AL PIE DE
Jugar todos los días, era algo
bello e inevitable. Nosotros no éramos ninguna excepción a esas reglas
infantiles. Entreverar responsabilidades, que vaya que las teníamos, con juegos,
era un ejercicio continuo de la vida diaria. En aquella casa de la calle
Benielli, sucedieron muchos hechos relevantes, que marcaron varias vidas.
Quizás evocar situaciones, emociones, vivencias, juegos, impresiones
personales… es insoslayable.
En esa casa, fuimos niños,
adolescentes y comenzamos nuestros primeros años de jovencitos universitarios.
Cuando llegamos a ese chalet de
dos pisos, con los tíos, apenas acababa de cumplir mis escasos cinco años,
mientras que Jorge sus ocho.
Es que la tía Olga y el tío
Gringo, se habían casado y a su regreso de la luna de miel, alquilaron esa
linda casa en un barrio residencial. Fue la oportunidad para mis padres, el
compartir con ellos el alquiler oneroso, y así “salíamos” de una zona que no
les convenía.
Creo que la primera vez que
visitamos y recorrimos esos espacios, Jorge y yo estábamos atónitos. El aroma
que en su interior se aspiraba, era muy vívido y sin igual. Mezcla de pintura,
muebles nuevos que los tíos ya habían armado en el comedor, y en su dormitorio
en el piso superior. Ellos eligieron la habitación más amplia, que tenía un
ventanal grande al frente y una puerta, que daba paso al balcón. El otro
dormitorio, el que sería de nuestros padres, tenía una puerta balcón doble, con
vidrios y otra de celosías de madera. Nos llamaron la atención los inmensos
placares… pues en la otra casa, teníamos un gran ropero de madera lustrada
donde guardaban toda la ropa familiar.
Lo más atractivo para nosotros los
niños, fue la escalera. La misma hacía en su parte media de giro, un caracol
con escalones triangulares y sus barandas eran de hierro forjado con arabescos
gruesos.
Los pisos de la casa, en su
mayoría, semejaban turrones de maní, de color beige con un granito bien pulido.
Las paredes tenían molduras en los techos y cornisas. En la esquina de la
estancia que serviría de comedor y living, había un hermoso hogar, cuya
chimenea serviría para caldear los ambientes en toda la vivienda.
Fue inevitable esa noche
preguntarles… ¿”Dónde dormiríamos nosotros, los chicos?”
Amplios ambientes, vestíbulos,
baño grande arriba, tres patios, lavandería independiente, baño en planta baja,
despensa, cocina comedor, living comedor, porche, jardines, garaje bien cerrado
y amplio, con portón de madera al exterior y dos puertas más, una al pasillo
donde desembocaba la escalera y otra que daba paso a un patio chico que tenía
ventanas que comunicaban con la cocina. Pero, extrañamente, solo había dos
dormitorios en la planta superior.
Creo que los primeros años en esa
casa, fueron los más felices de mi vida. Comenzaron a disiparse muchas
tristezas, sensaciones débiles de pobreza y sencillez sufribles. Todavía no
comprendo el porqué. Quizás fue lo que convivíamos con los tíos, a quienes yo
adoraba… al tío por lo cariñoso y su interés en nuestra educación y trato, como
un segundo padre. A la tía por lo divertida y porque hacía todo lo posible por
mi bienestar infantil. Ella comprendía mis necesidades sociales, me vinculaba
con las otras niñas de la cuadra, me hacía acompañarla a la peluquería de doña
Delia, quien tenía una hija de mi edad, de apellido Puricelli; quien fuera más
adelante compañera de grado. Le gustaba hacer las compras en los mercados o
ferias vecinas, y me llevaba casi siempre. Eso me abría panoramas nunca antes
descubiertos, idiosincrasias, costumbres, modos de vestimenta, y otras
situaciones como el regateo que a ella le gustaba compartir con el vendedor. Su
ascendencia sirio-libanesa, fluía por su sangre comerciante y muy hábil. Tenía
una mirada siempre vivaz, brillante y risueña, mostrando un perfil alegre, muy
voluntarioso y bien dispuesto.
Se ampliaron así las posibilidades
en las interrelaciones con otros personajes, pues en la casa anterior, el
encierro y las relaciones con algunos niños de al lado y de enfrente, eran muy
limitadas. Por el contrario, en sus visitas, aparecían todos los parientes
sanjuaninos, por cierto muy numerosos, que llegaban casi todos los fines de
semana, llenando la casa y preparando comidas típicas y muy abundantes. Era evidente
percibir a mamá, no muy conforme con esos eventos, pues se sentía muy invadida
en su privacidad, en su modo ermitaño de ser y existir. Mis padres, artistas y
acostumbrados a la introspección, no eran muy amigos del gentío, de las
excesivas charlas y de los espacios cubiertos por numerosas personas tomándose
libertades. Como traían colchonetas, las arrojaban al pie de la escalera, y
varios dormían a lo largo del pasillo. También cubrían el vestíbulo que
conducía a la despensa, durante sus sueños nocturnos. Por mucho tiempo tuvimos
que escuchar sus quejas reiteradas a través de las diferentes épocas. Sin
embargo, eso generaba dualidad en nuestras sensaciones, pues tanto Jorge como
yo, estábamos egoístamente, ávidos de ese gentío. Esa multiplicidad humana en
esos años infantiles, veraniegos e improductivos, significaban un motivo
importante de vida para nuestra existencia difícil.
LOS TIEMPOS FUERON CAMBIANDO
Los días eran bellos, pasamos los
primeros veranos hermosos, rodeados de casas muy vistosas con jardines
forestados y muy floridos.
Fue una pena y lo notamos
paulatinamente, cómo ciertas costumbres se iban disipando, y terminando al fin.
Alcancé a cumplir mis seis años siendo muy feliz. Recuerdo aún el vestido gris
de terciopelo y puntillas que me hiciera mi madre para la ocasión. Recuerdo
bajar y pararme al pie de la escalera, luciendo ante la mirada de todos, mi
coqueteo, girando para que se embelesaran con mi nueva indumentaria de fiesta.
La invitación que mi tía les hiciera a los niños amiguitos nuevos de la cuadra
había surtido gran efecto. Jugamos bastante en la vereda y tomamos el clásico
chocolate espeso caliente. Perdí en los juegos, un anillito de piedra verde que
mi madre me había obsequiado, pero ese acontecimiento no logró opacar mi divertido
día.
Pese a mis flamantes años, todavía
no había asistido a la escuela, ni a un jardín, que por aquellos tiempos, no
era de carácter obligatorio.
Sin embargo, cuando inició el
ciclo escolar el año siguiente, tuve que comenzar por fin y con mucha alegría,
mi primer grado, repleto de ilusiones.
Pero, si bien los tíos seguían en
casa, viajaban demasiado los fines de semana a San Juan. Poco a poco, los días
se sentían distintos, la casa iba ganando otros aspectos costumbristas, y lo
artístico comenzaba a invadir la mayoría de los espacios. La transformación a
un gran taller, fue instalándose a medida que mi padre, sobre todo,
incrementaba aún más sus aspiraciones expansivas. Comencé a extrañar a los
tíos, y por sobre todas las cosas, a la tía Olga, quien con sus risas, sus
cuentos, su participación intensa dejaba lentamente una oquedad creciente.
Cuando terminé mi primer grado, en esas navidades, me enteré que mi tía tendría
un bebé, y que la cigüeña lo pondría en la chimenea. Yo quería ser la primera en
encontrarlo, para llegar al pie de la escalera, echar a correr y llevárselo,
pero ya era Nochebuena y los tíos no estaban presentes. Después se sucedieron
meses de verano tristes, donde la noticia de que ese bebé por fin había llegado
en febrero, estalló en casa y motivó un viaje para conocer por fin… a mi prima
Haydee. Años más tarde, al pie de la escalera, le ayudaba a jugar, y
compartíamos largas conversaciones a medida que su locuacidad amplia, iba
ganándole… a su inteligencia.
EL VERANO DEL ETERNO RENCOR
Ese verano tórrido fue muy aburrido. Un verano
donde Graciela, quien había llegado como vecina el año anterior, viajaba a
Laboulalle todos los veranos y la mayoría de los chicos no estaban en la cuadra.
Transcurríamos los tiempos estivales, dibujando cientos y cientos de papeles
que nuestros padres nos entregaban. Jorge amaba las revistas. Pasábamos horas
de siesta, comiendo higos, uvas y leyendo las colecciones de revistas mexicanas
e historietas. Como hermano mayor, sabía confeccionar revistillas cómicas, con
papeles adosados y abrochados, bien coloreados. Escribía muy bien las viñetas
de los cuadros dibujados. Así era divertido para él, esbozar un hombrecillo
cruzando una calle y ser atropellado por una aplanadora (aparato que habíamos
visto asombrados cuando habían pavimentado la calzada)… y el personajito
quedaba expresado sin volumen en la incrustación del pavimento. Esos dibujos
ingenuos, nos hacían reír mucho. Yo dibujaba niñas, con ropajes extravagantes,
para que mi imaginación volara, incluyendo todo lo que soñaba tener. Me
gustaban mucho los vestidos anchos, muy tableados, y las moñas en la cabeza…
Imitaba en mis gustos, el modo como mis compañeras de grado asistían. Siempre
con sus guardapolvos bien almidonados, blanquísimos, muy tableados, con grandes
moños armados en la cintura y atrás del delantal, moñas en la cabeza, trenzada
de cabellos muy largos hasta más abajo de la cintura, medias blancas bordadas
con puntillas y zapatos de charol. Yo las veía como muñecas, como las de las
cajas que Graciela tenía traídas por su abuela del negocio.
Otro de los entretenimientos de
dos hermanos aburridos, era jugar a la joyería. Con el papel glasé brillante
que nos sobraba de la escuela, armábamos anillos, pulseras, como joyas y
después de una mañana de intensa fabricación, nos poníamos por turno, a jugar
al negocio de la joyería… Jorge era hábil hasta para imitar los billetes de la
época, para que el dinero con que nos abonábamos las compras fantasiosas,
tuviera mayor realismo. También era escenario imperdible, jugar al kiosco,
colgando con broches de madera de la ropa, las revistas, al igual que las tenía
el kioskero cerca de casa. Estos entretenimientos se desarrollaban al pie de la
escalera, pues podíamos allí poner sillas como mostradores y usar la baranda y
los escalones para los niveles simulando cajoneras. También jugar al Bar… era
una opción más. Ésta tenía que realizarse en el patio obligadamente. Habíamos
pintado sobre el marco de la puerta del baño de afuera, al lado de la
lavandería, la insignia: “CAFÉ AMÉRICA”. Era un café que verdaderamente existía
en la zona céntrica. (A menudo lo visitaba nuestro padre en compañía de sus
amigos del medio artístico).
Poníamos muñecos en las otras
sillas del juego de patio, de mesa de vidrio y metal. Me sentaba como clienta
en un bar. Llevaba mi muñeca más grande y la apoyaba sentadita semejando una
hija quien me acompañaba. En otras sillas, apoyábamos al lampazo, y nos
creíamos era una señora de cabellos muy largos. Jorge sacaba de la puerta de la
heladera, colorantes para repostería de tortas que nuestra madre guardaba de
una paleta de colores que había confeccionado a modo de torta de cumple para mi
padre, y lo colocaba en las jarras con agua. Él hacía de mozo y fantaseábamos
que eran gaseosas las que me servía. (Ni qué hablar cómo apenas podíamos con
nuestros dolores de panza y había que callar para evitar los retos o palizas).
Pero cuando el aburrimiento ya era
demasiado, cuando teníamos hambre y el mediodía demoraba el almuerzo, y
vislumbrábamos que no estábamos en condiciones de comenzar un nuevo juego largo
o extendido en el tiempo… nos dirigíamos al pie de la escalera. A la hermosa
escalera, cuyo tramo final era recto. Sin embargo, desembocaba en un pasillo.
Ese pasillo, levemente ancho, comunicaba con una puerta de madera y doble
vidrio labrado en relieve, al comedor, también, con otra de características
similares y opuestas con vidrios, a la cocina. También comunicaba con otra
puerta gruesa, de madera que daba al garaje de la casa (Nuestro dormitorio
durante un cierto tiempo). Ese pasillo, se abría al pequeño vestíbulo donde
estaba la puerta de la despensa, que se ubicaba en todo el hueco de la
escalera.
Yo me subía como cinco escalones y
Jorge quedaba más abajo de la misma como a tres del suelo. Lo empujaba y él
debía al inclinarse su cuerpo hacia delante, a modo de hamaca, atajarse con
ambas manos en la pared frontal a la desembocadura de la escalera. Pero justo
allí, había colgado, un cuadro de nuestro padre. Un dibujo con marco dorado a
la hoja, paspartú y vidrio. El “empujado” tenía por reglas, ser inicialmente
rítmico y lento… pero, a medida que él ganaba confianza, yo le empujaba más y
más fuerte…
Fue justo que mamá dijo: “¡A coooomeeeeer!”. Aproveché
la ocasión y lo “peché” demasiado violentamente, al punto que trastabilló,
resbaló escalones abajo, y no pudo apoyar sus manos en los laterales del cuadro
sobre la pared. Las puso con toda la fuerza de la inercia, sobre el vidrio. Su
mentón impactó también con el mismo. El cristal, se partía en miles de
trocitos, cayendo sus añicos sobre el piso, y ni qué hablar del cuadro completo
estrellado sobre el suelo.
El tremendo ruido hizo abrir de
inmediato la puerta de la cocina y apareció la figura temible de nuestro padre.
El rostro de Jorge era impactante. Su palidez era casi extrema, sus anteojos
estaban quebrados, el mentón lo tenía sangrante y el líquido espeso y rojo,
manchaba su suéter cayendo al piso a borbotones. Las manos le sangraban y lloraba
por el susto y el dolor intenso de los cortes y golpes.
Esos nueve años infantiles, se
manifestaron al máximo, explotando su situación desvalida por la ocasión. Yo
solo atiné a apoyarme sobre la baranda de la escalera, como a unos cuatro
escalones por encima mirando la escena apenas creíble, mientras trataba de
aquietar mis rodillas temblorosas. No sabía en esos instantes, si temerle más a
lo que a mi hermano le pasara, si el sufrir por su reto de mayorazgo,
soportando por días su enojo, o el pánico que me daba la reacción inesperada de
nuestro padre quien mostraba un rostro de furia intensa. Sin embargo, solo
atinó a preguntar: “¿Quién fue, Ruxlana?””
A lo que yo inmediatamente
contesté con firme frialdad: ¡”Fue él, fue él papá!”. “¡Él rompió el cuadro!”Mi
padre tomó un plumero de la despensa y comenzó a pegarle a mi hermano, mientras
el pobre niño, corría hacia el comedor, dándole muchos plumerazos en todo el
cuerpo. Mi madre tenía la costumbre de no meterse jamás en esas cosas. Si
nuestro padre nos pegaba, con cinturones, o algún palo, ella no intervenía, al
menos delante de nosotros.
Me es imposible recordar cómo se
recuperó Jorge de ese dolor físico…
Pero quedó a pesar de mi escasa
edad de antaño, durante el resto de toda mi vida, la sensación profunda de
culpa. Además supe que el rencor jamás había abandonado su corazón herido por
mi traición.
Los años pasaron y nunca
hablábamos de aquél asunto, sin embargo, estando ya en otra casa estudiando
juntos una materia de medicina, algo nos hizo retrotraernos a esa situación que
creía ya enterrada en nuestro pasado. Aprovechó quizás algún hilo conductor que
se habría producido recriminándome: “Nunca olvidaré como me acusaste con el
papá de que yo había roto el cuadro, me pegó solo a mí y vos fuiste quien me empujó.”
Y continuó molesto: “Encima que quedé todo lastimado, me tuve que ligar las
culpas y la paliza…. Así sos vos, le escapás a las responsabilidades, con tal
de salir airosa y limpia. Siempre tratando de borrarte y eso no es honesto en
tu forma de ser…”
Nunca pude limpiarme ese dolor
real. Él tenía razón, muchas veces en la vida, tratando de “salvar mi pellejo”,
no supe afrontar valiente mis responsabilidades correspondientes.
Cada vez más me convenzo, que
cuando se es niño, solo se tiene de pequeño el cuerpo. Tan solo es un adulto
minimizado. Quizás sin tantos campos para su accionar, pero es de adulto la
misma persona. Si la vida no le dio suficientes oportunidades reivindicatorias,
reitera los mismos conflictos, los mismos errores. que Quizás sepa adornarlos,
quitarles importancia con sus acciones hipócritas a las que modernamente le
llamamos …diplomacia.
Sé que ahora,, está trabajosamente
asistiendo a Ciudades Astrales, aprendiendo que cuando se es humano y niño, el
alma está simplemente cursando una experiencia física en procesos evolutivos.
Hoy él me visita cada tanto con los recuerdos dormidos… en letargo liviano. Los
sitios, los instantes, las fugacidades y las circunstancias que la vida nos
regaló, siempre flotarán como en aquellos días…al pie de una escalera. No
importa cuál ésta sea, pero siempre habrán escalas, para bajar a alguna
realidad o… para ascenderla cuando sienta mi alma dolida y quiera encontrarlo ,
fundirme con él… en el cielo , para siempre.
©2017-Renée Escape-
Autora: Dra. Renée Adriana Escape. Mendoza, Argentina