Él la trajo
aquella tarde metida en el bolsillo de la camisa. Según dijo para que le dejara
conducir el automóvil. A ella le costó trabajo apreciar que era aquello que con
tanto cuidado él había depositado en el suelo.
Era una gatita
negra de menor tamaño que su mano, que asustada y temblorosa permanecía inmóvil
en el centro de la habitación.
Él la señaló
con la mano y le preguntó:
– ¿Has visto
alguna vez algo mas pequeño?
La gatita no
osaba levantar sus asustados y verdes ojos. De soslayo miraba lo que la rodeaba
sin mover la cabecita.
Ella se
agachó a su lado y le acarició el lomo tembloroso. La gatita levantó su mirada
en la que podía verse el mayor desamparo del mundo y una súplica desgarrada e
inconsciente de algo que intuía que Alicia podía concederle.
Al roce de
su mano exhaló un tenue maullido y adelantó una patita hacia ella en señal de
correspondencia.
Parecía un
ovillito de lana negra de los que ella solía usar en sus labores.
Él la
levantó del suelo y la acunó en sus manos. La gatita buscó el abrigo de su
jersey y se escabulló dentro de la solapa buscando el calorcillo que le faltaba
de su madre y queriendo esconderse a todas las miradas.
Aquella
noche la velada fue distinta. El serial de la tele se les escapó a los dos
mientras buscaban el platito que sería adecuado para poner la leche de Menuda.
Porque se
iba a llamar Menuda. Pero andando el tiempo y para que encajara mejor con las
voces que él gustaba llamarla, degeneró en Menúa.
En una
cajita de galletas le acomodaron unos trapitos de lana y allí la depositaron
después de haberle dado la leche con un biberón improvisado porque el plato no
surtió efecto.
A esas horas
los dos se miraron asombrados y confusos al ver que hasta la “Gaceta de los
Deportes” había finalizado.
Bueno,
todavía les quedaba por recoger todos los utensilios que habían ido poniendo
encima de la mesa para buscar la comodidad de Menúa, que ya dormía
plácidamente.
Ellos
también se acostaron comentando las incidencias de la llegada del nuevo miembro
de su vivienda.
Por la
mañana un leve rasgueo indicó a la pareja que había que levantarse si no
querían ver rayada la puerta del dormitorio.
Él salió
presuroso y la cogió en vilo y le dijo, como si de un niño se tratara: “Esto no
se hace”; al mismo tiempo que restregaba su hociquito tierno y sonrosado por
los rasguños que habían quedado en el marco de la puerta.
Menúa agachó
la cabeza, escondió las uñas y entornó sus ojos de esmeralda al tiempo que se
restregaba con la mano que la tenía sujeta.
Había en
aquel gesto una clara petición de indulgencia y una promesa de obediencia a sus
palabras.
Él no pudo
reprimir un gesto de ternura y el tono de su voz se dulcificó mientras le
levantaba la carita para ver la expresión de sus hermosos ojos verdes al mismo
tiempo que le pasaba la mano lentamente por el minúsculo lomo.
Gran
esfuerzo le costó a él abandonar este mutuo coloquio de sentimientos
silenciosos, para integrarse en las obligaciones de cada día, pero al fin la
abandonó en el suelo y se dirigió al cuarto de baño.
Menúa quedó
sola y desolada en el centro de la habitación y tímidamente se dedicó a
explorar el territorio en el que se encontraba.
Así llegó a
la puerta del dormitorio donde intuyó la presencia de ella y se paró delante y
empezó a exhalar tristes y débiles maullidos sin atreverse a entrar, que dieron
como respuesta el que ella se levantara para integrarse en las tareas
cotidianas.
No obstante
no pudo evitar una mirada de simpatía hacia aquel ser indefenso y vulnerable
que se suponía tenía una ardua y peligrosa tarea en aquella casa.
Él lo había
dicho la noche anterior: “en una casa de campo no puede faltar un gato”.
Era cierto.
Aunque ella no vivía allí continuamente veía los estragos causados por los
ratones en todos los lugares de la vivienda. Y también había presenciado cómo
los ratones atrapados en el pegamento que él esparcía por armarios y rincones
determinados, se debatían entre el miedo y la furia por no poder escapar. A
veces podían llegar a ser atronadores los débiles chillidos que lanzaban al aire
presos de pánico.
Pero aquel
ser indefenso poco podría hacer de momento por resolver el problema.
Lo cierto
era que él se había encaprichado y quiso llevársela cuando la vio en casa de un
amigo.
Éste estuvo encantado
de desprenderse del último retoño que una gata blanca con lunares negros o tal
vez negra con lunares blancos, que muy bien no se sabía lo que era, tenía
guardado en el desván de la casa.
De todas
formas el espíritu de la raza no se puede negar, y pronto Menúa dio muestras de
su talante cazador, cuando un día se presentó ante su amo, portando en el
hociquito un minúsculo grillo que seguramente había cogido desprevenido en su
plácida siesta, bajo el sol acariciador de febrero.
Venía
despacio, sinuosa, erguida como el héroe que viene a presentar las hazañas a su
señor. Sabía muy bien quien era allí el amo y hacia él se dirigió. Poniendo el
insecto sobre el suelo mientras lo sujetaba cuidadosamente con una patita,
irguió la cabeza y lanzó al aire un maullido lo mas profundo que le permitieron
sus todavía débiles pulmones, que hizo que el fijara la mirada en la recién
llegada.
Si los gatos
son capaces de sentir vanidad, Menúa no quedó defraudada, porque aquel ser que
la reñía y la acariciaba, que le daba el trocito de pescado mas tierno, y le
hacía cosquillas en la barriguita, después de mirarla con incredulidad le lanzó
una serie de frases de admiración por la proeza que acababa de realizar.
Después la
tomó en sus brazos y de un puntapié lanzó lejos al grillo temiendo que fuera a
picarle en el hociquito y con ella en los brazos se dirigió a la nevera de
donde sacó un paquetito con jamón cocido, a la vista del cual Menúa saltó al
suelo en espera de la golosina que no dudaba le regalaría su amo.
Porque esta
escena se repetía con frecuencia, aunque antes de dejar caer el trocito de
jamón y ni siquiera de abrir el paquetito, lo blandía en el aire y hacía
desprender del alimento el aroma que exhalaba, mientras la gatita saltaba en un
vano intento de alcanzarlo.
Ya sabía
ella que al final se lo daría pero era como un rito, este balanceo del premio
en el aire antes de conseguirlo.
¡Y cómo se
lo agradecía ella después restregándosele entre las piernas! Más de una vez
estuvo a punto de ser aplastada por sus botas.
También
había momentos de enfado porque Menúa era traviesa y juguetona y le sacaba las
zapatillas de debajo de la cama y él tenía que ir a buscarlas en los
alrededores de la casa.
En los
descuidos se subía al poyo de la cocina y sin balanceos ni protocolos se
engullía el mejor filete, se bebía la leche o arramblaba con las tripas del
pescado que estaban depositadas en el cubo de la basura.
Alicia dio
por finalizado el periodo de estancia en aquella casa y volvió a la capital
desde donde seguía interesándose por el desarrollo de Menúa, y gustaba de oír
las proezas que según contaba él, iba realizando.
Primero fue
que ya sabía ir solita a su rincón, porque según el contaba, después de andar
todo el día suelta en el campo saltando sobre sí misma mientras intentaba
atrapar su propio rabo, degustando hierbas y asustando a los lagartos, cuando
por la noche él se ponía en la puerta de la casa y aún sin vislumbrarla decía:
– ¡A la camita! Menúa llegaba desde donde estuviera, y con paso remolón y
taciturno se dirigía al cuarto de los chismes donde ya tenía su dormitorio
habitual.
También le
refería como se había ganado el afecto de los tres fieros perros que guardaban
la finca y en los ratos de descanso buscaba el corpachón de uno de ellos que
estuviera tumbado para reclinarse en su regazo.
Ni que decir
tiene que si él estaba sentado, el depositario de esa elección sería él.
Contaba cómo
otros gatos de la vecindad la rondaban, y la vigilancia que él ejercía para
ahuyentar al felino de enfrente que era grandullón y viejo y que no quería que
se acercara a la menudita Menúa.
Pasó el
tiempo y Alicia volvió a visitarlo. Encontró a Menúa en avanzado estado de
preñez, y no es para contar los mimos y delicadezas de que era objeto por parte
de su dueño. Ella también le dedicó sus caricias regocijada y chistosa, y le
hizo ver a él lo buen padre que hubiera sido.
La gatita
que bromas aparte era muy intuitiva y captaba la simpatía que Alicia le
profesaba, esa noche cambió el regazo de él por el de ella, y estuvo
ronroneando en su falda, mientras intentaba lamerle manos y cara, cosa que ella
detestaba.
Aquella
primera noche Alicia dejó su bolso de viaje abierto en un rinconcito del salón
y cada uno se fue a su cama, al parecer.
Porque al
día siguiente, cuando ella fue a coger su neceser para ir al cuarto de baño,
encontró a Menúa dentro de el bolso de viaje mirándola con ojos brillantes y
tiernos. Es muy difícil describir la intensidad de aquella mirada.
Estaba
echada lánguidamente y ante las reprimendas de Alicia no hacía gesto para levantarse,
por lo que ella intentó sacarla a la fuerza.
La gatita
procuraba defenderse con una de sus patas delanteras al tiempo que maullaba
suplicante.
Entonces fue
cuando vio el prodigio: tres gatitos minúsculos habían nacido aquella noche.
Uno completamente negro, y los otros dos con manchas entre grises y amarillas.
Alicia no
reaccionaba no sabía si llamarlo a él primero, si sacar de allí a los intrusos,
o echar a correr e irse.
Decidió
llamar al dueño de la casa que arreglara aquello.
Y aquí
fueron los aspavientos, las algarabías, las tiernas palabras y los delicados
cuidados.
Se le
habilitó un nido dentro de una caja grande de cartón, en cuyo fondo hacía de
colchón mullido la misma falda que Menúa había elegido para abrigo de sus
vástagos. Total, ya estaba estropeada, y Alicia con visible orgullo decía que
Menúa había sentido la necesidad de su presencia en ese momento y por eso había
parido allí.
A partir de
aquí los días tenían otra dimensión. Mucho tiempo le llevaba a él las visitas
al nido, que por supuesto no se ubicó en el cuarto trastero como antes. Por el
contrario se buscó un rinconcito donde no hubiera corrientes de aire en el
salón y que estuviera soleado durante algunas horas.
La
alimentación de Menúa también cambió sustancialmente, pero no por eso ella dejó
de cazar ningún día. Había entendido muy bien cuales eran sus obligaciones en
aquella casa, y que a la de cazar ratones, (que por cierto ya no se veía ni una
huella de ellos) estaba la de dejarse acariciar por su dueño y soportar
impávida los tirones de orejas y las cosquillitas en la barriga con que él se
divertía hasta bien entrada la noche...
Los días se
sucedían sin mayores acontecimientos y se acercaba la fecha en que Alicia tenía
que marcharse. Los gatitos ya tenían una semana y empezaban a abrir los ojitos,
con una mirada vacía como el que no se entera de lo que ve, pero todos allí
miraban por ellos para protegerlos.
A la hora de
la comida la pareja discutió con frases a media voz, tensas y cortantes.
A Menúa no
le pasó por alto el incidente y saltó del nido y fue a restregar su lomo
brillante por las piernas de él en un mudo intento de poner paz entre ellos.
Pero no dio
resultado y ellos siguieron sus palabras de disputa y finalizada la comida él
se retiró al dormitorio y ella se quedó echada en el sofá del salón.
Menúa no
volvió al nido. Siguió a su amo al dormitorio y al poco rato salió y paseándose
por delante del sofá donde ella descansaba, lanzaba tímidos y tristes
maullidos.
De pronto
emprendía una carrerita y se adentraba en el dormitorio donde proseguía sus
maullidos que parecían lamentos. Sólo se detenía allí un breve espacio de
tiempo para volver enseguida a pasearse delante del sofá y con la patita
delantera tiraba del trozo de falda de ella que colgaba por el lateral del
lecho improvisado.
Por fin
llamó la atención de Alicia que con los ojos cerrados dormitaba algo molesta
por el alboroto de la gata. Le riñó seriamente y se dio vuelta para la pared.
Por unos
momentos dejaron de oírse los maullidos y Alicia empezaba a conciliar el sueño
cuando oyó las pisadas de él que se acercaba hablando con el animal en un tono
suave y represivo.
Venía en
dirección al nido que estaba junto al sofá, con un gatito en sus manos
acunándole tiernamente sobre su pecho.
Menúa
caminaba un poco adelantada, como si quisiera marcar el camino pero sin quitar
los ojos de su pequeño, que ajeno a todo no lograba abrir los ojitos. La gata
maullaba despacio y suave como música de acompañamiento a los pasos de él, que
avanzaba acariciando con delicadeza el gatito que Menúa le había llevado a la
cama y se lo había depositado sobre la almohada , sin duda para consolar la
tristeza de su amo ya que no había conseguido que Alicia la siguiera al
dormitorio.
Él hablaba
tiernamente mientras aproximaba su cara al cuerpecillo del animalito.
– No, Menúa,
el gatito es muy pequeño y no lo puedes sacar de la camita. Vamos a colocarlo
de nuevo con sus hermanitos.
Menúa de un
salto se subió al sofá y cuando Alicia se volvió para reñirle, ante el cuadro
que se presentó a sus ojos del ser iracundo, hacía sólo unos momentos,
convertido en un pozo de dulzura con el animalito en los brazos y hablando a la
madre con tan tierno acento, no pudo por menos que sumarse al grupo y participar
en las emociones que allí se estaban viviendo.
Aquí se
podía decir parafraseando el refranero:
Al que Dios
no le dio Hijos, el vecino le traerá un gato que como se puede ver en este
relato, también une mucho a los seres humanos.
Abril de 2005
Autora: Brígida Rivas Ordóñez. Alicante, España