El licencioso justiciero.

 

Como tres capullitos de flores silvestres, aquellas tres niñas, crecían entre aperos de labranza, mezcladas en los corrales con los rebaños. Absortas en la contemplación de las mujeres que dentro de los espartos apretaban la masa blanca, que luego se convertiría en queso suculento. Caminando hacia el río de la mano de las lavanderas, que le acomodarían con juncos un asiento donde ellas jugarían con caracoles y piedrecitas redondeadas y lisas que las aguas les traían en su corriente, luego iban al gallinero, al oír el alborozado cacareo de las gallinas después de poner un huevo. Siempre bajo la solícita mirada de una madre buena y sumisa a las órdenes de su esposo y amo de todo aquel imperio rural.

 

Era este hombre un terrateniente a la usanza de aquellas comarcas andaluzas. Al mismo tiempo señor y protector de sus vasallos. Regalaba un cordero para la comida de esponsales al mozo de mulas, apadrinaba a los hijos de sus servidores, mandaba llevar a la mujer del cabrero, recién parida, una cesta con nueces, queso, higos secos y pasas, una docena de huevos y una botella de vino dulce. De trato amable pero distante, exigía el riguroso cumplimiento de sus órdenes de forma militar.

 

Desde la altura que da el patrón, se permitía alguna mirada liviana a la gallarda moza que acudía a entregar la ropa planchada, las pecheras de las camisas almidonadas y un manojo de amapolas para la señora. Y se rumoreaba que el Gregorio, aquel gañán fuerte y coloradote, se había visto obligado a marchar por las súplicas de la Rosario, su mujer; que ya no se atrevía a salir de la casa porque se sentía perseguida por las lúbricas miradas del amo y sus procaces requerimientos.

 

También fuera de sus dominios se permitía alguna conducta licenciosa, pero su esposa, dolida en lo más profundo de su dignidad, no osaba rebelarse por esas cosas que al decir de los servidores eran cosas de hombres, y más hacía crecer el respeto que provocar repulsa alguna.

 

A pesar de eso, se mostraba severo en el cumplimiento de las órdenes que imponía en el seno de su familia; y aquellas tres niñas había que educarlas en la más estricta virtud, enseñándoles todo lo que una mujer de su casa y mañana esposa y madre debía saber para obtener la complacencia de su esposo.

 

El tiempo pasaba, los rebaños crecían, el territorio del cortijo iba ensanchando sus linderos, las trojes reventaban de grano y todo era floreciente en aquella hacienda.

 

Se respiraban claras reminiscencias medievales dentro de los límites que marcaban los monumentales paredones en círculo que constituía el patio de entrada, donde a la derecha se insertaban las viviendas de los jornaleros, que con sus familias estaban prontas al servicio del amo las veinticuatro horas del día. En el lado de enfrente aparecían las puertas de las cuadras, los corrales de conejos y gallinas, la gran despensa, el pajar y varios depósitos de aperos y herramientas de labor.

 

Era este patio el centro de la vida del cortijo donde se les daba la bienvenida a las visitas, y donde desde muy temprano se preparaban las faenas de la jornada enjaezando a las mulas, limpiando los establos y donde en diciembre se sacrificaban ocho o diez cerdos que pasarían a ser el principal alimento del invierno.

 

A pesar de la vida recogida entre los confines del amplio territorio de aquel cortijo, la fama de las niñas de ayer, jovencitas hoy, traspasó los linderos, los caminos y las calzadas y por el pueblo corría como aleteo de pájaros la noticia cuando las hijas de don Cayetano, estaban en el pueblo acompañadas de dos criadas. Su madre, la señora Casilda, mujer de gran porte y singular belleza, nunca salía de sus dominios, es decir, de los de su esposo y señor.

 

En estas ocasiones, tras los visillos atisbaban las madres de los mozos casaderos de buenas familias pensando en posibles entronques convenientes a los linderos de sus campos. Estas jóvenes perpetuarían la estirpe de las virtuosas esposas y de las abnegadas madres, que eran el ideal de la educación de la época.

 

Las recatadas hijas de don Cayetano eran:

 

Estefanía, la mayor, que llevaba la paz impresa en su rostro, con un destello de picardía en sus grandes ojos castaños, bajo unas cejas perfectamente arqueadas. De buena estatura y extremidades fuertes, parecía delimitar su territorio con sus gráciles movimientos.

 

Su hermana Laura, de profundos ojos negros, bien plantada de estrecha cintura y caderas poderosas, era en cuanto a su rostro la más bonita y la luz de la inteligencia la iluminaba. Para ella no existían las pequeñas cuestiones cotidianas del hogar y accedía a los deseos de sus hermanas sin oponer objeciones. Sus intereses estaban por encima de esas cosas. Lo que consideraba importante, era acabar de los quehaceres que su madre le asignaba para retirarse con su libro a un lugar tranquilo, donde se sumergía en la historia que la lectura relataba, y como un parásito absolvía, metiéndose en la piel de aquellas heroínas.

 

Ofelia, la pequeña, un torbellino de actividad, que con criterios certeros y firmes dirigía al ejército de criadas que mantenían limpios y acogedores todos los aposentos de aquel enorme cortijo. No tenía la serenidad de las dos mayores y sin atreverse a confesarlo echaba de menos los dulces susurros, las emociones fuertes, que la juventud sufre y disfruta, según sopla el viento. De todas formas aceptaba, aunque de mala gana, las órdenes de su padre.

 

A doña Casilda sus primas y parientas le aconsejaban que rompiera las férreas murallas que se interponían entre el mundo y sus hijas, que ya estaban en edad de merecer. Y hasta el mismo señor cura, al final de la misa dominical se le había hecho el encontradizo y había tocado el tema.

 

Así, que después de una conversación con don Cayetano, doña Casilda abrió las puertas de aquella jaula de oro y dejó salir a las palomas. No obstante, se impusieron restricciones:

 

1)        Algunos domingos y fiestas señaladas visitarían el pueblo y se les permitía tomar parte en el paseo de los jóvenes e incluso en las fiestas del Patrón, asistir al baile de la plaza. Quedaba bien claro que sólo tomarían parte en los bailes populares de la comarca y el “agarrao”, como se le llamaba a los bailes de salón, estaban rigurosamente prohibidos.

 

2)        Siempre estarían bajo la mirada de señá Juana, la vieja criada que fue nodriza de su padre.

 

3)        Los domingos que asistieran a la misa dominical sin la vigilante compañía de su madre, no deberían quedarse de charla en la plaza, que el “buen paño en el arca se vende”.

 

A partir de aquí florecieron aquellas tres purísimas rosas para el deleite de sus conciudadanos, que como una ráfaga las veían aparecer y desaparecer, pero pocas personas habían hablado con ellas. Ya se encargaba la “señá Juana” de seleccionar las amistades; y en cuanto a los jóvenes, alimentaban su admiración a distancia, porque el pensar en un acercamiento a las niñas implicaba una entrevista con el padre.

 

En cierta ocasión, las hijas de don Cayetano fueron invitadas al baile que se improvisó en la gran cocina del cortijo más próximo para celebrar el cumpleaños de la única hija de aquella familia. Todos los mozos de los contornos acudieron entre ilusionados y curiosos por ver de cerca a las tres muchachas.

 

Estaban reunidos en cordial armonía mozos de cuadra, pastores, amos, criadas, jóvenes y niños de aquellos alrededores, sentados en amplio círculo, roto en un punto por la crepitante chimenea que bien provista de recios troncos caldeaba la gran cocina. Se iluminada el improvisado salón, por varios candiles de aceite discretamente colocados que daban al recinto una mediana luz, haciendo más íntima la estancia.

 

Sobre la gran mesa de nogal, centro indiscutible de la cocina y ahora replegada a un rincón, había profusión de bandejas repletas de exquisitos dulces caseros, ciruelas confitadas, leche frita, requesón con miel de caña, bizcochos con nueces y pasas dentro de su esponjosa masa amarillenta, trozos de calabaza en meloja, borrachuelos y un sin fin de suculentos manjares de la tierra, aderezados por las expertas manos de cocineras que no conocían el cansancio, ni el reloj marcaba sus horas de trabajo.

 

Jarras de limonada, sangría y vino dulce se mezclaban con las repletas fuentes de golosinas. De vez en cuando, algún voluntario pasaba estas cosas entre los reunidos para que las degustaran.

 

Al son de las notas de una guitarra que tocaba el abuelo de la homenajeada, se bailaron fandangos, verdiales, sevillanas y todo el folklore de la tierra. Pero irremediablemente las notas de un pasodoble llenaron el espacio y la juventud rebosante de vitalidad y arreboladas las mejillas, inquietos los pies y el ánimo excitado se lanzó con frenesí al espacio que circundaba la concurrencia.

 

Después sonó un fox, y finalmente un tango, que de forma más o menos ortodoxa todos bailaron dejando libres sus reprimidos impulsos.

 

Ni las virtuosas recomendaciones de doña Casilda, ni la custodia de señá Juana, ni la obediencia a su padre, fueron capaces de disuadir a Ofelia de seguir el impulso de su ardiente naturaleza, y bailó, bailó y bailó hasta la última nota.

 

Siempre bailó con el mismo joven, y la pasión que despertó Ofelia en aquel muchacho de talante decidido, le empujó a arrostrar cualquier peligro. Por lo que una radiante mañana de mayo, el joven enjaezó el mejor caballo de las cuadras de su padre, se vistió con el traje de las fiestas, se echó al coleto un traguito de aguardiente para infundirse ánimo, y se puso en camino.

 

Alta llevaba la moral Eugenio. Su esbelta figura sobre el caballo tenía la elegancia del más lúcido caballero, sus profundos ojos negros de clara ascendencia mora, lanzaban destellos bajo el ala de su sombrero cordobés, los arneses de su montura brillaban como el oro y las borlas que la adornaban se balanceaban al alegre trote de su caballo, que parecía adivinar la feliz proeza que el jinete estaba realizando.

 

Ya vislumbraba el portalón del cortijo y pronto estuvo en el centro del enorme patio que, después de la salida de los rebaños a pastar, las yuntas a su trabajo, y las lavanderas al río, aparecía despejado, barrido y en orden despidiendo un agradable olor a limpio después de haber sido baldeado con agua y zotal.

 

Don Cayetano lo vio llegar desde el amplio ventanal de su despacho. Era el hijo de Ricardo Benavides con el que la noche anterior había estado tomando unas copas y cambiando impresiones sobre un asuntillo de faldas que se traía entre manos. Pensó que se tratara de un mensaje con algún detalle más sobre el asunto y bajó presuroso la escalinata para recibirlo.

 

Desmontó Eugenio de su caballo optimista por la acogida de don Cayetano, y después de un breve saludo, tomando carrerilla, le planteó el asunto que hasta allí lo llevaba: —Verá don Cayetano, he conocido a su hija, y la verdad, yo deseo hablar con ella, para lo que vengo a pedirle permiso.

 

—¡Hombre, Eugenio, estás hecho un hombrecito! ¡Quién lo hubiera pensado! ¡Vaya, vaya!—. El terrateniente sonreía de oreja a oreja y Eugenio no daba crédito a su buena suerte. Y luego continuaba: —¿Cuál es la que a ti te gusta?

 

—Pues a mí la que no se me va del pensamiento —decía Eugenio—, es la de los ojos chispeantes almendrados y la cintura fina.

 

Don Cayetano acentuó su sonrisa y dijo: —Muchacho, para un padre todas sus hijas tienen ojos chispeantes y talle de avispa. Dime su nombre para que la mande llamar.

 

El joven que había pasado la noche bailando con Ofelia, y apenas si habían cruzado media docena de bromas, ya no se acordaba del nombre, que para él, era irrelevante. En su mente y su corazón sólo existía el brillo de sus ojos, la dulzura de su sonrisa, la turgencia de su piel, la redondez de sus caderas y la flexibilidad de su talle.

 

—Pues... esto... verá don Cayetano, como va tan raras veces por el pueblo y la señá Juana las tiene tan entretenidas, sólo una vez le he podido hablar y tan poco tiempo que no le pregunté a ella. Pero me lo han dicho y ahora con los nervios, no atino con él —mintió el joven.

 

El hacendado quedó desconcertado un momento, y luego ladeando la cabeza para mirar al caballo mientras le daba una palmadita en el cuello, dijo:

 

—Buen caballo traes, jovencito. Me gustaría ver cómo anda de remos. Súbete y darle un trote alrededor del patio mientras haces memoria.

 

Eugenio que temblaba de nervios, subió azarado al caballo y dio la vuelta al patio lo más erguido que la situación le permitía, viniendo a pararse frente al hacendado de nuevo.

 

—Y bien, muchacho —dijo el terrateniente—, ¿ya hiciste memoria?

 

Eugenio negó con la cabeza mientras daba un toque superfluo al sombrero. Entonces el hacendado extendiendo el brazo en dirección al portalón de salida, dijo:

 

—Pues bien, vuelve a dar una vuelta y cuando llegues allí, enfilas por la vereda hasta el pueblo, donde alguien podrá refrescarte la memoria.

 

El riguroso padre subió acelerado la amplia escalinata que conducía a la señorial mansión donde doña Casilda y sus hijas se ocupaban de sus labores. Con un gesto requirió a su esposa que lo siguió hasta su despacho. Después de contarle lo que acababa de suceder, le habló muy severamente y le ordenó que interrogara a señá Juana sobre aquel hecho.

 

La vieja criada temblaba al verse en la obligación de contar la verdad de aquel suceso, y doña Casilda sabía que la severidad de su esposo no quedaría fácilmente conforme cuando supiera la desobediencia de su hija menor.

 

Así que llamó a Ofelia, le exigió un relato completo de aquellos bailes y la envió a relatarlo todo a su padre, aconsejándole que le pidiera perdón humildemente; cosa que dado el carácter de aquel “hombre recto”, las dos sabían que no sería fácil de conseguir.

 

La muchacha pasó todo el día sofocada, pensando en la mejor forma de informar a su padre, pero no había más disculpa que los impulsos de su juventud y la fuerza de la naturaleza, dos cosas que no existían para él, siempre que se opusieran a sus órdenes.

 

Cuando don Cayetano volvió de repasar el trabajo del día, y dar las órdenes para el día siguiente, llamó a Ofelia a su despacho y allí, la chica desecha en llanto de arrepentimiento contó a su padre lo ocurrido.

 

Aquel hombre pecador y justiciero, no movió ni un músculo de su rostro, ni desvió un momento su iracunda mirada de la doliente imagen de su hija, que temblorosa y desolada escuchó la sentencia del implacable juez: “De aquí en adelante comerás en la cocina con las criadas y los mozos de cuadra, y dile a tu madre, que te pongan un catre en la habitación de señá Juana. Yo sólo conozco a las hijas que me obedecen”.

 

Volvieron a la cocina, sin tocar, los platos de la cena de doña Casilda y sus dos hijas, que con la vista baja intentaban retener sus lágrimas por la ausencia de aquella niña.

 

Ofelia, no quiso cenar, pero fue obligada a ocupar su lugar entre las criadas, al lado de señá Juana, mientras los gañanes y el pastor comían en un tenso y respetuosos silencio.

 

Durante un mes, se repitió la escena que, como injusto castigo cumplió Ofelia por haber cometido el gran pecado de seguir el impulso natural de su juventud, mientras su madre, sumisa, callaba y sus hermanas, se escondían temerosas cuando el padre estaba en la casa

 

Autora: Brígida Rivas Ordóñez. Alicante, España

davasor@gmail.com

 

 

 

Regresar.