudó inicialmente pero también especuló que
sería beneficioso para Romina ya que tendría una casa más confortable con una
habitación exclusiva para ella y sin padecer el tedioso coste del alquiler.
Consideró que la imagen de un padre sería ventajosa y fructífera durante su
adolescencia. Así se unió con Guillermo o Willy, tal lo apodaban. Un tipo
encantador ocupado en el servicio técnico de computación y que esparcía
simpatías con todo el mundo. Estaba separado de su esposa, hacía bastante
tiempo.
La
casa de modesta construcción se lucía muy bonita cubierta de tejas rojas y a
dos aguas. Una verja al frente y un jardín descuidado el cual despertó en el
ánimo de la nueva moradora el entusiasmo de colmarlo de flores. Todos se
sintieron conformes y expectantes ante la naciente convivencia.
Cada
día partían ambos hacia sus labores, la mujer a cuidar pacientes en delicado
estado de salud y él a las atenciones domiciliarias, del taller o mantenimiento
en empresas conforme a su clientela. Romina colaboraba ampliamente con las
tareas del hogar sin desatender el estudio. Las actividades familiares se
percibían normales, cordiales y felices.
Aunque
en una oportunidad Leticia llegó desde el trabajo al mediodía como era
habitual, encontró la cocina encendida y la labor iniciada. Saludó a su hija
Romina con ese dejo de cotidianeidad: “Hola hija”, y prosiguió indiferente con
sus cosas. No reparó en los intentos de su hija por esquivarla porque no eran
necesarios, la complicidad del silencio era conocida y notoria.
. Al
rato todo estaba listo y paulatinamente tanto la comida como los platos, los
cubiertos, ya habían sido acomodados exactamente en los lugares y orden que les
correspondían a los tres comensales. El jefe del hogar llegaría para almorzar a
la brevedad y tan hambriento como lo hacía siempre.
Mientras
lo esperaban bajo el elocuente silencio, la intención de ocultar la verdad y el
dolor de la realidad enrarecían el ambiente familiar. A Romina le invadía su
semblante un velo tejido con lágrimas de furia y angustia. Se negaba una vez
más a tratar de digerir lo injustificable, lo indignante como era el agudo
dolor físico y moral. Entonces a Leticia le llegó el momento en que ya resultaba
inexorable mirar a los ojos de su hija, de manera clara, natural y tajante…
¡Romina era su hija! No le cabía posibilidad alguna de hacerse la distraída,
pues a pesar de su deseo era imposible que no notara el efecto de los golpes en
la cara y sus brazos. Las contusiones e hinchazones hablaban por sí. Pero no
obstante en tono irónico le preguntó:
-
Contame hija, decime que te has caído, que te has golpeado con una ventana…
-
¡No, no, no mamá!, ¡fue él otra vez haciendo lo mismo! ¡Fue Willy…!
-
¡Callate, no hables más! -la interrumpió Leticia- ¡Ni lo nombres! O todos
empezarán a hablar mal de nosotros. Sería una vergüenza enorme ante la gente.
-
Pero mamá, ese tipo me hace mucho daño, aunque yo me resista igual me pega, él
me sujeta y meee… ¡Vos sabés, mamá, vos lo sabés!
El
llanto de Romina ahogaba su sorda expresión, la que nadie quería oír, como la
muda tristeza de su interior y del alma hecha pedazos.
De
pronto la puerta se abrió y trajo un vendaval de calor, polvo y sudor junto con
la presencia de Willy.
Sonriente
saludó con naturalidad, con esa naturalidad que permite el cinismo. Besó a
Leticia y como Romina intentó ocultarse bajo la mesa, agudizó el impudor y
dirigiéndose a la nena, le dijo:
-
¡Epa mujercita! ¡Qué cara, eh! ¿Y esa hinchazón? ¿Te has caído, mujercita?
Baaah, seguro por andar distraída pensando gansadas…
-
¡Mamá, por favor, mamá! -Suplicó su ayuda, e exasperada-
Al
mismo tiempo la madre trémula continuaba sirviendo las milanesas y las papas.
Ante el sollozo de la nena reiterando su intervención en la inadmisible burla
sarcástica, buscó valor mirando el piso pero no lo halló. Encontró, en cambio,
una salida a tanto miedo que la invadía, y le dijo:
-
Mirá Romy, tenés que andar con mucho cuidado y prestando atención, sino siempre
estarás así lastimada… ¿Entendés?
Willy
abrazó a Leticia mientras sonreía al ver favorecido su sardónico juego
-
¡Pero no, no, mamá!, fue él… ¡Fue ese monstruo!
-
¡Hija! No culpes a mi esposo… no podés responsabilizarlo porque vos andes en la
luna todo el día… Además ya sabés que ahora Willy es tu padre…
- ¡No
es mi padre, eso es un monstruo! -Gritó Romina con absoluta furia y observando
odiosamente a los dos.
-
¡Callate la boca, hija! -Irrumpió tajante Leticia estampando un puñetazo en la
mesa, y su mirada inflexible cortó toda posibilidad de comunicación, ahogando
la última lágrima que pugnaba por salir.
Willy,
a todo esto untaba con mayonesa la segunda milanesa, sin amenguar el sonriente
bosquejo de su cara. Sentada a la mesa junto al jefe de familia, ´presionada
por las súplicas de su hija y la amenazante mirada que le echaba Willy, Leticia
estaba casi tiesa, perpleja pero ya había definido su actitud, el camino a
seguir.
-
Escuchame hija, nadie debe saber nada de tus sandeces, de tus mentiras que nos
querés vender a nosotros. A lo sumo si te preguntaran algo podrías decir que
fueron caídas tontas, golpes con las ventanas, con los muebles y esas cosas. ¿O
qué crees que pasaría si mencionas a Willy? ¿A vos te parece que este, tu nuevo
padre y yo estamos para aguantar que en la calle se diga “ahí va el degenerado
de Willy”? ¡Por favor! Si seguís con esa fantasía Vas a matarnos de la
vergüenza… ¿Vos pensás hija que Eso es lo que merecemos después de todo lo que
te hemos dado?
Hasta
aquí cada uno había definido su rol en la familia, por convicción, placer o
desgracia, aunque al parecer manifestaba que fue peor el remedio que la
enfermedad. Este aberrante hecho que sucedió reiteradamente afectando a Romina
incluyendo golpizas y violaciones, agravado porque el delincuente era su propio
tutor, el padrastro, hizo reaccionar a la víctima buscando de poner fin a ese
atropello y de que se aplicara la justicia al degenerado agresor.
Una
noche Romina preparó una mochila cargando mínimas pertenencias, con la
intención planificada para huir de su hogar en cuanto se marcharan los mayores.
Luego de desayunar en un clima considerablemente irónico partieron a sus tareas
habituales. Ese era el momento calculado para el abandono de su patíbulo y los
verdugos, de ese sitio de torturas llamado hogar, entonces Romina cargó su
mochila y cuando se dirigía a la puerta, sintió el giro de una llave que la
abría. Se le congeló la sangre sabiendo que era la práctica habitual de Willy,
la de regresar cuando ella estaba sola. Pero esta vez fue diferente pues
sorpresivamente quien apareció en escena fue Leticia, su madre. Ambas se
abrazaron en un marco de lágrimas desbocadas por el incierto futuro y el
inmediato proceder.
Leticia
presintió la intención de su hija, la de abandonar el hogar, pues la había
observado cuando preparaba sus avíos. Por ello optó regresar a casa con el fin
de impedirlo aunque su hija ya estaba muy decidida. ¿A dónde podría ir sola una
nena de 12 años? -se preguntaba la mamá.
Como
en un tétrico cuadro pintado podía verse a la madre de rodillas frente a su
hija, disculpándose de todas formas, pedía perdón a todos los dioses y de
manera muy especial a Romina a quien no dejaba de abrazar. Intentaba explicarle
sobre su comportamiento adoptado ante el monstruoso proceder de Willy. Le
contaba que inicialmente ella lo admiraba y respetaba muchísimo, pero al ir
conociéndolo en la intimidad descubrió una personalidad oculta en él. Y
entonces pasó de brindarle respeto a tenerle pánico. Entre las reiteradas
amenazas que le brotaban desde su alma negra, era que él mataría a puñaladas a
su hija.
Frente
a la urgencia de resolver la situación, la rápida propuesta de la nena fue que
ya nomás desaparecieran las dos, y que el degenerado sucumbiera en la
putrefacción violenta de la soledad. Aquella idea era bastante razonable, pero
fuera de la casa de Willy solo les quedaba vivir en la calle. No contaban con
familiares ni con el dinero para alojarse o alquilar sitio alguno. Romina
insistía que la calle o el infierno serían más agradables que el martirio que
significa vivir en esa casa.
Entre
la confusión y la incertidumbre, pensando en liberarse, Leticia aceptó la idea
de evaporarse del sitio. Rápidamente acudió a recoger sus pertenencias
primordiales. En el momento que salía de su habitación ingresaba a la casa el
indeseable Willy, quien al observar a ambas mujeres con sus bolsos dedujo
fácilmente cual era la intención. Eso enfureció al hombre que se sintió
traicionado y además porque si había regresado era con otro fin tal como ya se
le había hecho costumbre, pero esta vez la fiesta se le había aguado.
Su
rostro se desencajó con la monstruosa imagen que Romina supo conocer en los
violentos ataques. El bestia comenzó a proferir gritos a los cuatro vientos
increpando a Leticia, quien temblaba e intentaba alejarse de él. Cuando la hija
observó que le asestó dos trompadas a su mamá y que la seguiría agrediendo,
velozmente tomó de la cocina una cuchilla de punta con la clara intención de
calmar a esa fiera para siempre, pues ella sería la siguiente.
Lo
encaró decidida a destrozarlo a cuchillazos. Mientras Willy lidiaba con Leticia
se fueron desplazando hasta el jardín del frente de la casa, y en el preciso
momento que Romina tenía el arma en alto para atravesar su cuello, algo la
paralizó… Tal como sucede en las películas sonó la estridente sirena de un
patrullero policial que al azar pasaba por el lugar, y al ver la escena los
servidores del orden intervinieron de inmediato. Dos agentes de la policía lo
redujeron, poniéndolo a buen recaudo en la comisaría. Mientras lo llevaban
esposado Willy fingía una cara de lástima y desconcierto, miraba a las mujeres
como diciendo “¿Y yo que hice”? En tanto los vecinos que se acercaron
observaban pasmados el suceso, y hasta se oyó a una mujer que comentó: “No lo
puedo creer… con esa cara de ángel simpático que tiene Willy…”
Leticia
malherida fue trasladada al hospital por los golpes recibidos. En cambio Romina
se salvó milagrosamente de cargar con una muerte en su conciencia, o tal vez…
se quedó con las ganas de hacer justicia con sus propias manos sobre ese
tremendo desalmado. Cabe acotar que Willy no se resistió para nada, pues bien
se sabe que quienes golpean a mujeres es porque su repugnante nivel de cobardía
no les permite enfrentarse a otro hombre.
Madre
e hija permanecieron habitando la misma casa que ni siquiera era de Willy, pues
habría pertenecido a su ex esposa como él lo manifestó y que un buen día ella
desapareció sin dejar rastro alguno. Tal vez si removieran los jardines podrían
hallar una macabra sorpresa.
El
tiempo transcurría perezosamente y pleno de incertidumbres. El temor no dejaba
de rondar el ambiente pensando que como hoy los presos son liberados con tanta
facilidad, él podría aparecer de vuelta en cualquier momento. Vivían bajo una
negra nube de aprensión,.
Pasado
un tiempo recibieron la llamada telefónica del abogado que las asistía para
informarles sobre la situación de Willy. Ambas se miraron estimando lo peor,
que el violador ya estaría en libertad. Pero en realidad no fue así. Debido a
su habilidad de técnico informático, a Willy le habían otorgado la tarea de
mantener las computadoras de la unidad carcelaria, las máquinas del servicio en
sí, y también las del área cultural de los internos que cursan estudios.
Justamente en esta sala estaba trabajando Willy y fue donde se lo halló muerto,
electrocutado con alguna conexión fallida de las computadoras.
- ¿Y
usted está seguro, doctor, que fue realmente él quien murió? ¿O si no pudo ser
otro? -preguntó dudosa Leticia.
- Sí,
señora. Está confirmado, seguro es Willy. Y también murió otro presidiario
junto a él … por la misma descarga eléctrica…fue quien lo estaba
sodomizando.
©
Edgardo González
“Cuando
la pluma se agita en manos de un escritor, siempre se remueve algún polvillo de
su alma”.
Autor:
Edgardo González. Buenos Aires, Argentina.