LOS NOMBRES DE LOS ÁNGELES SIN NOMBRE.
Tras los nueve meses de gestación
—Ya tenéis lengua, dos ojos, dos manos…
una red de arterias y un corazón.
Ahora tenéis que aprender a hablar,
a comer, a andar, a ver, a vestiros…
para jugar y estudiar de chiquitos
y de mayores poder trabajar,
pero no podréis hacerlo solos,
necesitáis a vuestra familia.
Escuchadme, pues, cuatro palabritas
¡y hale!, corred a reuniros con todos.
Como todos, vais a nacer llorando,
y como a todos, os sobra razón.
No todos los días serán de sol,
los habrá de lluvia, de aire, de barro…
de tormentas que con mucha frecuencia
desencadena el hombre contra el hombre
para llenarle de espinas mis flores;
pero dejad el miedo en la trastienda,
yo, a todos los niños que mando al mundo,
les doy de ángeles una pareja
para que cuide de ellos en la tierra
y les enseñen a derribar muros.
Cerrad bien los puños ¡y hale, a nacer!
Vivir es un privilegio tan grande
que ni los ancianos quieren marcharse
cuando la muerte me pone el amén.
Pablo y Alonso cruzaron sus miradas.
— ¿Has oído? Tendremos que morirnos
-preguntó Pablo haciendo pucheritos-.
No sé tú, pero yo no entiendo nada.
Aprender a ser personas lleva años
y, en cuanto lo tengamos aprendido,
¡hale!, nos deja la vida y a morirnos.
¿Nos valdrá la pena tanto trabajo?
—¡Pues no! La vida me parece un timo
y, por mi parte, si tú estás de acuerdo,
nos quedamos por aquí y no nacemos.
¿Dónde vamos a encontrar mejor sitio?
Aquí no hace frío, ni calor,
ni tendremos miedo a tan tristes daños
pues los hombres no podrán encontrarnos
-respondió Alonso, y Pablo lo aceptó.
¿Quién les mandaba buscarse problemas?
Habían oído hablar de chupetes,
de biberones y cunas calientes
que cantaban nanas con voz serena,
pero también de niños con sed, hambre,
pillados por las trampas de las guerras,
sin casa, sin amigos, sin escuela,
con juguetes que no quería nadie,
y no habían descubierto si a ellos
les esperaba lo bueno o lo malo.
Solo un detalle tenían muy claro:
que en aquella casa y bajo aquel techo
todos los niños vivían felices,
y podían dar gritos y patadas,
y comer cuando les diera la gana,
sin que nadie les prohibiera ser libres.
¿Qué más podían pedirle a la vida?
Ellos solo querían tener paz,
y, como eran dos para jugar,
nunca, nunca, nunca se aburrirían.
A punto estaban de echarse a dormir
cuando oyeron voces que los llamaban
y sintieron que alguien los empujaba
mientras otros los echaban de allí,
a gritos firmes, a golpes sin fin,
con falta de candiles para ver,
y enseguida entendieron que nacer
era igual de obligado que morir
y, ante lo que ya era inevitable,
fue Alonso el que dio los primeros pasos.
De pronto, al cuarto, se volvió asustado.
—¡Vida, Vida! ¿Me escuchas un instante?
Nosotros somos dos, somos gemelos.
Si como a todos nos pones dos ángeles,
¿Cuál de los dos no tendrá quien lo ampare?
Y
—¿Pero quién demonios os ha dicho eso?
Los ángeles que yo elijo son mágicos
y para hacer bien su duro trabajo
multiplican por millones su cuerpo,
aunque tengan que restarse los huesos
para que os cuadren bien todas las cuentas.
Y dándose con prisa media vuelta,
lo lanzó a la tierra sin miramientos.
—Pero, Vida, ¡por Dios! -la frenó Pablo-.
Dinos cómo se llaman nuestros ángeles.
La tierra es tan inmensamente grande
y nosotros tan sumamente enanos
que, solos entre tantísima gente,
ni siendo dos podremos encontrarlos.
—¡Vamos, vamos! ¡Calla y sigue a tu hermano!
-concluyó la vida sin detenerse-.
Vuestros ángeles se mueren por veros,
y, aunque todos fueran de igual color
y en nada destacaran del montón,
los reconoceréis por sus besos,
y tengan por nombre el nombre que tengan,
vosotros, por simple necesidad,
los llamaréis siempre papá y mamá.
Y después de tantas horas de espera
Alonso y Pablo llegaron por fin
como al mundo llegan todos los niños:
prestos a dar lo mejor de sí mismos
sin saber aún qué iban a recibir.
Autora: María Jesús Sánchez Oliva. Salamanca, España.