Viudo desde hacía veintidós
años, Sergio era mayor, pero nunca se había sentido viejo. Vivía atrincherado
en su palco desde donde contemplaba pasar la vida sin sobresaltos. Dedicaba su
tiempo a mitigar sus achaques con una preparación esforzada, consciente de que
aquello podía ser sólo la punta del iceberg. Incluso conseguía dar a sus
problemas de artritis, audición y obesidad, un tinte optimista con alguna
pincelada de humor.
Ahora llevaba varias horas sentado
en su sillón favorito. De espaldas a la ventana dejaba pasar el tiempo
lánguidamente. No hacía nada, sólo tenía una imagen en su mente. Se daba cuenta
de que estaba enamorado.
En aquellos tiempos estaba muy en
boga que las personas mayores buscaran paliar su soledad, y como el amar y ser
amado es un sentimiento legítimo en el ser humano, los mayores de vanguardia se
habían puesto el mundo por montera y habían salido a la calle, a las
discotecas, a la tele y a
Sergio no se contaba entre este
grupo de valientes. Él era aceptablemente feliz en la vida que llevaba. Además
pensaba que estas uniones eran motivo de posteriores frustraciones en la
mayoría de los casos.
Fue aquella memorable tarde en el
cumpleaños de su nieta cuando la conoció. Irene era menudita y morena, con ojos
azules como tranquilos lagos y abierta sonrisa. Estaba sentada a su lado
durante la merienda. Solícita y cariñosa, buscaba los alimentos oportunos para
una persona de su edad, luego los servía en su plato sin previa consulta.
Cuando él ponía objeción a sus elecciones, con voz un tanto apagada y
convincente, le explicaba: “Comprenda Sergio, esto es lo más adecuado en estos
momentos”. “Tiene que cuidarse”. Después, clavaba en él sus risueños ojos y
ponía una servilleta en su mano mientras se la apretaba un poco con un gesto
pícaro.
Le contó que vivía acogida con sus
tíos, huérfana desde muy pequeña. Trabajaba como auxiliar de clínica y ayudaba
en las tareas caseras, con lo que de alguna manera agradecía la hospitalidad
que disfrutaba en aquella casa. Su padre, un modesto empleado municipal, murió
joven sin dejarle fortuna. La solicitud de su tía, que tenía tres hijos y un
marido exigente, la rescató del hospicio.
La velada se prolongó hasta tarde,
por lo que Sergio acompañó a Irene a su casa. Recorrieron pausados las calles
vacías y salieron a campo abierto siguiendo el sendero que les llevaba al
chalet donde Irene residía.
Era el mes de junio. Ya en esta
época, Sevilla goza de un cálido clima y la noche estaba espléndida a la orilla
del Guadalquivir, mientras el canto de los grillos y el croar de las ranas,
ponían la música de fondo a la charla amena de los dos amigos. Porque para
entonces, ya eran muy amigos.
Ella le había ido contando entre
anécdotas cómo discurría su vida. Dejaba traslucir un halo de tristeza, aunque
hiciera por encubrirlo. Se manifestaba agradecida de tener aquella familia. No
tenía proyectos de futuro ni aspiraciones de presente. Simplemente dejaba pasar
el tiempo, y el tiempo iría diciendo. De conversación amena, algo trivial y
gustos sencillos, confesaba sus veintinueve años sin coquetería y en ella se
adivinaban alma generosa y noble.
En los días siguientes, Sergio
recordó con frecuencia y algo de nostalgia las atenciones de Irene y su charla.
Ahora se disponía a abrir la correspondencia. Llamó su atención un sobre
abultado. Abrió y extrajo un CD con una escueta nota: “Creo que es de tu tiempo
y me ha gustado para ti. Saludos de Irene”.
Rápidamente lo puso en el equipo
musical. Era una recopilación de antiguas canciones románticas muy populares
con arreglos de música moderna. Lo escuchó adormecido y pensó: “No está mal”.
Volvió a escucharlo y dijo: “Es bonito”. Una vez más lo escuchó y pensó: “¿Será
intencionado?”
Entonces sintió su soledad, y
comprendió el motivo de cierta melancolía que le acometía en los atardeceres
desde hacía varios días. Consideraba lo maravilloso de tener aquella joven por
compañera. Le sonrojaba los comentarios que surgirían si ponía de manifiesto
sus emociones. Irene tenía la edad de sus nietas y era inevitable que
aparecieran recelos sobre las motivaciones sentimentales de él y los intereses
económicos de ella.
Se regocijó al pensar que Irene
también pensaba en él. Puso el disco una y mil veces. Cada vez encontraba
nuevos matices. Las canciones hablaban de amor, sí, pero en términos de
desesperanza. En todas había una despedida, una traición, un desengaño. Se
deleitaba con las frases de amor que surgían en las melodías y deseaba que
estuvieran dedicadas a él, a pesar de ser consciente de que todo aquello no
tenía sentido.
Se imponía que él tuviera la
cortesía de darle las gracias. Tras muchas cavilaciones, decidió llamarla por
teléfono. Una corriente eléctrica de alto voltaje lo recorrió al escuchar su
voz. Guardó la compostura y después de los saludos y algunas frases cordiales
le dio las gracias y se despidió rápido, silenciando todas las emociones que
temía se escaparan de su corazón en atropellado torrente.
A grandes zancadas medía el pasillo
una y otra vez, con el ánimo exaltado, ora eufórico, ora enfadado, ilusionado,
y cada vez más consciente de que su comportamiento, sus ilusiones y su estado
de ánimo, eran más adecuado para un joven de veintiocho años, que para un viejo
de ochenta y dos.
A los pocos días, Irene le llamó
para darle la dirección de un consultorio naturista por el que Sergio se había
interesado aquella memorable noche. Luego, Irene le preguntaba por su salud, le
recomendaba que diera largos paseos, que eso le haría bajar peso, le hacía
comentarios sobre la liga de fútbol, y otras cosas superfluas. Sergio advertía
que la joven deseaba hablar con él, y tras veinte minutos de charla, a Sergio
le temblaban las piernas.
Nunca había sentido nada parecido.
Tenía un acuciante deseo de ser acariciado, de entregarse por entero. Él era
aún una persona capaz de sentir emociones intensas.
Lo extraordinario era que estas
emociones se presentaran en edad tan inoportuna. ¿O tal vez no fueran tan
inoportunas? ¿Acaso no le estaban haciendo vivir una época de gratas
ensoñaciones cuando las personas de su edad no tenían más tema en su mente que
el de las citas médicas programadas para las próximas fechas? Sin embargo él
pensaba en su aspecto físico, en los lugares que frecuentaría para encontrarla,
en las discretas insinuaciones que, llegado el momento, se atrevería a hacerle,
en las cosas que le gustaría ofrecerle. Ahora tenía una meta en su vida.
Durmió poco y mal y el alba lo
encontró turbado por aquellas sensaciones que se habían adueñado de su cuerpo.
Probablemente lo mejor era mirarlas de frente, entregarse a ellas sin freno ni
limitaciones y satisfaciéndolas, se liberaría de ellas. Lo intentó y cayó
extenuado en un letargo del que vino a salir muy entrada la mañana. Su primer
pensamiento consciente volvió a ser para su amiga, su disco y su locura.
Quiso aturdirse con la lectura de
diarios y revistas, pero al poco rato volvió a encontrarse escuchando el disco
y soñando con su amiga. Se imaginaba en los más suntuosos ambientes, en los
parajes más románticos, oyendo las músicas más excitantes, con la luna en su
plenitud asistiendo como testigo a tanta armonía.
Escondía tras un gran telón todo lo
que pudiera restar intensidad a sus ensoñaciones, como su edad, sus
limitaciones, su voluntaria soledad, el “qué dirán” de las gentes, de su
familia, y se embriagaba de felicidad.
Pasaba el tiempo y aquella pasión no
remitía. La joven lo llamaba alguna vez con motivos baladíes, alimentando sus
ilusiones. Cada día se sentía más entregado. Deseaba hacerla partícipe de las
comodidades que él disfrutaba, de rescatarla del trabajo que desempeñaba,
hacerla conocer otras vidas, otras gentes. Todo lo que él poseía, gustoso lo
pondría en sus manos para verla feliz. Pero la idea se desvanecía al considerar
una vida en común, con sus achaques de viejo junto a la juventud de ella.
Siempre hay un amigo a quién
confiarse, y cuando lo hizo tuvo ocasión de escuchar que todo estaba motivado
por su cuenta corriente. Sergio se horrorizó de este planteamiento. En Irene no
cabían estas mezquindades. ¿O… quizá este era un aspecto a tener en cuenta?
Valía la pena analizarlo.
En su afán de evadirse de aquel
sentimiento. Solicitó turno de vacaciones para un balneario, y para otro viaje
de escasa duración a Madrid, considerando que todo esto lo mantendría ocupado
en otros aspectos de la vida. Entonces invadió su alma un sentimiento de vacío.
Se daba cuenta de que nada tenía sentido. Se imaginaba todos los inconvenientes
del viaje, los horarios ajustados, los equipajes revueltos, las excusas para no
participar en los actos programados que le aburrían. No había que engañarse.
Estaba claro que lo que él deseaba era la presencia de la dulce Irene y nada
más.
Marchó al balneario con el amigo más
divertido que encontró, y luego a
Pasaron dos meses de ilusorias
correrías, y volvió algo mejorado, de peso, pero igual de enamorado. Deseoso de
noticias de Irene, corrió a abrazar a sus nietas para recabar aquella información.
Su hija lo recibió alabando el buen
aspecto que tenía, pero sus nietas estaban en Jerez de
Su yerno se extendía en la
descripción del patrimonio del novio, que era dueño de varios cortijos, de una
afamada bodega y una dehesa de toros bravos. Llevaba treinta años viudo, y
durante ese tiempo volcó su cariño en el único hijo que había tenido, y que era
subnormal profundo. Hacía seis meses que un accidente desafortunado, con un
toro bravo que se había escapado, acabó con aquella desgraciada vida, a pesar
de los heroicos esfuerzos que la enfermera realizó para evitarlo. El pobre
padre estaba deshecho y gracias a los cuidados de la enfermera del hijo, ha ido
saliendo a flote.
Aunque el señor tiene ochenta y dos
años —seguía diciendo su hija—, está muy bien de salud, con un aspecto
formidable, y deseoso de disfrutar de todo lo que antes no ha podido. Creo que
ahora se van a Estados Unidos y ya volverán para preparar la temporada taurina.
Cuentan que está embobado con la novia. Y en verdad, que la chica se lo merece.
Se casa con la enfermera del hijo. ¡Hombre, pero si tú la conoces! Se trata de
Irene, la amiga de mis hijas.
Autora: Brígida Rivas Ordóñez. Alicante, España