El tiempo es, sin dudas “el
tema de la reflexión humana”. Salvo el hombre-corcho, ese que navega por la
existencia sin hacerse cargo de sí, es imposible imaginar que alguien haya vivido
a-conscientemente de su realidad de ser “temporal”. En verdad creo que aún
aquellos que parecen no advertir la realidad del reloj y del calendario,
sienten en algún momento, ya sea porque sus fuerzas menguas o porque descubren
que sus hijos crecieron, o por alguna otra circunstancia, que su vida
transcurre y que la realidad del “paso” es inexorable. Aunque en el balance
final el tiempo parezca comportarse como lo que finalmente caduca, la raza
humana ha sabido encontrar maneras de reivindicar su finitud jalonándola de
acontecimientos auspiciosos, de monumentos ciertamente más perdurables que
muchas vidas singulares, de obras que mejoran la vida de los futuros habitantes
del planeta. Así, no me parece que resulte ingenuo que nos alegremos porque
nuestra revista, nuestra “esperanza” cumpla 15 años. Esta es la edad en que
nuestras jovencitas celebran su ascenso social; es este el lapso que los
historiadores consideran como un recambio generacional: es, en fin un tiempo
suficiente como para valorar positiva y jubilosamente una obra de solidaridad
intelectual.
Pienso que el hecho de dejar
algo escrito, llámese revista, obra de ficción o de ciencia, llámese poesía o
ensayo de reflexión, debe considerarse al menos como un aporte al devenir de lo
humano. Tal vez con esto no esté haciendo más que un precario intento de
justificar la presencia del libro que acabo de publicar. Se preguntarán porqué
siento la necesidad de justificar la publicación de un libro…. No es difícil de
comprender: tengo dudas respecto de la trayectoria de una obra en cuya
gestación invertí mucho “tiempo” de mi vida. Pero lo cierto es que “mi tiempo
singular” corría el riesgo de acabarse sin que se oyera mi voz, una voz que
acaso hoy resulte extemporánea pero que es única, tan única como lo es la voz
de cualquier individuo humano y no quise partir sin que esa voz se oyera aún a
despecho de que pueda ser interpretada de modos parciales erróneos o más
verdaderos en su certeza que esa misma voz.
Las repercusiones del libro han
sido, como debían ser, disímiles: elogiosas algunas, tibias otras, injustas
algunas…. Esto no me duele, por el contrario, certifica mi convicción de que el
libro es, una vez “publicado” un hecho “público” que deja de pertenecerle a
quien lo escribió. Es posible para el escritor dar fe de sus razones para
publicar un libro. Lo que no puede es dar las razones por las cuales la
comunidad de lectores, lo acoge o lo rechaza, lo deja de lado o lo toma. Dicho
esto, no es difícil que ustedes imaginen con cuanto temor y con cuanta expectativa
realicé la presentación de este ensayo que ya…. No es mío. Lo presenté, tal y
como se presenta un niño para ofrecerlo a la comunidad.
Ya les comenté los avatares de
la presentación en Buenos Aires, quiero ahora, siguiendo con esta ya casi costumbre
de hacer partícipes a los lectores de esta revista, de mis vivencias pasadas y
presentes, contarles cómo fue la presentación en mi ciudad. Se dice, desde la
negativa del pueblo de Nazaret a reconocer al hijo de un carpintero como Hijo
de Dios que “nadie es profeta en su tierra”. Debo, en plan de ser, como siempre
lo he sido, sincera, que el aserto no se cumplió. Muy por el contrario, en mi
sitio de origen, de despliegue vital, de luchas con triunfos y fracasos, de
amorosos cumplimientos recibí la fruta exquisita del respeto y la inefable
certeza del cariño.
La presentación se realizó en
la biblioteca municipal del pueblo en el que vivo y que dista
Armando y yo estábamos
preocupados por el modo de recibir y de agasajar a los asistentes: pues nada,
no tuvimos que hacer nada. Pilar, nuestra amada hija nos dijo: ustedes
dedíquense a disfrutar que yo me encargo de todo, ese todo incluyó desde lo
económico hasta la organización del acto hasta en sus menores detalles. ¡Qué
alivio! Yo que suelo preocuparme hasta de lo que no me incumbe estaba libre de
toda preocupación. Mi atuendo, siempre sobrio, fue por indicación de una amiga,
menos informal y más elegante…. Abandoné mi ropa deportiva y mis cómodas
zapatillas y vestí un traje de pantalón y chaqueta y monísimos zapatos; ¿maquillaje?
Apenas el lápiz labial y algo de color en las mejillas a mi exclusivo cargo.
Aunque les parezca frívolo, mi apariencia me importaba mucho, porque…. Yo no
miro a nadie pero, sí que indudablemente iba a estar expuesta a muchas miradas:
pero claro que sí, que esta es una preocupación de toda mujer y que en el caso
de una mujer ciega reviste mayor y a veces más una casi dolorosa incerteza.
Confieso que no fue mi caso, me sentía segura porque ya había probado ese
atuendo y sabía que era acorde a las circunstancias. Mi primera alegría fueron
las canciones que interpretó Mariana Palomo, una joven ciega profesora de canto
que está luchando contra la injusticia y la iniquidad por su cátedra
universitaria. Sin condicionamientos les digo que es una profesional solvente y
una exquisita cantante, (ella se denomina cantora). Yo le había pedido que
interpretara la “zamba del ángel”, y lo hizo, y lloré con emoción no idéntica
pero sí análoga a la que había experimentado en Buenos Aires ante las canciones
de Ornella. En la otra canción, la letra decía: “el silencio es la canción de
la derrota” y yo, cómo no iba a sentirlo, sentí el eco de mi dura lucha
reeditado en la lucha de Mariana y sentí que el río de la vida con sus salto de
agua, con sus tiempos de torrentes y sequías es un tiempo que después, se
aletarga. ¿Saben quien interpretó una canción? Nada más y nada menos que
Micaela, la niña de mi hijo, mi nieta mayor que ayer cumplió 13 años. Tiene una
voz maravillosa en registro de soprano…. Era su debut…. No mostró todo su
potencial pero los demás no lo sabían así es que encantó con su gracia y su
frescura; era una canción de las que le gustan, naturalmente…. Música pop que
decía: “alzaré mis banderas y jamás me rendiré”: y otra vez oí mi propia voz,
joven, recién estrenada como una mañana de septiembre; clara como claro es el
cariño entrañable que nos tenemos y que salta tiempos y destiempos para que
abuela y nieta seamos a veces dos sueños con memoria en mi alma y esperanza de
dicha en la suya. Agradecí a las dos intérpretes, como pude, con la voz mojada
de sana alegría y de genuina emoción. Mi amiga, la misma que había tenido a su
cargo la presentación en Buenos Aires la hizo también aquí. Pero ¡OH sorpresa!
Había cambiado la disertación: en esta ocasión tomó lo que en el libro designé
como “la línea del espanto”: Sabato-Baudelaire-Maeterlin,…. El clima se cargó
de electricidad, nadie respiraba, todos sentíamos la opresión de esos textos en
nuestras cabezas y en nuestros corazones como es natural yo había preparado un
texto que imaginaba como complementario de la disertación de mi amiga: lo tenía
muy prolijamente escrito. Era un trazado general del libro con un pantallazo de
su estructura, algo así como una guía programática. Por un lado prólogo,
introducción, epílogo y testimonios. Por el otro, algo así como un índice más
abierto. Pero…. Comencé bromeando con que deberíamos pedir colaboración al
“centro de ayuda al suicida”. Una risa generalizada me tranquilizó a mí
también. De allí en más planteé un tema que siempre debe preocupar a quien
escribe y a quien lee y que desde luego había sido para mí objeto de
meditación. Me ubiqué en el ángulo del lector y formulé las preguntas que yo
imaginaba le interesarían al lector. ¿Para qué fue escrito el libro? ¿Porqué?
¿Cómo y cuando fue escrito? La primera respuesta indicó lo que ya se expuso en
el prólogo: para darle curso a un tema que se me impuso como una urgencia
vital. El porqué está explicitado en lo que dije al comienzo de esta nota: mi
tiempo singular es ya menguado y no quiero llevarme el silencio meditado y
amoroso de mi voz. El modo, es decir el como me llevó a dar a conocer las
impresiones que me movilizaron y las lecturas que suscitaron mi reflexión. En
cuanto al momento, el “cuando” aclaré que no hubo un momento sino un devenir
existencial: en efecto, hay ensayos previos que dan cuenta de mi preocupación
por los temas que en el libro se abordan; hay también comentarios escritos y
fichas temáticas sobre las obras que iba leyendo, obras que eran buscadas o
encontradas por ese misterio de las redes que el destino tiende cuando un
escritor está urgido por el deseo, a veces aún no cabalizado de expresar en
palabras sus más íntimas vivencias. Ustedes me conocen ya lo bastante como para
saber que me dejé llevar: un amigo me había dicho, “esta es tu última
oportunidad de defender tu libro; de decir lo que quieras decir sobre él:
después será nuestro y tendrás que aceptar lo que nosotros te devolvamos con palabras nuestras”. Él estaba allí y le hice caso. Dejé que
la intuición guardara los papeles, dejé que la emoción dominara la
racionalidad. Fue, lo que Armando dice que suele ocurrirme, es decir, que me
dejo llevar por el “arrebato místico”. No es para tanto pero sí es cierto que,
excepto cuando he debido preparar alguna charla sobre temas objetivos o cuando
he presentado el libro de alguien que me imponía un severo respeto intelectual,
me entrego con fervor y sinceridad al momento que estoy expresando y al
expresarlo, viviéndolo en cada palabra, en cada silencio y en cada gesto. Si me
pidieran que escribiera lo que en esas circunstancias dije, les aseguro que no
podía hacerlo: sólo sé que era feliz, dando lo que tenía, las entrañas de mi
trabajo, dándome en lo que tengo y en lo que soy. ¿Qué juicio puede merecer
esta manera de entregar un libro? Pues, lo ignoro. La periodista que me hizo la
reseña en “Los Andes” el más antiguo periódico de mi provincia me había dicho:
tené en cuenta que el libro se lee después y que lo que al público le interesa
es el autor con el que ya no volverá a encontrarse cara a cara. Era poco más o
menos lo que me había dicho mi amigo. El final fue, como lo había sido en
Buenos Aires, tal vez más efusivo, tal vez más copioso: un derramarse
burbujeante y cálido de aplausos acaso no merecidos y de abrazos que sí creo
merecer porque en cada uno me reencontraba con algo de mí, de mi amor derramado
en el diario vivir. También como en Buenos Aires todos estábamos contentos.
Allí estuve con uno de mis testimonios: Ornella, aquí con el otro, René y esto
es un privilegio que nunca dejaré de agradecer. ¿Saben quien se encargó de
cuidar y de vender los ejemplares del libro? Nada menos que… Fausto, el mayor
de los tres varoncitos de mi hija Pilar. Se metió a la gente en el bolsillo y
creo que nunca encontraré mejor representante. Yo casi no pude brindar ni
probar nada rico porque me apretujaban, me besaban, me hablaban a la vez, es
decir en simultáneo…. En esos momentos mi hija tuvo una idea genial: en un
rincón ubicó una mesita y le pidió a Leticia Brondo, una amiga suya prohijada
por mí (he dado el nombre porque le auguro un excelente camino en las letras y
espero que cuando la oigan mencionar recuerden que se los dije) le pidió, digo,
que se encargara de transcribir las dedicatorias de quienes las solicitaran…. ¡qué
bien me sentí! Me parecía que era una escritora, como decía mi alumnita mapuche
”de deveras”. Leticia me ayudó a ordenar por ¿Cómo decirlo? Por clima poético
mis “poemas inevitables” así es que no era preciso indicarle la puntuación. Fue
un momento mágico en el que pude escribirle a cada una de las personas que se
acercaban con el libro lo que sentía por ella. No olviden que era casi toda,
por no decir toda, gente conocida. Después de cada dedicatoria mi Leti me decía
“gracias Marga”. Eso me emociona porque sé que muchas veces no nos atrevemos a
pedir algo que necesitamos por temor a importunar y me encontré con alguien que
me agradecía por el servicio que me estaba prestando. ¿Verdad que es una
hermosa prueba de inclusión? No es preciso que les haga saber a los lectores de
la revista que esta crónica es sincera, carente de vanidad y de innecesaria
modestia: cuento lo que viví, tal y como lo viví y no hay más explicaciones. Mi
momento mágico ya les pertenece. Gracias por compartirlo. no se aletarga.
Autora: Lic. Margarita
Vadell. Mendoza, Argentina.