Esperanza nuestra, Dios te salve.

 

Ante todo, deseo en estas líneas transmitir mi felicitación a los promotores de esta Revista, por los quince años de existencia y porque es una plataforma donde reina siempre el respeto y el compañerismo.

Además, expresarles mi más sincera gratitud por el trabajo y el esfuerzo que realizan, y ánimo para seguir con esta trayectoria tan estimulante durante muchos años más.

¡Qué bonitos y cuántos recuerdos nos traen a muchos los quince años!, nuestros quince primeros años.

La cantante Maritrini ya decía, en su canción “Amores”, que:

Quién no escribió un poema

Huyendo de la soledad.

Quién a los quince años

No dejó su cuerpo abrazar.

 

Y también Juan Manuel Serrat, en “Palabras de amor”, se refería a esta edad en similares términos:

 

 

Palabras de amor sencillas y tiernas que echamos al vuelo por primera vez, apenas tuvimos tiempo de aprenderlas, recién despertábamos de la niñez. Nos bastaban esas tres frases hechas que entonaba un trasnochado galán, de historias de amor, sueños de poetas, a los quince años no se saben más...

 

 

No existe comunicación más paralizante que aquella de “No nos han dado esperanzas”.

Se nos quiebra eso que repetimos hasta la saciedad: “Mientras hay vida, hay esperanza”. Y también el dicho de “La esperanza es lo último que se pierde”

Así que, perdida la esperanza, nuestro ánimo desfallece, pues ya no es posible la recuperación.

Todos comprendemos el significado de Esperanza, o Esperanzas, en plural, con el que aludimos a cosas o metas más concretas.

Y todos sabemos qué significa carecer de esperanza. Sus consecuencias no quedan lejos de padecer alguna enfermedad de las que aquejan a un buen número de personas en esta sociedad actual.

La esperanza, creo yo, se nos presenta como una necesidad existencial. Acompañada de la ilusión, impulsa nuestras facultades para desear, buscar, alcanzar y resolver las necesidades personales de todo orden, tanto las materiales como las del espíritu.

La vida nos propone también múltiples proyectos personales, para cuya realización y resultados es imprescindible cultivar la esperanza, también llenarnos de ilusión.

Pongamos, por ejemplo, estudiar una carrera que nos guste, encontrar un empleo digno y atractivo, formar una familia, viajar por todo el mundo. En muchos casos, alcanzar el propósito de encaminarnos hacia la vocación personal escogida.

En ocasiones, surgen dolorosamente situaciones sobrevenidas que requieren sobrehumano esfuerzo con el fin de prestarles inmediata atención especial, algo imprevisto que debemos afrontar y que supone riesgo y que, sin el socorro de la esperanza, nos será muy complejo superarlas.

Las necesidades materiales, el sufrimiento a causa de multitud de sucesos, el miedo y la inseguridad, el dolor físico, la tristeza con sus derivados emocionales, reclaman este estado de ánimo que nos va a presentar el vaso medio lleno y de este modo no abatirnos en el desamparo.

Según la trascendencia que cada circunstancia tiene para nosotros, en relación también con la época de nuestra vida, pondremos la esperanza en unos u otros objetivos.

Pero aunque a primera vista se trate de objetivos propios o individuales, siempre habremos de contar con la ayuda, la colaboración, la cooperación de personas más o menos próximas a nuestro entorno afectivo: la familia, las amistades.

Ciertamente nuestro empeño y energía para conseguir el éxito en cada proyecto son vitales para lograr el resultado. Pero buena parte de esas energías la dedicaremos a las relaciones personales, de amistad, afectivas, o simplemente de contacto para asegurarnos de que alguien va a estar a nuestro lado, incluso aunque sólo sea para difundir nuestro estado de bonanza, velando por nuestra estima, reputación, quizá nuestro prestigio y el reconocimiento a nuestro esfuerzo.

Porque, efectivamente, el reconocimiento en su más amplio sentido nos impulsará a llevar a cabo nuevas líneas de actuación.

Aguardamos, o tenemos esperanza de obtener el aplauso, el premio, la recompensa, la palabra amable, el abrazo, que nos permita proseguir la estela existencial, sin quedarnos tirados al borde del camino.

La esperanza es un estado de ánimo optimista sobre los resultados alcanzables. ¿Y si se nos resiste esa actitud optimista?

Porque también estamos atrapados por otras influencias que nosotros solos no podemos esquivar.

No es descabellado temer la aparición de circunstancias no previstas que vayan a dar al traste con nuestras intenciones: El azar, el destino, los astros, el error, la permanente indecisión….

Y aún tenemos que echarle responsabilidad al tiempo, que todo lo devora, que nunca se detiene, que siempre está machacándonos con sus urgencias.

En fin; todo esto puede aplacar el optimismo y, en consecuencia, debilitar nuestro estado de ánimo. Pero siempre contamos con la presencia de Dios, que nos acompaña, nos auxilia, que nos ama, que no nos deja en la estacada; que, confiados en su Providencia e iluminados por su Espíritu, asegura nuestra Dicha final e indiscutible.

 Luego existe una esperanza común o general para todo el ser humano: una larga vida, un futuro próspero y prometedor, una buena salud.

Además, siempre depositamos esta esperanza en los niños y las niñas, que nos redimirán de nuestras equivocaciones, sobre todo, de nuestras frustraciones.

Pero deberíamos tomar conciencia que tales deseos, a veces anhelos, no serán viables si cada uno no se dedica a trabajar por lograrlos, en su propio ámbito y espacio temporal.

Enlazamos así con una esperanza mucho más abstracta todavía, la que nos brinda la oportunidad de trabajar por un mundo mejor, donde reine la paz, la no violencia, la satisfacción de las necesidades primarias de todo el género humano. En fin, una esperanza social, sin la cual nuestro empeño carecería de significado, puesto que las actuales cifras de esperanza de vida no nos permitirán conocer los resultados de tanta perfección.

Grandes personajes han consagrado su existencia a esta admirable tarea de forma altruista y desinteresada, y constituyen para nosotros modelos de virtudes como la esperanza.

Ellos aguardaban un mundo nuevo y trabajaban para dárnoslo a los demás. Ellos vivieron en la esperanza de un cielo nuevo, que nos lo presentaron con sus obras y sus virtudes, sabedores que, refiriéndome en este caso a los Santos, Dios cumple siempre con la promesa de la salvación.

Que esta revista y sus promotores continúen siendo fuente de esperanza para todos los compañeros que se acerquen a sus páginas.

 

 

Un rayo de esperanza

 

 

Para mi arcilla seca por el sol,

En la feroz inquina del dolor.

Para mi carne en su desfallecer,

Un rayo de esperanza ha de resplandecer.

 

Para que mi alma logre reavivar

Aquel anhelo de felicidad.

En su vagar errante hacia la fe,

He hallado un manantial que saciará mi sed.

 

Cuando el cansancio me impida avanzar.

Cuando el temor agoste mi ilusión.

Cuando mis pasos caigan en erial.

Alguien en tal apuro me ha de confortar.

 

Para mis manos que anhelantes van

Pidiendo a gritos agua, vino, pan.

Hallo un paisaje donde reposar:

Sobre la amena huerta de mi soledad.

 

Hoy siento inmensas ansias de vivir.

Tengo unas ganas locas de brincar.

Hoy quiero al fin mi gozo compartir.

Ya me he comprado un traje que voy a vestir.

 

Daré un convite con este manjar,

Y mis mejores galas me pondré.

Por todo el orbe voy a proclamar

Esta nueva esperanza que en Dios encontré.

 

 

 

Por último, en algún libro de Miguel de Unamuno he leído que el mayor ladrón es quien roba la esperanza al pueblo sencillo. Por lo que a mí respecta, trataré de no dedicarme a esta espantosa profesión, afirmándome para que no me despojen a mí de este inestimable tesoro.

 

Autor: Antonio Martín Figueroa. Zaragoza, España.

samarobriva52@gmail.com

 

 

 

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