Pilar se
mueve entre el cúmulo de objetos que hay esparcidos en el patio delantero de la
casa, intentando, a duras penas, reconocer cada cosa y su cometido. Tiene la mirada
perdida y en su interior solo suena una voz que le dice: -señora, tiene que
abandonar la casa. Tras el fusilamiento de su marido, el Gobierno incauta sus
bienes. Esta casa ya no le pertenece a usted. Puede sacar los muebles, las
ropas y lo que estime oportuno, porque vamos a precintar la entrada por orden
del Glorioso Alzamiento Nacional. El miliciano con camisa azul y boina roja que
le ha hablado, no puede evitar una mirada de compasión ante el desconcierto de
aquella mujer, y añade: dispone de 24 horas. Pilar se ha dejado caer en una
silla, aturdida.
Una fiel sirvienta, ha puesto en sus
manos una taza con una infusión de tila, que trata de enfriar moviéndola con
una cucharilla.
En su mente, incapaz de pensar, se alza
una nube gris que va ennegreciéndose hasta desvanecerse e inmediatamente surge
otra que crece hasta desaparecer empujada por otra y otra, en una sucesión
interminable de sombras que emergen de lo que aquel miliciano le ha dicho.
Pilar tiene cuatro hijos y vive en una
casa adosada a una fábrica de harinas y panadería, que es el negocio que posee
su marido, y que dirige con mano experta, permitiéndole una vida cómoda, sin
sobresaltos económicos. Su marido, de naturaleza bondadosa, ha creado una
atmósfera de familiaridad y complicidad, que hace que los operarios que le
ayudan, sientan la empresa como cosa propia. Recuerda cuando en los primeros
meses de casados, un pobre se acercó a la puerta de la casa, abierta siempre
durante el día, y ella le dijo: "perdone por dios, hermano" Mientras
le besaba en la frente, su marido le amonestó con dulce tono, diciendo:
"Querida esposa, nunca se ha ido de esta casa un indigente sin una
limosna.
Las caricias de su hija menor de 4 años,
abrazada a sus piernas la vuelven en sí. La levanta y aprieta contra su pecho,
durante un tiempo que a la niña le parece largo y se debate para saltar al
suelo y perderse inconsciente y jubilosa entre el cúmulo de muebles y fardos
que la rodean. Pilar la observa un momento y encuentra el valor que necesita
para sobreponerse a la situación y aceptar la responsabilidad que ahora le
acosa a ella sola, para sacar adelante a aquellos seres indefensos.
Sacudiéndose las trágicas imágenes que
desfilaban por su mente, se hizo con las riendas de aquel caos. Aparecieron en
su campo visual las imágenes de dos fieles servidores que desde hacía rato la
miraban esperando sus órdenes, pero sin osar interrumpir su dolor. A uno, lo
mandó a las cuadras a enjaezar las mulas con serones profundos para transportar
todos aquellos bultos que contenían los enseres de lo que había sido su hogar.
Ella ignoraba de qué forma, ni en que momento, las ropas de los armarios, los
utensilios de cocina, los colchones de mullida lana, habían pasado al interior
de aquellos paquetes envueltos en mantas y atados con cuerdas. También las
camas, mesas y aparadores aparecían desarmados y cuidadosamente etiquetados
para el transporte. Al otro le encargó enjaezar la yegua donde ella viajaría
con la pequeña, y que aparejara también las cabalgaduras que transportarían a
los niños.
La cocinera, que ya servía en la casa de
los padres de la señora, le hizo notar que el cofre de sus alhajas no se
encontraba allí, y la razonable sospecha de que uno de los milicianos lo había
sustraído. , Solicitó permiso de la señora y ella misma se encargó de hablar
con el jefe del comando, que ejecutaba el desahucio, de recuperarlo, e instaba
a su ama para que revisara su contenido, cosa que rehusó Pilar, que en aquellos
momentos minimizaba el valor de las joyas comparándolo con todo lo que acababa
de derrumbarse en su vida.
Todo esto sin derramar una lágrima, con
la voz firme, y la figura erguida. Ahora no había tiempo para el dolor. Cuatro
criaturas entre los diez y los cuatro años, dependían completamente de ella.
Los reunió en un rincón del patio y
sentados sobre los enrollados colchones, les habló amorosamente: "Hijos,
tenemos que ser fuertes, vuestro padre no estará con nosotros, pero nos va a
ver desde el Cielo. Todos debemos ser tan dignos como él hubiera querido. Vamos
a emprender un viaje y nuestra vida cambiará. En adelante todos tendréis que
ayudarme y los mayores cuidar de los pequeños. Los pequeños tenéis, que
obedecer a los mayores, porque yo no podré estar cerca siempre. Aquí, la más
pequeña rodeó las rodillas de su madre con sus bracitos y dijo con voz mimosa:
-Mamá, yo voy contigo. Pilar la rodeó con sus brazos y la acunó en su regazo,
mientras una lágrima reprimida rodaba por sus mejillas. Los otros niños
guardaban silencio, conscientes de que algo terrible estaba ocurriendo, aunque
no eran capaces de medir las dimensiones de la tragedia que se cernía sobre
ellos.
Bajo una fina llovizna y unos caminos
resbaladizos por el barro que alcanzaba
Llegados a la capital, pilar está a
punto de desfallecer entre los brazos de su madre que la recibe anegada en
lágrimas.
Pero no puede entregarse al dolor; hay
cuatro niños expectantes que esperan las caricias de su abuela y a los que hay
que atender después de un viaje de varias horas, en el que las inclemencias del
tiempo en el mes de enero los mantienen ateridos y hambrientos.
En la calle espera el camión cargado con
los enseres que Pilar ha podido rescatar del decomiso que el gobierno ha hecho
de su hogar. Habrá que acomodar los muebles de la casa de la abuela, limitando
espacio para los que esperan en el camión. De todas formas, no hay lugar para
todos, aunque los colchones se superponen en las camas en grupos de 2 y 3, en
el salón hay dos aparadores, cuatro sillones, dos mecedoras, dos relojes de
pared. Pero mesas, sillas, camas, y otras mil cosas no han encontrado espacio
para ubicarlas. El chofer del camión informa que él dispone de una habitación
vacía, donde pueden guardarse aquellos enseres pagando un pequeño alquiler.
Aquí Pilar empieza a ser consciente de su pobreza. No puede pagarle, tampoco
puede pagar el transporte al camionero, ni podrá comprar los alimentos de sus
hijos, sus ropas, sus colegios... A todo proveerán sus padres.
En adelante Los niños asistirán a
escuelas públicas, las ropas irán pasando de los mayores a los pequeños, tras
los arreglos pertinentes que una costurera que viene a casa semanalmente,
realizará en las prendas con puños gastados, codos rozados, manchas
resistentes, que desaparecerán después de un tinte de color oscuro que disimule
los desperfectos.
La tía Ángela ha llegado a
especializarse en zurcidos de calcetines, piezas en los desgarros de las
sábanas, y bajada de los dobladillos de trajes y pantalones.
En la casa de los abuelos viven, además,
tres hijos solteros: un varón de treinta años, tío Nicolás, que padece una
enfermedad nerviosa -no muy grave- por lo que sus padres nunca le han impuesto
obligaciones y ha sido el niño mimado de la casa, y ahora es el ser
privilegiado en torno al cual se mueven los pesares de su madre, y dos hijas,
Ángela y Beatriz, entre los 25 y 30, solteras y sumisas a los mandatos de sus
padres.
Todo en la casa se ha trastornado con la
llegada de los huérfanos. Todos han visto reducido su espacio, y el cuarto de
costura ahora es un dormitorio con tres camas y 2 colchones en cada una. La
habitación donde dormía la sirvienta, que ya no duerme en casa, ahora tiene 2
literas, un arca muy grande donde se guardan las ropas de invierno con bolas de
alcanfor para evitar los destrozos de la polilla, sobre el que un gran cesto de
mimbre, descansa conteniendo un sin fin de restos de telas que sirvieron para
hacer vestidos, delantales, paños de cocina, bolsas, almohadas y todo lo
necesario en una casa ordenada. La habitación contigua a la cocina, donde la
abuela tenía una mesa de despacho y donde se sentía feliz anotando sus recetas
de cocina mientras hervían los pucheros, ahora tiene la puerta inutilizada por
un armario que le corta el paso desde la cocina y tendrá que dar la vuelta al
piso para acceder a ella desde un pasillo interior que circunda un patio en el
que se encuentra el lavadero. Pero, de todas formas, aquella habitación ha
dejado de ser su paraíso privado de relax, porque su escritorio, ahora está
lleno de libros escolares, y sus cajones, de lápices, reglas y cajas con cromos
y soldaditos de plomo. También se amontonan sobre la mesa los ejemplares de
"Gente menuda", una revista para niños que los vecinitos del piso de
enfrente, les pasan después de haberlas leído, y un montón de cuentos
ilustrados de la misma procedencia. En la casa no ay dinero para, gastos
superfluos, si acaso algún minúsculo cuento de calleja, que se venden a 5
céntimos, que, la pequeña compra a veces con alguna perra que le dan los
parientes y amigos que vienen de visita.
Solo se mantiene inalterado el espacio
en el que se mueve el tío Nicolás, cuya habitación es pequeña, justo lo que
ocupa la cama y una silla al lado. Hay un armario empotrado para su ropa, y a
los pies de la cama, todavía hay sitio para una arquita pequeña. Es negra, de
25 por 40 y 35 de altura, en la que guarda, no se sabe qué arcanos secretos. Y
no se sabe, porque a los niños les han dicho que esa habitación y todo su
contenido son sagrados. ¡Y ahí no se toca!
La verdad es que los niños son bastante
obedientes. Pilar se ocupa de ellos cuando no están en el colegio.
En
El párroco, acogió a los huérfanos con especial
cariño y los incluyó en la catequesis, que había organizado ayudado por un
escogido grupo de mujeres piadosas de distintas edades y condición social. En
ella programaba comedias, excursiones, Vía Crucis y otras actividades, en las
que los niños protagonizaban personajes que calaban en sus tiernas almas.
Este señor era maestro titulado y además tenía
una gran vocación pedagógica, que desarrollaba explicando a los niños
Todo esto resultaba muy ameno a los
pequeños, que además tenían otros incentivos. Por la asistencia recibían vales
de cartón de distinto valor según el color, que después cambiarían por
sencillos objetos, expuestos tras los cristales de una vitrina que,
invariablemente, se abría al final de cada sección de catequesis. En los vales
aparecían inscripciones con citas morales, que iban conformando aquellas vidas.
Los domingos, con todo preparado, Pilar,
levantaba a los más perezosos, con premura porque había que ir a la misa
parroquial que se celebraba a las nueve de la mañana. Ese día no había que
preparar los desayunos hasta la salida de misa porque para recibir
Después de la misa
dominical, ya desayunados y con los trajes nuevos, los zapatos limpios, los
calcetines estirados, bien peinados y con las manos y uñas repasadas
cuidadosamente por Pilar, mandaba a su tropa a visitar a los parientes más
próximos por parte de su marido; -"para que no les pierdan el cariño,
decía, que la vida da muchas vueltas, y nunca se sabe si un día los puedan
necesitar”.
Y así, olvidándose de
ella misma, preocupada de no molestar a sus padres y hermanos, que tan
altruistamente la habían acogido, logró sacar adelante y convertir en personas
dignas y fuertes a los cuatro hijos que Dios le dio.
Autora: Brígida Rivas Ordóñez.
Alicante, España