La Batalla de la vida.

 

En la cafetería de la Universidad de mayores, un nutrido grupo de sesentonas y sesentones charlaban animadamente. Entre ellos, Lidia, una otoñal morenita, de buen porte, sonrisa abierta y amable semblante. En realidad la habían invitado a aquella reunión con cierta argucia. Charlaban sobre el motivo que había llevado a las Aulas a cada uno de ellos.

 

Paco dijo que después de su jubilación, tenía mucho tiempo libre y se había matriculado en un taller sobre informática, materia en la que deseaba ponerse al día. Manuel López deseaba meterse a fondo en temas de la historia de la Humanidad. Rosana Garrido estaba escribiendo un libro y quería aplicar bien las técnicas literarias. A Mayca le interesaba la Poesía, a Luís Montero le interesaba la Música, pero lo mejor de aquellos talleres, era que los ponían en contacto con personas de ambos sexos, de su edad y cultura, con los que ampliar el círculo de sus amistades, cosa en la que coincidieron los más sinceros. Y algunos iban, simplemente a ligar, porque se resistían a olvidar del todo, ciertas ilusiones de la vida.

 

Y aquí surgió el verdadero motivo de aquella reunión: --¿Qué crees tú, preguntaron a Lidia, la morenita amable, que ha traído a Enrique a las Aulas de la Tercera Edad?

 

Ella pensaba que aquel compañero, que era biólogo, había querido explorar otros campos y se había matriculado en Literatura. Aquí encontró el lugar propicio para manifestar sus ideas sobre el cambio climático, la corrupción política y otros temas de actualidad, en una revista que surgió en aquel taller.

 

Contigo tiene mucho contacto y tú le caes muy bien, -Continuó diciendo Rosana, ¿nunca te ha "tirado los tejos? porque a mí, me tiene cansada, y quisiera pedirte el favor de que le dijeras que me deje en paz.

 

Yo creo, Rosana, dijo Lidia, que a nuestras edades, todas sabemos poner freno a un galanteo indeseado, y tú misma puedes decírselo. También, a mí, en un principio, estando yo de espaldas, se atrevió a darme un beso furtivo en el cuello, que dejaba al aire mi vestido de verano. Entonces me volví y con una mirada y un tono más severos que un bofetón, le dije ¡Nunca más, que no se te ocurra nunca más! , Él bajó la vista arrepentido mientras decía: ¡perdona!

De esto ha pasado mucho tiempo, y su actitud siempre ha sido correcta y respetuosa. Debes comprender, Rosana, que él, es una persona muy sola, y no es de extrañar que busque alguna compañía con quien paliar su soledad. Puede ser que en ti haya visto las cualidades que él desea que tenga la persona con la que le gustaría pasar el resto de su vida. Ten en cuenta que está separado de su esposa que vive en Venezuela. Deberías sentirte halagada y luego buscar unas frases correctas, pero firmes, que no dejen lugar a duda sobre tus sentimientos. Tal vez, no hayas sido bastante clara en tu actitud. Y recogiendo su bolso, Lidia se levantó y puso fin a aquella intencionada reunión, con un evasivo "chao, amigos"

 

Pasó el tiempo, y Lidia, aquejada de un severo brote de reuma, dejó de acudir a los talleres de las Aulas, pero no perdió el contacto con Enrique, que los fines de semana se presentaba en su casa, con un paquetito de la pastelería. Ella preparaba un té de hierba buena y merendaban en la terraza frente al mar, mientras él la ponía al corriente de las novedades de las Aulas, de como andaba la salud del Planeta Tierra por la polución, y de la Política, en la que era muy entendido. Lidia no estaba muy al corriente de estos temas de altura y apreciaba sus informaciones.

  A pesar de eso, procuraba no darle una franca acogida, porque comprendía que Enrique se refugiaba allí huyendo de la soledad, y no quería que se creara un hábito.

 

Muchas veces se había preguntado como andarían las finanzas de su amigo, porque su vida laboral se había desarrollado en Venezuela, y allí no estaban las cosas como para pagar pensiones a jubilados que hacía tanto tiempo habían abandonado el país. Máxime cuando le había contado, que él había dejado el trabajo voluntariamente. O no tan voluntariamente, ya que, por una negligencia suya en la ingestión de medicamentos para el tratamiento de la esquizofrenia que padecía, habían surgido serias discrepancias entre los componentes del equipo que investigaba en las costas de isla Margarita, del que formaba parte como biólogo, pero nunca le hizo preguntas en este sentido, pensando que muy mal no estaría porque le comentaba todos los libros que compraba, siempre sobre Ciencia. Otras veces la conversación derivaba hacia los problemas que surgían en la Comunidad de Vecinos del apartamento que habitaba. Era una Comunidad muy extensa en la que, como suele pasar, habían surgido algunos "listillos" que manejaban el dinero de las mensualidades a su favor, con la complicidad del Presidente y el Administrador. Enrique con su inteligencia lo detectaba y movido de su sentido de la Justicia, intentaba poner freno a las arbitrariedades que se cometían, incluso se documentó en Leyes sobre Administración de Fincas. Comentaba que estaba dispuesto a asumir la Presidencia de la Comunidad, siempre que le fijaran un sueldo, pero aquí, como en tantas ocasiones, la manifestación de los síntomas de su enfermedad le impidió conseguir los votos necesarios.

 

No obstante, en sus razonamientos casi siempre mostraba entendimiento y mesura. Y digo "casi" porque entre los trastornos que le producía su enfermedad, estaban aquellas fobias que surgían de su "manía persecutoria" con las cuales machacaba verbalmente a determinadas personas, como ocurrió en cierta ocasión con un compañero de la Universidad, que desconocía su dolencia, y no hubiera dudado en llegar a una agresión física, si no fuera porque informaron a tiempo al infortunado objeto de sus fobias, que zanjó la cuestión con elegancia y humor.

 

Enrique le había contado que su infancia había sido triste, rehúya la compañía de otros niños y Jugaba con las lombrices del huerto, no le temía a los ratones ni a los murciélagos que en bandadas revoloteaban alrededor del pozo por 'las tardes de verano, aceptaba retos de los niños mayores, y eran temibles sus peleas callejeras, porque peleaba a muerte, sin importarle dada las heridas que recibía o las imprecaciones de los mayores para que abandonara la contienda, si no estaba clara su victoria.

 

 Tenía un carácter algo huraño y con frecuencia cambiaba los juegos infantiles por la lectura de un libro, o se acercaba al grupo de personas mayores y

Hasta se atrevía a opinar. Después de observar estas y otras anomalías en su carácter se le diagnosticó una esquizofrenia que marcó su existencia. Huérfano desde los doce años, vivía con sus dos hermanas y él, el mayor de la familia. Su padre, empleado de una entidad bancaria, había muerto en la guerra civil española llevándose con él la fuente de ingresos del hogar. El abuelo ayudó durante dos años, tras los cuales falleció y Allí terminó su infancia y se encontró con la pesada carga de jefe de familia. Empezó haciendo recados entre sus vecinos y pronto pasó a ayudar en los comercios, lo mismo barría la trastienda, que reponía los artículos en las estanterías, o le llevaba a casa la pesada compra de una señora.

Luchador incansable, obtuvo un puesto de botones en una sucursal del banco en que trabajó su padre y ya podía llevar a casa mensualmente, unas pocas pesetas, pero seguras. No obstante, no abandonó Su papel de recadero y pudo asistir a una academia nocturna, donde aprendió rápidamente todo lo que aquellos sencillos profesores le podían enseñar.

 

Pero en España no había posibilidades de trabajos bien remunerados y empezó a germinar en él la idea de irse a América, donde muchos se habían hecho ricos incluso sin saber escribir. Así que, se puso en contacto con unos parientes que hacía unos meses habían enviado a Venezuela al hijo mayor, los cuales le asesoraron en lo concerniente a documentación y trasporte para emprender su viaje, y hasta le informaron de que su hijo ya tenía trabajo en una empresa de pinturas y que además, la empresa necesitaba más empleados.

 

Eso era todo lo que necesitaba oír para arreglar su pasaporte y en una semana se plantó en Venezuela. Para entonces sus hermanas ya estaban empleadas en un taller de costura y su madre trabajaba en la cocina de una casa de comidas.

 

Los primeros tiempos en Venezuela no fueron muy difíciles, en efecto, lo contrataron enseguida en la empresa de pinturas. Su trabajo de mezclar y envasar pinturas no le gustaba, pero con su dedicación y buen talante ante los jefes, pronto ascendió y se encontró con un buen coche y un muestrario de productos en la carretera.

 

El trabajo era fácil, tenía que visitar un número de clientes diarios y obtener una cantidad de pedidos determinada, cosa que hacía él en poco tiempo, y el que le sobraba lo empleaba en estudiar.

 

Sin mucho esfuerzo consiguió su entrada en la Universidad. Se matriculó en biología y restándole horas al sueño obtuvo su licenciatura.

 

Puntualmente enviaba a España una cantidad de bolívares, que al cambio con la peseta, permitió a su madre casar a sus hijas modestamente.

 

Y fue entonces cuando se presentó en Venezuela la joven valiente de su barrio, que no había podido olvidar sus ojos grises, sus cálidas manos ni su ardorosos labios que tantas veces la besaron escondiéndose furtivos durante sus juegos de niños y estaba decidida a pasar a su lado el resto de sus días.

 

Enrique había sido el sueño de más de una mocita del barrio, en las que él no paraba mientes metido de lleno en su nuevo cometido de llevar a casa lo necesario para el sustento de su madre y hermanas.

 

Con este acontecimiento se sintió halagado y, claro, se casaron, pero Enrique no estaba enamorado. Nació su hija cuando ya habían surgido varios altercados en el matrimonio, y la pareja consideró oportuno vivir separados para evitar sufrimiento a la pequeña, por lo que él solicitó tomar parte en los trabajos de investigaciones marinas que se realizaban en la costa. Allí permaneció tres años visitando esporádicamente a su familia, cuando surgió el litigio que le hizo concebir la idea de volver a España, ya que con su esposa las relación estaba definitivamente rota, y para su hija de cuatro años, era un ser extraño. En España estaban sus hermanas con las que pensaba vivir, hasta que encontrara algún trabajo.

 

Llegaría derrotado, sin recursos económicos, pero en su fuero interno, pensaba que ese favor se lo debían ellas, del tiempo que él trabajó para la familia.

 

En ese momento, una de sus hermanas estaba casada y la otra, viuda, gozaba de buena situación económica, pero muy delicada de salud. Todos consideraron oportuno que mientras encontraba trabajo, viviera con ella, pero fue por poco tiempo, porque falleció a los tres meses dejándole una saneada herencia. Con ese dinero se compró un piso y contrató una sirvienta. Se puso en contacto con los Partidos Políticos, se matriculó en la Universidad de mayores y empezó a disfrutar de la vida. Siempre buscando algún trabajo, pero ya había cumplido los setenta y cinco y no tenía otros ingresos que lo que le iba quedando de la herencia que tan oportunamente recibió. Echaba cuentas con su dinero y su estado físico, que auguraba muchos años de vida y no le cuadraban. Esto le preocupaba y acentuaba las crisis que provocaba su enfermedad al menor descuido en la ingestión de medicamentos, y se acentuaban sus fobias y cada vez se manifestaba más huraño y evasivo. Abandonó las visitas a Lidia, los talleres de la Universidad, en cada uno de sus convecinos intuía un enemigo. Se refugió en las actividades del Partido y se ofreció para hacer trabajos de oficina remunerados, pero allí no había dinero, que era lo que él iba a necesitar.

 

Una tarde, Lidia recibió sorprendida la llamada de Paco, el amante de la Informática de otros tiempos, que la invitaba a tomar un café. Extrañada, agradeció el detalle, y curiosa, acudió rememorando la encerrona que un día le tendieron él y otros compañeros. Tras los saludos y la puesta a punto de sus vivencias después de tanto tiempo, surgió el verdadero motivo de aquella cita. Paco se encontraba en un dilema, y como la consideraba una persona equilibrada, quería pedirle su opinión sobre la petición que un amigo le había formulado: quería que a través de Internet, le proporcionara un fármaco que no se permitía en España, porque se encontraba en una situación límite y quería suicidarse. Estaba arruinado por completo, no tenía familia y su posición social le impedía ir a los comedores sociales. Además, estaba el sueldo de la empleada que no podría pagar, pero necesitaba sus servicios, y como un día u otro tendría que morir, consideraba oportuno elegir la fecha y evitarse malos ratos. Paco no era creyente, y hombre práctico, al fin, no veía tan mal el planteamiento.

Lidia no salía de su asombro y olvidándose de otras razones, le puso de manifiesto que, en este país, eso era un delito. Y tras algunas reflexiones más dieron por finalizado el asunto, conviniendo en que ese favor no se le podía hacer a nadie, y ya se despedían cuando todavía Paco añadió: "No he querido dejar de comunicártelo, porque tú, también lo conoces; pero Lidia estaba tan conmocionada, que ni puso atención a estas palabras.

 

A lo que no pudo evadirse, fue al relato que pasados unos meses, le contaba la sirvienta de Enrique, mientras las lágrimas inundaban su rostro.

    Se encontraban en una sala mortuoria donde descansaban los restos del que fue su amigo. Con frases entrecortadas la sirvienta relataba el cuadro que había presenciado aquella mañana cuando llegó para prepararle el desayuno y el baño. Lo encontró sentado en un sillón delante de la mesa en la que quedaban algunos papeles que el viento racheado que entraba por los ventanales abiertos, no había diseminado todavía por el suelo de la estancia. Sobre la mesa, un bote de medicina vacío, una jarra de agua y un vaso con un resto d un líquido ambarino, hablaban elocuentemente del drama que allí se había desarrollado la noche anterior. Tenía la boca y los ojos abiertos, el cuerpo inclinado hacia la pared, que le había impedido caer al suelo, las manos agarrotadas, parecían haberse querido agarrar al filo de la mesa. Por lo demás su figura no impresionaba. Lo que conmovía a la sirvienta era la carta que para ella había dejado agradeciéndole todos sus servicios y las detalladas cuentas que en pliego aparte presentaba y que manifestaba la fecha en que ante notario le había vendido el piso por una cantidad que cubría sus salarios durante 20 años, que él consideraba que no iba a vivir. Había un escrito con instrucciones post mortem, no quería funerales, debía ser incinerado, recomendaciones a la sirvienta sobre la distribución de todo lo que había en la casa y disponía que se hiciera una simple llamada telefónica a su hija, en Venezuela, que ya habían efectuado y que solo obtuvo por respuesta un: "Lo siento mucho" seguido del "clip" al colgar el auricular. También había dos cartas abiertas dirigidas a los presidentes de la Comunidad de vecinos y del Partido en que había militado. Eran cartas en las que les daba a conocer los motivos de su reiteradas peticiones de trabajo remunerado, y con duras frases, surgidas de su desesperación, les hacía responsables de su muerte, porque -decía, él amaba la vida y no quería morir, pero quería vivir dignamente y ganarse su sustento. Indudablemente estaba capacitado para ello como les había demostrado en tantas ocasiones en que habían solicitado, gratis, su asesoramiento, en los conflictos que se habían planteado en la Comunidad y la Sede del Partido; pero cuando él trataba de cobrarlos, todo eran evasivas, y él, necesitaba ese dinero para sobrevivir.

A continuación lanzaba una nutrida serie de improperios que había ido acumulando en su corazón contra ellos, sin decidirse a manifestarlos, con la esperanza de que, algún día, consiguiera su propósito.

 

También para ella había dejado una carta, pero esta sí estaba cerrada. Lidia la sostenía entre sus manos temblorosas sin atreverse a leerla. Por fin acabó metiéndola en su bolso y posponiendo su lectura para cuando estuviera sola, porque le daba miedo lo que aquel ser taciturno y huraño quisiera decirle desde el Más Allá. Acaso a ella también le había enviado sutiles mensaje sobre su situación que ella no supo interpretar. Cierto fue que, se sintió intrigada por la situación financiera de su amigo durante algunos días. Sería, acaso, eso una trasmisión de pensamiento de la potente mente de Enrique para tratar el tema con ella? Lidia no lo consideraba capaz de humillarse para pedirle ayuda. Además ¿de que cantidad de tiempo y dinero formularía su petición? Probablemente ese no era el contenido de su mensaje. Dejó estos pensamientos para volver a la realidad que estaba viviendo.

 

En aquel momento unos empleados de la funeraria sacaban el sencillo féretro de la estancia, sin rito alguno, todo de lo más simple, como él había tenido la previsión de dejar escrito y pagado, solo acompañado por cuatro o cinco personas que él había dejado escrito que fueran avisadas de su muerte. Fue un acto silencioso y frío, como había sido su vida.

 

Pasada una semana, Lidia hizo acopio de todo su valor para decidirse a leer la carta. Estaba fechada varios años atrás, cuando iba a visitarla asiduamente.

Era una exposición detallada de su situación en aquel momento y una desesperada petición de auxilio. Empezaba relatándole todo el proceso de su enfermedad y reconociendo que sus efectos de manías persecutorias y fobias infundadas, habían arbitrado su existencia. Luego asumía su responsabilidad al no poner en práctica y seguir fielmente los consejos médicos y añadía en su descarga, que eso era fruto de la rebeldía que anidaba en su interior.

 

Le decía que tan desesperado se encontraba que, sabiendo que ella acudía a una Gestoría para la Administración de sus bienes inmobiliarios, había concebido la idea de ofrecerle sus servicios

 

-No creas que sería un mal negocio para ti, seguía diciendo la carta, te costaría la mitad de lo que ahora pagas al gestor, y yo resolvería esta situación a la que no le veo otra salida que quitarme la vida. Te aprecio mucho y no quiero engañarte. Yo sé que mi enfermedad me incapacita para amar, pero Pienso que se podría establecer una relación "sui generis" en la que cada uno aportara lo que el otro necesitara, sin una vida en común, que mi temperamento no me permite, pero obligado a velar por los intereses y la integridad de la otra persona. Por mi parte no aspiro a un sueldo básico, solo fijaría lo necesario para comida. Ya tengo la vivienda y la sirvienta asegurada hasta el fin de mis días, dispongo de mucha ropa, que no llegaré a gastar, por lo que mis necesidades se cubren con poco.

 

Lidia iba del asombro a la indignación, de la indignación a la piedad, de la piedad, al paroxismo. Dejó caer la carta, se reclinó en el sofá y perdió la noción del tiempo que pasó reviviendo en su mente escenas, actitudes, y diálogos del pasado. Luego, incapaz de seguir leyendo, se acercó al fuego que ardía en la chimenea y allí se quedó mirando como ardía el papel, que llevaba impreso, el desgarrador grito de un hombre desgraciado, mientras la invadía una gran tristeza e intentaba adivinar cual habría sido la sentencia que había dictado el Ser Supremo en el Juicio Final de aquel desdichado ser que había venido al Mundo con unas armas tan deterioradas para vencer en la batalla de la vida

Diciembre de 2017

 

Autora: Brígida Rivas Ordóñez. Alicante, España.

     davasor@gmail.com

 

 

 

Regresar.