Marionetas.

 

“¿Qué ves?...

¿Qué ves cuando me ves?...”

(Grupo de rock argentino:

“Divididos”)

 

Dentro de unos días, Marisol cumpliría cinco años. Y Verónica, su mamá, había pensado hacerle un regalo muy especial, uno que la niña había pedido desde hacía bastante tiempo.

Entonces se le ocurrió que Marisol la acompañara a la juguetería a buscarlo:

_Así ella misma va a poder elegirla –pensó.

Ese viernes por la tarde hicieron realidad el sueño de la cumpleañera. Como de costumbre, Verónica pasó a buscar a Marisol por el jardín de infantes a la salida de su trabajo, y sin perder un minuto más, su siguiente parada fue la gran juguetería que se encontraba en el barrio norte de la capital.

Ya adentro, recorrieron los enormes exhibidores repletos de juguetes de todas las formas, colores y tamaños. La niña no lograba decidirse: todo le gustaba y le atraía. De pronto la vio:

_ ¡Ésa, mamá! ¡Ésa es la que quiero! ¡La muñeca Luz...! –exclamó entusiasmada, mientras señalaba imperativamente con su pequeño índice.

La muñeca era un sueño: llevaba puesto un delicado vestido color rosa, semejante al de una princesa. Las mejillas sonrojadas, los ojos claros –como los de Marisol- y el cabello dorado, lleno de rizos (seguramente el nombre de la muñeca se debía al color de su pelo). Su tamaño, sus rasgos y sus detalles estaban tan prodigiosamente logrados, que, verdaderamente, parecía un bebé de carne y hueso.

La niña no cabía en sí de la felicidad. Sus ojos claros radiantes brillaban de la emoción.

Saliendo de la juguetería, Marisol y su mamá se dirigieron a la esquina. Cruzando la calle, unos metros más allá habían dejado estacionado el auto.

Fue entonces que lo vio...

Lo vio salir de un lugar en la esquina frente a ellas. Era alto, muy alto (al menos así le pareció, comparado con su estatura de cinco años), y corpulento. Su cuello, hombros y brazos parecían rígidos y, a veces, cuando las personas le dirigían la palabra, su cabeza se movía bruscamente hacia un lado o hacia el otro. Vestía ropa oscura, como oscuros eran los anteojos que llevaba. En una de sus manos sostenía una suerte de palo de color blanco, que alternaba acompasadamente a izquierda y a derecha, arrastrando el otro extremo por el piso.

Marisol se aferró fuertemente a la mano de su mamá. ¿Qué era eso? ¿Un robot? ¿Un muñeco gigante? O una marioneta...

Se acordó de repente del domingo anterior, cuando sus abuelos la habían llevado a ver un teatro de marionetas. Eran muñequitos de madera que se movían solos... ella nunca había visto algo así antes. Luego, los abuelos le habían explicado que había personas detrás de la cortina (los titiriteros), que movían a los muñecos con hilos invisibles, atados a las manos y a los pies, y a todas las partes movibles de los juguetes danzarines.

_Debe ser una marioneta –pensó la niña- una marioneta gigante.

El semáforo se puso en verde para los peatones y Marisol y su mamá comenzaron a cruzar. En la esquina de enfrente, una persona se acercó a la marioneta gigante, la tomó por el brazo y comenzó a arrastrarla hacia ellas.

La niña se sobresaltó. ¡La marioneta se les venía encima! A medida que ésta se les acercaba, Marisol distinguía los rasgos en detalle: su rostro era inexpresivo, inerte. Alcanzó a vislumbrar los ojos de la marioneta detrás de los lentes oscuros y notó que no brillaban; parecían vacíos, sin vida, como si no hubiera nadie detrás de ellos.

Ambas partes llegaron vertiginosamente al medio de la calle y, cuando estaban a punto de llevarse por delante, la marioneta gigante se frenó en seco frente a la madre y su hija:

_ ¡Disculpen! –les dijo con una sonrisa reluciente en los labios.

El ocasional titiritero, que había sido detenido intempestuosamente en su marcha por la marioneta, refunfuñó unos instantes y retomó la carrera hacia la vereda que los esperaba. Marisol los miró alejarse: lástima... al fin de cuentas, la marioneta había resultado ser simpática.

Al llegar a la otra esquina, Marisol preguntó a su mamá por el sitio de donde había visto salir a la marioneta. Ésta le explicó que era un lugar donde “otros como él” se reunían a aprender, a leer, a conversar, y a pasar un buen momento con los demás.

_ ¡Ah, una casa de marionetas...! –pensó. Recordó cuánto le había gustado el teatro de marionetas que conoció con sus abuelos; y que, aunque el encuentro con la marioneta gigante había sido un tanto insólito, después de todo, ésta se había portado amable con ellas.

Se le ocurrió que, tal vez, cuando grande, ¡podría ser titiritera de marionetas! Aunque no se veían tan reales como su muñeca Luz, le atraía la idea de mover los juguetes con hilos invisibles.

 

Algún tiempo después...

Una joven de pie frente a un mostrador:

_Buen día, ¿esto es Sección alumnos?

_Sí, ¿qué necesita?

_Hola, soy Marisol Lucero. Creo que hablé por teléfono más temprano con usted. Le consulté por el ingreso a la carrera...

_Ah, sí. Usted averiguó por el Profesorado para ciegos...

 

FIN

 

 (Julio 2010)

 

Este cuento surgió a partir de que, muchas veces, me preguntaba a mí misma la expresión que coloco al principio.

¿¿Qué ven cuando me ven?

¿Qué ven en mí cuando me miran?

Yo que no los puedo mirar.

Yo que no puedo devolver la mirada.

 

¿Cómo se nos verá a las personas ciegas desde la perspectiva del que ve?

 

Por otra parte, siempre me ha costado relacionarme con los niños. Siento que cuando me miran (y ciertamente lo hacen obstinadamente), ven algo raro. Algo que no va, algo diferente. Los niños suelen rechazar lo diferente, justamente por desconocido, y porque tal vez, no coincide con nuestra primitiva e inconciente imagen de belleza y perfección. Sin duda, que alguien no vea, no se corresponde con esa imagen de belleza.

Es natural, común, esperable que las personas vean. Que alguien no vea es raro, para la mente infantil...

 

Y muchas veces, ellos se alejan... Dan vuelta la cara al acercarme a darles un beso... Pareciera que se asustan... Y eso me dolía...

 

Me puse en el lugar de una niña, la protagonista, Marisol, con cuyo nombre juego al igual que el de su muñeca y su mamá.

 

La muñeca, Luz, es sólo un recurso para oponer las imágenes, contraponer descaradamente las diferencias en la percepción que la niña tiene de su muñeca y de la persona ciega que encuentra en la calle.

 

La muñeca tiene nombre, el nombre de la luz, y está tan magistralmente lograda que parece una persona viva. La persona ciega, sin nombre (es decir, despersonalizada), parece robótica, por sus movimientos rígidos y su expresión inerte.

 

En esta percepción que Marisol tiene de la persona ciega, yo me pregunto si realmente las personas con vista nos ven a quienes no vemos, con esta impresión de que nos movemos rígidamente, o tenemos gestos duros o el rostro inexpresivo.

 

La imagen de los ojos claros y radiantes de Marisol al contemplar a su muñeca recién comprada, contrastan con los ojos –al parecer- sin luz, sin vida, de la persona ciega. Y es que, parece que para quien ve, inconcientemente, donde no hay luz, no hay vida, no hay un alguien detrás de esos ojos apagados.

 

Así se explica que muchas veces no nos hablen directamente a nosotros para preguntarnos algo, pedir indicaciones o simplemente referirse a nosotros.

 

La tensión en la historia se desarma cuando la persona ciega, hasta ese momento inerte para la niña, les sonríe, mostrando no sólo un gesto de vida, sino amabilidad y cortesía.

 

Hasta aquí el planteo personal acerca de cómo nos ven quienes ven.

 

El otro planteo, más social, tiene que ver con una actitud que percibo en una gran mayoría de docentes especializadas en la educación de personas ciegas y disminuidas visuales, que suelen involucrarse de tal manera en su atención al desarrollo de sus alumnos, que tienden marcadamente a pretender influir en sus vidas, como si tuvieran mayor ingerencia en ellas que la que realmente les corresponde.

Así muchas veces he sabido de docentes, que pretenden saber qué es lo que necesitan sus alumnos, qué les conviene y qué no, y hasta qué pueden y qué no.

Sutiles manipuladoras de los hilos de la vida de sus alumnos, (los cuales parecen ser tales incluso luego de haber finalizado por mucho la escuela), cual titiriteras de marionetas desvalidas en su autonomía.

 

El final de la historia está sugerido sutilmente, casi inadvertido. Podría creerse que la niña, de joven en un gran acto de altruismo y solidaridad, elige la carrera docente para personas ciegas por amor al servicio y a una supuesta buena experiencia que la marcó en su infancia. Pero muy por el contrario, la joven cumple su fantasía de manejar los hilos de las marionetas, siendo éstas las vidas de aquellos que una vez, de pequeña los creyó tales.

 

Autora: Ornella Pasqualetti. Buenos Aires, Argentina.

ornellaamdg@gmail.com

 

 

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