CRISTAL.

Selva trajinaba por su humilde casita junto a su madre. Era casi una niña, apenas 16 años, y ya toda una mujercita.

Vivía con sus padres sola, porque sus hermanos mayores ya habían dejado el nido, formando sus propias familias. Era feliz y muy querida, mimada porque era la más pequeña y la única que ahora tenían sus padres.

Su modo de disfrutar luego de quedar libre en la hora de la siesta, que ella no hacía pero sus papis si, era irse a un sitio que parecía un paraíso, un pequeño bosque, pero tenía la particularidad de tener pocos árboles, y muchas flores de todo tipo.

Llegó el día de su cumpleaños; en la hora que caía el sol ya los tres juntos alrededor de la mesa festejaban felices el acontecimiento, comieron ricas comidas no usuales que su madre con amor preparó para el agasajo.

Ya al día siguiente todo volvió a la rutina, como siempre, a la hora de la siesta Selva se iba a su rincón feliz. Ese día sin ella sospecharlo sería muy diferente, Estando concentrada en sus emociones, las que le transmitían los colores y perfumes de las flores, no advirtió que cerca de donde estaba sentada alguien la observaba.

De pronto un mido leve de hoja seca la sobresaltó, se levantó de golpe, y delante suyo apareció un hombre joven y muy apuesto, que al mirar sus ojos asombrados le sonrió. -Hola. ¿Como te llamas?- preguntó el desconocido.

Tartamudeando la muchacha apenas con un hilo de voz respondió:

-Selva- y al momento salió huyendo.

Pasó todo el resto de la tarde pensando en lo sucedido; ese encuentro la dejó asustada, y ansiosa. Pero así y todo no se atrevió a contárselo a sus padres.

Le costó dormir aquella noche, no podía dejar de pensar y pensar en el muchacho.

Al día siguiente a la hora de la siesta, tenía dudas de si ir o no a su lugar feliz, tenía miedo de encontrarse otra vez a aquel hombre, y al mismo tiempo deseos de volverlo a ver, sin entender su desconcierto.

Sus dudas y miedos se fueron aplacando con el correr de las horas, y todo lo demás ganó la partida. Sus ansias de ir a su jardín privado, el disfrutar del perfume de tantas flores, y por qué no, volver a ver al muchacho, que no pudo quitar de su mente desde el mismo instante que lo vio.

Al llegar miró para todos lados, y sin ver a nadie ya más tranquila se sentó en su lugar preferido.

Vaya, otra vez le pareció sentir el ruido de hojas secas, advertir pisadas, se quedó tensa y expectante. Si, si, era él.

Esta vez lo miró medio desafiante, y con una dulce pero firme voz le preguntó:

-¿Quién es usted? ¿Cómo se llama, y que hace aquí?

-Huy! Cuantas preguntas- dijo el joven- y todas al mismo tiempo...

Con una sonrisa de niño bueno que le llegaba a los ojos y encandiló a la niña se dispuso a responder, luego de preguntar:

-¿Me puedo sentar a su lado?

Está demás decir que cada tarde se encontraban en el mismo lugar, pasaron más de tres meses hasta el día de su primer beso, y todo se desencadenó.

Julio era encantador, había ido a trabajar a una quinta cercana. Pasaron los días, y algunos meses en que selva no recordaba haber sido tan feliz. Pero todo llega siempre a su fin y hoy recordaba más que nunca las palabras de su madre “El amor es un cristal, si se quiebra jamás se recompone”.


Había dejado de ser inocente, cuando supo que dentro de ella latía una nueva vida. Otra vez se asustó, volvió a estar ansiosa, y con un miedo enorme al echarse en los brazos de Julio como lo hacía siempre, sin preámbulos se lo dijo.

El hombre de 22 años se puso pálido y luego la acarició para que se quedara tranquila. Una vez más hicieron el amor, aunque Selva no sabía que sería la última.

Volvió muchas tardes a su rincón pero desde ya está demás decir que su primer amor, había desaparecido.

Pasó un mes, y Selva no podía animarse a decirles a sus padres lo que le ocurría. Pero una madre siempre sabe cuando algo le pasa a sus hijos, y ésta no fue la excepción. Luego de almorzar cuando quedó todo limpio y acomodado su padre ya se había ido a dormir su siesta, la madre se le acercó amorosamente y le preguntó: ¿Que le pasa a mi niña? ¿No quiere contarme?

Y echándose a llorar, como de una catarata las palabras salieron de sus labios trémulos. La mujer que la escuchaba en silencio, se acercó más y la abrazó fuertemente, y acariciándole los cabellos la consoló.

-No llore mi chiquita, aquí les cuidaremos a usted y a su niño. Papá y yo seremos los abuelos más felices, pero por favor no se vaya, quédese con nosotros que los amaremos y protegeremos de todo.

Llegó el cumpleaños de Selva nuevamente, ya 18 años, y se repitió el festejo aunque ahora dentro de sus entrañas palpitaba otro corazón. Pasaron cinco días y la muchacha empezó con los dolores de parto, y nació una niña hermosa. Su carita blanca como la luna y serían negros azabache sus cabellos y enormes ojos oscuros como la misma noche.

-¿Que nombre le pondrás hija? No lo sé, es tan frágil como un...-y se quedó pensando- cristal, así de frágil. Si, Cristal se llamará mi hijita.

El tiempo implacable siguió corriendo y aquel bebé crecía feliz entre los cuidados de su madre y abuelos.

Selva era tan dichosa de tener a su niña que hasta se olvidó de aquel hombre que la enamoró y no supo enfrentar la responsabilidad de ser padre. Cristal una niña hermosa sintió y conoció por primera vez el dolor de una pérdida, su abuelo enfermó y falleció, quedando las tres mujeres solas, que luchaban para seguir viviendo. Ya no tenían la protección de un hombre.

Toda la felicidad que había disfrutado hasta sus quince años se esfumó porque su abuela no soportó la ausencia de su compañero y al año se fue a buscarlo.

Madre e hija trabajaban y seguían en aquel lugar tratando de llevar adelante su humilde casita, y soñando que algún día Cristal encontraría a un buen hombre y formaría su propio hogar, y Selva sería feliz con sus nietos.

Una tarde gris Selva fue al galpón que estaba detrás de la casa donde guardaban herramientas, bolsas de harina, y otros alimentos, y elementos, tranquila y confiada no advirtió la desgracia del peligro que la asechaba, y de pronto aquel bicho rastrero se abalanzó sobre ella y la mordió, pegó un grito y cayó desvanecida.

Cristal corrió al oír el grito de su madre y la encontró tirada en la tierra, y horrorizada vio a la serpiente que se escondía.

Todo fue en vano, era muy venenosa, y Selva murió.

A sus dieciocho años había quedado sola en el mundo en aquel lugar apartado.

Pensando qué hacer de su existencia, pasó varios días llorando y desorientada; las personas que se acercaron ya volvieron a sus vidas, y ella allí sin saber cómo continuar. De pronto recordó que su madre le contaba que tenían una pariente en la Capital Federal, pero...

Cristal pensaba como encontrarla; “¿Me recibirá se acordará de mi?”.

Buscó entre las pocas pertenencias que le quedaron de su madre, y encontró una de las cartas que se enviaban Selva y su prima hermana. Y se dijo “Tengo que arriesgarme; aquí está la dirección, iré, quizás me ayude a buscar un trabajo, gracias a Dios mi madre y abuelos se sacrificaron dándome estudios con los cuales me podré defender”.

Y una mañana juntó sus pocas y humildes ropas, y un dinero que siempre ahorraban, cerró la puerta de la casa, y partió a la aventura.

2.

Temblando de miedo bajó de aquel tren. Retiro, la estación, la recibía con el trajín diario, gente que iba y venía, de a par algunos charlando, otros corriendo, y la mayoría con sus celulares en los oídos.

Cristal rezaba, mientras decía...“Dios mío, ayúdame, que encuentre la casa, y que esa señora me reciba y no me eche dejándome en la calle desamparada”.

Salió de la estación y vio que mucha gente iba hacia unos autos que se hallaban estacionados en fila, y tímidamente le preguntó a una señora:

-¿Esos coches son taxis?

Ella había visto en el pueblo uno parecido que manejaba don Pedro, y que a veces personas que iban a visitar a su familia lo tomaban.

Luego de responderle la señora se alejó rápidamente, entonces la muchacha se acercó al primero de la fila y le dijo:

-Buenos días señor-extendiéndole un papel- tengo que ir a esta dirección.

-Bien, suba señorita.

Al llegar el hombre le dijo:

-Ya llegamos, es aquí,

Luego de abonar sin saber si estaba correcto o no lo que le daba, bajó y frente ya de la puerta se quedó paralizada, mirándola con sus grandes ojos negros sin animarse a llamar.

Tan nerviosa estaba que no se dio cuenta que el auto no se había movido de allí, y que ese hombre no dejaba de observarla.

Mientras pensaba, y por dentro se decía “no puede ser, no puede ser, pero es igual muy parecida, o yo debo de estar loco, es que no pude dejar de pensar en ella, cuanto le mentí desde mi nombre hasta el amor que le dije tener. Y como huí de aquel lugar dejándola sola con nuestro hijo que en algunos meses nacería. Selva, ¿vivirás todavía en aquel lugar, te acordarás de mí como yo lo hago de ti? El cabello es tan negro, igual que sus grandes ojos, los rasgos, la sonrisa. Dios mío. ¿Será nuestra hija? ¿Como saberlo? ¿como podría averiguarlo? Ni siquiera su nombre sé, ni si fríe una niña, o niño el que nació”.

Mientras en la calle ocurría esta escena, tan ajenos y preocupados seguían las dos personas que no advirtieron que desde una ventana unos ojos curiosos no dejaban de mirarlos.

Y de pronto pegó un salto y se dijo: “¡Es Selva! No, no puede ser, es una chica muy joven para ser mi prima. Pero como se le parece” y acercándose al teléfono del portero eléctrico lo tomó y habló:

-Sí, ¿que desea, y quien es usted?

Podrán imaginarse la sorpresa e inquietud que estremeció a Cristal y mirando para todos lados no encontraba quien le había hablado, la voz volvió a oírse, y con mucho miedo respondió:

-Soy Cristal, la hija de Selva, busco a la señora Analía. Analía pegó un grito y salió corriendo, abrió la puerta, y sin mediar palabra abrazó a la muchacha que seguía parada totalmente rígida.

Mientras tanto el hombre que había oído y presenciado todo, enloquecido arrancó el auto y desapareció. Y las dos mujeres llorando y riendo entraron en la casa, mientras la puerta se cerraba detrás de ellas.

Ya una vez acomodadas en el sillón de la sala de estar, y más tranquilas vinieron las preguntas lógicas, pero una sola intrigaba a Analía...

Si Cristal sabía algo de su padre, quién era, o si la madre nunca le habló de él.

Llegó el momento en que no aguantó y la pregunta asomó con timidez, claro al principio, pero luego a borbotones.

La muchacha le respondió muy convencida de la respuesta que le había dado su madre: -Sí, me habló pero solo cuando yo pregunté, y me contó la verdad, y me dijo que no le guardaba ningún rencor. Y que si alguna vez la vida me ponía frente de mi padre que no lo rechacé, eran jóvenes e inexpertos, y no habló nunca más.

Gracias a Analía la vida de Cristal se fue acomodando y consiguió un empleo, y las dos vivían felices porque ahora ninguna de las dos se sentiría más sola.

¿Qué fue de Juan Carlos, el hombre que dijo llamarse Julio a Selva?

Todos los días se acercaba a la casa a la que había llevado a la muchacha. Y se quedaba parado con su automóvil frente a la puerta con la esperanza de volver a ver a Cristal. Alguna vez que otra la vio pero sin atreverse a acercarse y hablarle. Nunca Cristal se dio cuenta de que ese señor la espiaba.

Un día después de casi dos meses no soportó más esa angustia, y al verla llegar a su casa la abordó:

-Buenas Tardes señorita, seguro no me recuerda, yo soy el que la trajo hasta aquí con mi taxi la mañana que llegó a Retiro.

Ah! E inocentemente lo saludó con toda confianza:

-¿Cómo está usted? Qué casualidad, encontrarlo hoy por aquí.

-No es casualidad, he venido todos los días desde que la dejé en este lugar- dijo el hombre- Necesito hablar con usted.

-¿Conmigo? Si no me conoce ¿De qué puede querer hablar?

-Bueno mejor dicho hacerle algunas preguntas.

-Bueno-dijo la chica- Dígame, ¿de que se trata?

-¿Usted conoce a una señora que se llama Selva?

Se quedó extrañada, y respondió con otra pregunta:

-¿Por qué?

-Yo la conocí hace muchos años, y usted se le parece demasiado,

-Era mi madre.

-¿Era su madre dice?

-Si, por que falleció.

-Entonces-dijo luego de un estremecimiento y llorando- ya no hay dudas eres mi hija. Cristal con sus ojos negros más enormes que nunca por el asombro se quedó muda sin saber qué decir. Y largándose también a llorar, recordando las palabras de su madre, se echó en sus brazos sin dudar.

Desde entonces fueron tres seres que vivían como lo que eran, una familia.

Ariagna.

Autora: María Rosa D’Andrea... Buenos Aires, Argentina.

ariagna2005@gmail.com

 

 

 

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