EL SARAMPIÓN.

 

Ella se me acercó muy despacio, temblorosa, con sus largos cabellos rubios, como volando con la brisa suave. Parecía un ángel y  cuando llegó al borde de la cama, se arrodilló suspirando. La noté muy preocupada. Su voz apenas audible preguntó cómo me sentía.

Traía consigo una bandeja, que depositó  sobre la cama, muy despacio, a la altura donde irían los pies. Pero como yo era todavía muy “cortita”, el espacio estaba libre.

Esos últimos días, dormía en la cama grande de mamá, pues papá ya hacía varios meses que se había marchado a Buenos Aires, abandonándonos. Aquéllos, fueron hechos adultos  muy desagradables. Partió buscando nuevos rumbos… nuevas aventuras para su vida.

Esa mañana tibia, de agosto en sus finales, yo cumplía mis once años.

Ella desplegó una bolsa plástica y extrajo un regalo. Lo había comprado más temprano.

“¿De dónde sacaste la plata, mamá?”… balbuceé apenas. Adujo haber empeñado su lapicera hermosa de oro y  otras cosas, para comer esos días y  comprarme un obsequio. Lo dijo muy triste, casi quebrando su voz.

La carterita de charol negra, era linda. Tenía un lazo largo y  una hebilla dorada circular en la tapa de cierre y  al medio. Con mis escasas fuerzas, traté de tomarla, pero se me caía, apenas podía sostenerla. Me dijo que la guardaría y  que tratara de comer lo que había   puesto en la bandeja. Ante mi negativa, insistió. Acercó a mi boca, previamente el haberme tratado de colocar en una posición semi sentada  con las almohadas, un plato con rodajas de pan untadas con queso mantecoso,  espolvoreado con azúcar. El aspecto y  el aroma, me generó inmediatas náuseas.

 “¿Por qué queso con azúcar, mamá?”  Ella dijo que era más rico así.

Llorando a estas alturas, traté de empujarle el recipiente y  otra vez dejé caer mi cuerpo febril sobre la cama… ya sin fuerzas. No insistió más. Acercó un vaso con limonada que apenas bebí a sorbos pequeños, y  de inmediato, mi estómago reaccionó sin que pudiera impedirlo.

Horas después, mamá me despertó anteponiendo una caja alargada y  pequeña frente de mis ojos miopes, que pretendían identificar lo escrito sobre el dorso del paquete. Ella me ayudó y  extrajo del interior, una carta. Era de papá.

 Antes de leérmela, procuró colocarme los gruesos anteojos  que reposaban inútiles sobre la mesita de luz. Apenas pude vislumbrar unas letras de diferentes tamaños, algunas eran demasiado grandes y  temblorosas. Comenzaba el escrito arriba y  se inclinaban las frases hacia el costado derecho e inferior de la página.

Cuando interrogué sobre esa carta, me dijo que papá seguro estaría muy borracho al tratar de escribirla, pero le urgía enviarla porque desearía seguro, llegara ese mismo día, dentro de la encomienda.

Mi madre se limitó a leer con esfuerzo la gráfica casi incomprensible, pero se destacó que me deseaba un feliz cumpleaños y  enviaba besos de un papá quien mucho me quería.

Abrí el paquetito con su ayuda y  en el interior había un estuchito de cartón con un relojito hexagonal dorado, con  pulsera de cinta cross negra.

 Nunca había tenido un reloj y  me puse algo contenta. Ella recalcó que lo importante era que me recordaba aún…pese a todo. Pero, no tenía más fuerzas para preguntar qué significaba   eso.

El sueño volvió a invadirme y  en la tarde, recibí un payaso dentro de una caja de celuloide, que portaba una cadenita dorada, con ropaje rosado y  celeste. No me gustó, pero  mi madre recalcó que no importaba el regalo, sino la intención y el interés por recordar mi fecha de cumpleaños. Me lo enviaba “la Norma de enfrente”.

Los días transcurrían, y  apenas me daba cuenta de mi  existencia. La realidad era una pesadilla. En las mañanas me gratificaba mucho, el escuchar por una radio sobre la mesita, a María Elena Walsh quien intercalaba canciones con cuentos llenando mis días muy solitarios y  tristes.

En una tarde donde la fiebre ya estaba demasiado alta, mi madre trató de alzarme para llevarme al baño, pero le grité que me moría.

Desperté con un médico de blanca chaquetilla, gordito y  rubio que me miraba serio, con el ceño fruncido.

Pidió abriera la boca y cuando puso un palito de helado adentro, giró la cabezota gorda repleta de ondas doradas y  le dijo a mi mamá que era sarampión. Que en cualquier momento mi piel se brotaría en todo el cuerpo. Al día siguiente creí que los médicos eran una especie de adivinos.

 Llamé a mi madre haciendo esfuerzos por gritar. Examinó mi cuerpo pálido y  repleto de puntos rojos que picaban de manera desesperante. Me prohibió el rascado y  espolvoreó talco mentolado sobre mi piel ardiente y colocó gotas dentro de mis ojos pegoteados.

 Lo único genial de estar tan enferma, era la botella de gaseosa lima limón sobre la mesita de noche. Eso causaba envidia a mi hermano Jorge, quien mayor que yo, se sentía desplazado, encontrándose  prohibido de tomar de la bebida que muy ocasionalmente, podía comprarse en casa.

Ignoro cuántas semanas duró todo, pero la maestra comprendió y  me enviaba los deberes con “la Norma de enfrente”. Ella era compañera de grado y  casi siempre, hacíamos juntas las tareas en su casa.

Hubiera deseado que me visitara, que me contara cosas de la escuela, pero no tenía esos permisos. Apenas la dejaban tocar el timbre y  entregar las tareas escritas en un papel. Sin ceder de ningún modo, su cuaderno. Las correcciones de mis tareas eran devueltas a través de mis cosas bien envueltas.

 Todo tenía explicaciones…pues lo mío era demasiado contagioso y  peligroso.

Cuando al cabo de casi dos meses aparecí por la escuela, la maestra, quien reemplazaba a la titular por unos meses,   exigió el certificado de alta médica, pues las manchas en palmas y  parte de mis piernas, persistían aún, aunque no contagiara y  estuviera en una convalecencia casi finalizada.

Me sentía extraña pues la cariñosa maestra de grado, la señorita Castro, estaba de licencia porque esperaba un bebé.

La nueva, la Señorita Argüelles, me parecía antipática y  no me conocía.

Esa tarde, durante el recreo del medio, el más largo, ella hizo salir al patio de la planta baja, a todas las chicas  del aula; obligándome a quedar sentada en el banco. Solas, desde su escritorio, se dedicó a mirarme muy fijo. Fue por largo rato.

Después me hizo parar al lado del pupitre, que era el primero de la fila,  de modo que pudiera observarme con atención detenida.

“¡Ruxlana, Qué impresionante!”  Dijo con cara de horror. Incliné mi cabeza tratando de mirar mis piernas que sobresalían debajo de las tablas del guardapolvo.

 Comprendiendo exclamé…” ¡Están muy flacas! ¿No?”

 

Autora: Dra. Renée Adriana Escape. Mendoza, Argentina

rene.escape@gmail.com

 

 

 

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