Cuando la imagen habla a través de mil palabras.

 

No resultará desconocida al lector, esta expresión que, nacida de la sabiduría popular, entraña una profunda verdad. Quizás, sufre la suerte de tantos refranes populares que, por muy conocidos y aún más usados, puede perder el sentido que conlleva.

No pretendo aquí hacer una disquisición filosófica de la frase, ya que no cuento con los recursos argumentales necesarios, ni es mi pretensión en unos párrafos elucubrar acerca del sentido de esta expresión. Más bien, intento poner en palabras lo que ella sintetiza de la experiencia interior que me encuentro transitando. Se advertirá que el núcleo de lo que deseo compartir en esta oportunidad, no se encuentra en esta tímida introducción, sino en el cuento-imagen que se desplegará a continuación, si el lector gusta seguir leyendo.

Me temo que a estas alturas de la historia de la humanidad, y en un tiempo en que las comunicaciones han avanzado tanto, a tal punto de poder conectar un extremo a otro de la Tierra en menos de un segundo, el poder de la imagen se ha banalizado, y caído en el triste error de considerarla únicamente en su aspecto visual.

Teniendo en cuenta que el conocimiento se forja a partir de lo percibido por los sentidos, huelga decir que éste, en principio, está conformado por una compleja red de imágenes, que son el resultado del ensamblado que hace nuestra mente de las distintas percepciones recogidas de nuestros sentidos.

Así una imagen no sólo puede ser visual, sino también olfativa, auditiva, táctil, gustativa, y más aún, es el constructo que resulta de la fusión de todas éstas.

 

La imagen y las personas ciegas

 

¿Qué sucede entonces en la mente de quienes no vemos?, ¿cómo se construyen las imágenes cuando no se ve?, es la pregunta que subyace cuando las personas con vista nos preguntan a las que no vemos acerca de cómo soñamos, aunque no aparezca formulada de esta manera. Nótese un indicio fehaciente de la connotación visual que se le da al concepto de imagen, cuando todos, viendo o no, tenemos imágenes mentales a partir de lo que percibimos.

Habiendo visto yo misma hasta mis ocho años de edad, me resulta un universo fascinante y un mundo de preguntas y desafíos hacerme una idea de cómo se construyen las imágenes en la mente de quienes no han visto desde muy pequeños.

Es por eso que no me es posible asegurar que el proceso de desarrollo simbólico se dé de la misma manera en personas que han visto que en las que no, pero sí creo que de hecho, el proceso se da.

 

La imagen, el símbolo

 

Es sabido que a lo largo de nuestra evolución, el ser humano fue asignando sentido y significado a las imágenes que se iba conformando del mundo o entorno que percibía, y al hacerlo, las imágenes ya no fueron sólo una representación mental de la realidad externa, sino un continente de esos significados y sentidos. Esto será por tanto, lo que llamaremos símbolo, y que prescinde notoriamente de que el ser humano que lo construye vea o no vea, sino del sentido y significado que éste le asigne a la imagen de lo percibido.

 

El sabor nutricio de la imagen-símbolo

 

Será entonces, la carga de significado y de sentido que cada uno coloque en una imagen, lo que le dará la connotación, o, si se quiere, el gusto que esta imagen nos deje.

Es así que una imagen podrá convertirse en un símbolo amargo, dulce, tierno, reconfortante. Y, por qué no, alimentarnos, o por el contrario, hacernos daño afectivamente.

Es tal la carga emocional que puede conllevar una imagen, que el símbolo puede tener alcances psicológicos notables, tanto negativa como positivamente.

 

El símbolo y las palabras

 

Parecería ser que son los artistas, los más habituados a trabajar profesionalmente con la expresión de las imágenes y los símbolos: pintores, escultores, músicos, diseñadores, comunicadores, los tienen como materia natural de su oficio diario. Sin embargo, cualquiera de nosotros puede valerse de materiales y recursos a la mano, para expresar a través de ellos, el contenido rico en vivencias personales que a veces piden salir al mundo desde nuestro fuero interno.

Una de las aproximaciones más sencillas y a pedir de boca, es escribir. Escribir no sólo pensando en una gran obra que será o no publicada, sino escribir para expresar, para dejar salir, para crear; muchas veces será el primer paso para elaborar realidades emocionales interiores, que no encuentran cause de otra manera.

 

Mi experiencia con la imagen y las palabras

 

No hace mucho, una amiga me dijo que no iba a poder escribir hasta que pudiera escribirme… y cuánta razón tuvo.

No me considero una escritora, ni mucho menos prolífica, pero me gusta hacerlo, y encuentro que mi mundo interno tiene un canal privilegiado expresándose a través de las palabras.

Sin embargo, las palabras sólo cobran sentido, cuando están cargadas de imágenes. Qué imágenes, aquellas que poblaron

 Mi alma cuando veía, o mejor dicho, cuando miraba.

Pues de eso se trata mi experiencia, que reconozco como un haberme llenado de luz, de colores, de formas, de matices, durante mis ocho años de haber visto. No obstante debo reconocer también, que aquellas imágenes cuya impronta en mi alma se quedó como un jardín secreto, comenzaron a cristalizarse en símbolos más completos y más nutricios, cuando abriéndome a la impronta de las otras percepciones sensoriales, hallo sabor, alimento y recreación en esos símbolos que hoy intento poner en palabras.

Ellos viven allí, en las entrañas de mi afectividad, como en un océano subterráneo de vida, al que mi razón desciende como a un aljibe, para intentar recoger sus nutrientes.

 

La imagen, el símbolo, el cuento, como modo de elaborar la falta de mirada

 

Éste es un camino que vengo recorriendo desde hace tiempo, y que aún está en proceso. El camino de rescatar las imágenes que vi, que dibujé, que canto, y que intento escribir. Y que en muchas ocasiones, me salvan de la desesperanza de haberlas perdido muchos años atrás.

Es por eso que hace ya un tiempo, plasmé en un cuento censillo, mi proceso, mi duelo, y mi elaboración de la pérdida de la vista.

El cuento que a continuación dejo, está repleto de imágenes y símbolos, a través de los cuales pude dar cause a un largo y doloroso pero fecundo transitar interior.

Los nombres de los personajes son alusivos a personas reales de mi historia de vida, y las imágenes apelan a situaciones también reales de la infancia, pero que encierran en sí, un significado más hondo del que muestran a “simple vista” entre comillas.

Los invito pues, a pasear por las galerías de mi historia, para gustar de las palabras y las imágenes, para que, ojalá, saquen para sí algún sabor.

Y para no seguir hablando de la frutilla, se las sirvo en bandeja para que la prueben.

 

SOLEDAD

 

El tobogán

 

Hacía sólo unos pocos días que Soledad había cumplido sus ocho años. Ese día salieron en familia y eligieron, como acostumbraban varias de las veces que iban a pasear, el parque, lugar muy querido por su verde, su frescura, y sus bastos espacios pastizados para correr, jugar, o sentarse a la sombra de un árbol a tomar mate

Además de Margarita y Antonio –mamá y papá- y sus hermanas Lourdes y Antonella –Martín todavía no había nacido-, habían ido los abuelos, algunos tíos y los primos más cercanos, próximos en edad, con los que Soledad solía jugar y compartir encuentros familiares en casa de los “nonnos”.

Cuando hubieron puéstose de acuerdo- no con poco trabajo- en la sombra bajo la cual instalarían el “pic-nic”, los adultos se dispusieron a desplegar el mantel sobre el pasto, desparramar por aquí y por allá los banquitos, poner en exposición los manjares típicos de la ocasión, y armar el infaltable mate, mientras que los más chicos recorrían el lugar para evaluar dónde colocarían la improvisada canchita de fútbol y los rincones más estratégicos para jugar a las escondidas.

En esas estaban, corriendo y jugueteando, cuando nuestra amiga tropieza en su carrera y cae pesadamente. Al parecer, los pies habían quedado enganchados en un “accidente del terreno”, y el resto del cuerpo se desplomó, sin tiempo suficiente para reaccionar, acomodándose para la caída.

El impacto fue fuerte. Se había esguinzado los tobillos. En el momento Soledad no alcanzó a tomar conciencia de lo que le había sucedido, aunque más tarde experimentaría el dolor.

Al instante alguien se acercó, pero no para preguntarle cómo se encontraba, sino para ayudarle a levantarse, sin dar demasiada importancia a la caída.

_No importa, a cualquiera le puede pasar. ¿Vamos del otro lado de la calle que hay juegos y un tobogán altísimo...?

A Soledad le fascinaban los toboganes, mientras más altos, mejor. Le gustaba todo lo que tuviera escaleras, y disfrutaba de las alturas.

Ése era el tobogán más alto que había visto en su corta vida. Y aunque todavía un tanto mareada y desconcertada por el golpe, se animó a subir por su propio entusiasmo, pero además, por la insistencia de los que la acompañaban.

Al llegar a lo más alto de la escalera, no alcanzó a sentarse y a tomar consciencia de dónde estaba, que los que venían con ella la apremiaban para que se lanzase.

Soledad cerró los ojos fuertemente, y se dejó llevar por la sensación de la caída.

 

El laberinto

 

No acababa de reponerse Soledad de la impresión de un juego, que alguien ya propuso otro.

¡Por allá hay un laberinto...!

Éste no era un laberinto como los que Soledad había escuchado: hecho de ligustros, por lo que se conocía el camino a seguir debido a que se encontraba, obviamente a la intemperie, expuesto a la luz del sol. Éste no era así, sino más bien, parecido a uno que había visto en un parque de Buenos Aires: un recinto cerrado, de enormes dimensiones, más largo que ancho, semejante a un túnel. Interiormente estaba dividido por paneles de vidrio que, unidos unos con otros, formaban los estrechos pasillos y encrucijadas, y de tanto en tanto desaparecía un panel para dar paso a un espacio que comunicaba un pasillo con otro. La única luz que llegaba al interior era la natural del exterior, que se colaba por las puertas de entrada y de salida, tan distantes una de la otra, que al ir adentrándose en el complejo, no había otra forma de avanzar que aventurarse a caminar a tientas, escuchando y tanteando, atraído por una tenue claridad a lo lejos.

Soledad entró en el laberinto. Éstos le gustaban: con sus encrucijadas y pasadizos, con sus giros y rincones; el desafío de su complejidad y el deseo de atravesarlo la apasionaban e impulsaban a seguir hacia delante.

Cuando húbose internado en la oscuridad, ya no pudo más que valerse de sus oídos, que poco a poco se acostumbraban a escuchar sin ver, y de sus manos, un tanto torpes y temerosas en la oscuridad negra.

Entonces se percató de que no estaba sola: otros como ella atravesaban el tramposo laberinto. Algunos más rápido, otros más lento, más o menos orientados, algunos solos, otros en pequeños grupos, buscaban la claridad del sol, la apremiante esperanza de la libertad.

En el camino Soledad se encontró con varios de ellos: otra mamá Margarita acompañada por “su prole”, Daniel, un chico un poco mayor que ella, que prefería andar solo y rechazaba muchas veces las orientaciones que otros amablemente le ofrecían; Fernando que, con su carácter un tanto impulsivo, en ocasiones la sacó cuando se estancaba; Andrés, compañero de ruta, emprendedor y buscador como ella, por quien se sintió profundamente motivada; sus hermanas Lourdes y Antonella, el carismático e inteligente Javier, y muchos más.

Soledad no supo cuánto tiempo pasó allí, pero fue mucho. A veces el laberinto se le hacía interminable. Muchas otras se sintió sola, aunque sabía que no lo estaba.

En una oportunidad se encontró perdida en medio del recorrido. La oscuridad apabullante distorsionaba lo que percibía a su alrededor; todo era confuso y desalentador.

Ya no siguió las voces, pues venían de tan diversos lugares que la distraían. Sino que comenzó a escuchar la Voz de su propia “corazonada”.

Le pareció empezar a distinguir una débil luz que le llamaba la atención. Lo extraño era que esta luz no parecía venir del afuera, sino más bien, de adentro. La siguió.

Poco a poco fue abriéndose paso, dejándose llevar por esa luz interior. Paulatinamente avanzaba sin detenerse. Percatose entonces de que los pies le dolían, debido a la caída sufrida tiempo antes, mas aún seguía caminando.

Fue a estas alturas que distinguió a lo lejos la claridad proveniente de la puerta de salida del laberinto. A medida que su “visión” se aclaraba, también se aclaró su oído, y fue allí que cayó en la cuenta de que otros continuaban perdidos.

Comenzó a dar voces y a extender los brazos para intentar encontrar a quienes estuvieran cerca.

¡Daniel, Vero, Fernando, Marce, Beto, Lourdes... me parece que es por acá!

Algunos empezaron a escuchar su Voz y a seguirla; otros no llegaban tan rápidamente al lugar de donde nacía la voz, pero se encaminaban hacia ella. Mas otros, se quedaron donde estaban.

A Soledad el recorrido le pareció eterno; y es que en los laberintos no existe la noción de tiempo. Pero no importaba... ya estaban cerca de la luz.

 

La calesita

 

Desde la salida del laberinto ya se distingue la calesita, otro juego que a Sol le gusta mucho. Porque a la calesita se pueden subir todos, grandes y chicos, y bajarse cuando quieran, aunque a ella le gustaría que todos se quedaran. Porque la calesita da vueltas y vueltas, como vueltas da la vida, y nunca se sabe cuándo te tocará la sortija.

Sol ya se ve montada en uno de los caballos: el de las riendas rojas y los ojos color cielo... Lo ha nombrado “Destino”, pues, un oculto destello de luz en sus “ojos”, que sólo ella aprendió a “escuchar”, le ha revelado la certeza de una promesa, de un Destino de Luz, de un Destino de Sol.

 

(Lucas 2, 22-35)

“Este Niño será la Gloria de su pueblo, Israel, y Luz para las naciones.”

Diciembre – 2008

 

Autora: Ornella vanina Pasqualetti Manzano. Buenos Aires, Argentina.

ornellaamdg@gmail.com

* La Autora se presenta.

 

 

 

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