El mensaje de las palabras cruzadas.
Las agujas del reloj que quebraban el
silencio de la sacristía de Santa Aurora avanzaban aquella noche como siempre,
sin prisa, sin pausa, como indiferentes a las zozobras humanas, como si nada les
importaran los anhelos y las desesperanzas de los mortales, y a punto de
alcanzar las doce sacaron de su embeleso al octogenario padre Retahílas.
—¡Vamos, vamos! -despabiló a los
monaguillos que se peleaban entre sí por acabar a hurtadillas con el pan y el
vino sin consagrar- Subid al campanario y tocad las campanas a fiesta mayor.
Los monaguillos no corrieron cual dóciles
corderos prestos al silbido del pastor, volaron cual ladronzuelos temerosos de
ser pillados por la justicia con las manos en la masa.
Al quedarse solo, el padre Retahílas, un
tanto nervioso por el despiste se sentó ante la mesa de pino, extrajo de la
gaveta papel, tintero y pluma, se caló los anteojos y empezó a hilvanar el
sermón. Recordaría a sus feligreses que Dios nacía hecho hombre para salvar
sus almas de la muerte, les pediría que dejaran de mirarse como enemigos antes
de que fuera demasiado tarde, les aconsejaría que unieran sus manos con amor
para hacer de sus vidas el preludio de la felicidad eterna, para hacer del
pueblo un paraíso terrenal, para poder esperar en él como sentados en el
vestíbulo del cielo... como venía haciendo desde hacía ya más de cincuenta
años, medio siglo, desde aquel año en que a caballo y con sotana recién
estrenada llegó como párroco a Caparrosa. Pero una voz encendida de firmeza y
brotando de la llama azul de la lamparilla que le alumbraba le hizo fruncir el
ceño.
—¡Olvida el sermón de una vez! ¡Deja ya de
predicar para leños del monte! ¿No ves que después de tantos años desgranando
la misma espiga sólo has conseguido recoger el apodo de Retahílas?
Y movido por un extraño resorte, no tan
enojado consigo mismo como con sus feligreses, rasgó el pliego de papel en
horizontal y en vertical, y los pedacitos se le escaparon de las manos cual
mariposas ávidas de libertad.
Los monaguillos volteaban las campanas
arropados por un manto de escarcha y haciendo burlas del cura,
"¡Navidad!", parecía tañer una con alegría. "¡Hoy es
Navidad!", parecía repetirle la otra con redoblado entusiasmo. Sus gritos
metálicos levantaron a las familias de las mesas atiborradas de potajes de
conchas y caracoles de plata, de pavos galvanizados de oro, de pasteles
festoneados de rubíes, de pan de rosas,
de vinos
de sueños... de antiguas costumbres heredadas de sus mayores, de exquisitos y
exagerados cumplidos con el estómago. Y vestidos de lujo salieron de sus casas
de mármol y cristal para ver nacer en la iglesia al Niño de Belén, al Rey de
reyes, al Salvador de los hombres... Al Dios que tantas veces chantajeaban ante
un callejón sin salida, sin norte, sin luz. Al padre Retahílas le entornaron
los ojos como de un mazazo.
Era cierto. Ignoraba a quién correspondía
aquella misteriosa voz que acababa de hablarle desde la llama de la lamparilla,
pero había derramado en su desgastado ánimo todo un jarro de convencimiento.
Por los áridos caminos del calendario veía aproximarse como cada año a ese
burrito blanco llamado Navidad. Traía las alforjas colmadas de confites de
amor, de rosquillas de paz y de tisanas de alegría. Sus feligreses se las
comerían a bocados, con hambre de siglos, dispuestos a saciarse para siempre de
aquellas delicias, de aquellas virtudes. Pero en cuanto Navidad doblara la
gélida esquina del 25 de diciembre volvería a nutrirse del menú de los diarios:
el zapatero volvería a pagar sus vicios con los libros de sus hijos, la modista
volvería a estrenar vestido de los retales sisados a sus amigas, el tabernero
volvería a bautizar el vino para endemoniar a los parroquianos y santificar el
cajón, la posadera volvería a bailar los números de las minutas para que en
lugar de restar sumaran, los labradores volverían a enzarzarse por el turno
del agua, las lavanderas volverían a hurgar con la lengua en las conciencias
ajenas, volverían todos a darse la espalda, a hacerse el vivir difícil, a
pegarse, incluso, y habría que esperar 364 días de discordias para disfrutar
de uno de armonía. Y para tan corto viaje, lo veía claro: no valía la pena
entregarse a mullir albardas.
Los monaguillos repicaron las campanas por
última vez. "¡Navidad, hoy es Navidad!", parecían tañer al unísono.
El Padre Retahílas se abrochó los botones de la sotana, se colocó la casulla y
salió al altar. Mil ojos se clavaron en él pero los suyos no vieron a nadie. Un
moscardón zumbando alrededor de su cabeza lo tenía como sitiado entre el cielo
y la tierra. Se santiguó y empezó a bisbisear en latín. Se tragaba las
palabras como sin masticarlas, atajaba las oraciones como intentando llegar al
amén de un brinco. Al concluir el Evangelio un murmullo lo libró de las alas
del moscardón.
—El sermón, Padre Retahílas, se le ha
olvidado el sermón -le susurró un monaguillo al oído.
—El sermón, Padre Retahílas, se le ha
olvidado el sermón -le repitió el otro por si las moscas.
—¿El sermón?
¿Qué sermón?
—El de Navidad
-musitaron a coro los feligreses-, el de Navidad.
Los miró sin querer verlos, borracho de
vergüenza. Estaban vestidos de buenos y tenían en la sonrisa alfajores de
cariño, jaleas de ternura y piñonadas de besos para el Niño Jesús. Pero el Sol
de cielos y tierras no nacería aquella noche en aquel Belén, y no nacería por
su culpa, sólo por su culpa.
—¡Perdonadme, hijos, perdonadme! Hace un
rato me tentó el diablo en la sacristía, me puso en contra vuestra y rompí el
sermón en pedazos. Me abrumaban tanto vuestras pocas ganas de hacerme caso que
no dudé en dejar de ser el padre Retahílas para empezar a ser el padre Mutis.
¡Perdonadme, perdonadme! Son cosas, manías de un cura viejo.
Y rompió a llorar como cuando era niño y
los mayores lo pillaban en un renuncio.
—Ya chochea
-murmuraba el cartero.
—Se le va la especie -comentaba el panadero.
—Está como un cencerro -cuchicheaba el
lechero.
—El cuerpo le pide tierra -ironizaba el
enterrador.
—¡Pobrecillo! -suspiraba una beata.
—Tiene fiebre, está en las últimas
-vaticinó el médico, y salió a buscar unas píldoras.
Al abrir la puerta, un buey y una mula
entraron en la iglesia y se acurrucaron al pie del altar. Un gallo descendió
del campanario y después de poner con el pico un puñado de mariposas de papel
en las manos del cura quiquiriqueó muy ufano. "¡Navidad, hoy es
Navidad!" El dulce gemido de una madre recién parida puso de repente un
niño sobre las pajas del pesebre. Era un niño tan pobre que sólo pedía dar, tan
santo que sólo podía sacrificarse, tan sabio que sólo podía perdonar, tan
hermoso que resplandecía en las sombras como en la noche los luceros, tan
grande que se menguaba como la luna, tan poderoso que se ocultaba como el sol,
tan hombre que quería volver a ser niño... "¡Navidad, hoy es
Navidad!", entonaron los feligreses de súbito, radiantes de alegría. El
padre Retahílas estrujó nervioso el capullo que en el nido de sus manos habían
tejido las mariposas, y un gusano de nácar surgió al instante de las entrañas
de seda, serpenteó por sus vestiduras y le susurró al oído: "¡Navidad,
¿qué es Navidad?" Y entonces salió de su error. No había sido el diablo
quien le habló en la sacristía, había sido el mismísimo Dios. Y no le quería
decir que no echara el sermón, le quería decir que las retahílas de
recordatorios, de ruegos y de consejos no servían para nada, que las cambiara
por explicaciones; y no le quería decir que sus feligreses eran como leños, le
quería decir que predicara para hombres de la tierra y no para leños del monte,
que les diera razones, que los enseñara a pensar, a entender... Pero se lo
había dicho con un cruzado de palabras tan sabias y tan sencillas a la vez que
en lugar de oírlas con el corazón, -como se oye a Dios-, las oyó con las
orejas, -como se oye al diablo-, y ahora, ¿qué podía hacer él ahora para
explicar a sus feligreses qué era
Miró
al Niño recién nacido. Nadie supo si pidiéndole perdón, nadie supo si
pidiéndole auxilio. De pronto una estrella amarilla se descolgó del firmamento,
revoloteó en círculos sobre el altar y se posó en su atolondrada cabeza. Al
principio, agobiados por el peso, los pies le temblaron; después, el peso se le
deshizo en la sangre y empezó a flotar en el aire. De las ocho puntas de la
estrella se descolgaron inesperadamente ocho ángeles coronados de flores, con
túnicas de armiño escondido entre guirnaldas de azafrán, y acompañándose de
zambombas, castañuelas y panderetas, entonaron a coro y con sus voces de
terciopelo el más elocuente villancico que se había oído en Caparrosa.
Navidad no es
vestir pinos
con sonrisas
encendidas,
ni deshojarle al
vecino
rosas de amor
unos días;
Navidad no es
hacer pan
con harina del
derroche,
y echar campanas
de paz
que repiquen
unas noches.
Navidad es hacer
juntos
escaleras de
verdad
por las que
pasen los unos
sin pisar a los
demás
haciendo que
para todos
sea la vida
Navidad.
Y cuentan los testigos de aquella misa que
cuando el padre Retahílas voló al cielo sobre las rosadas alas de tul de
aquellos ángeles sonreía de felicidad por haber sabido al fin explicar a sus
feligreses qué era Navidad.
Autora: María
Jesús Sánchez Oliva. Salamanca, España