Presentación del libro:

DEL SUSURRO AL GRITO.

SÍMBOLO Y VERDAD DE LA CEGUERA

 

MARGARITA VADELL

 

(Contraportada: Datos de edición)

 

 A mis hijos y a sus hijos.

A mi hermana.

A los niños ciegos que se hicieron

vástagos de mi corazón.

 

Índice

Prólogo…………………………………………………………....... 7

Introducción ……………………………………………………….. 11

cap. I De la estéresis a la culpa………………………………....... 13

Cap. II Las formas de la culpa …………………………………… 19

Cap. III La incidencia del símbolo………………………………... 25

Cap. IV Una incursión por la historia …………………………….. 33

Cap. V Los personajes ciegos en el teatro de

Antonio Buero Vallejo …………………………………… 49

Cap. VI El plano simbólico en la narrativa de Ernesto Sabato …… 75

Cap. VII El surrealismo en el Informe sobre Ciegos………………. 85

Cap. VIII La ceguera como objeto de estudio …………………….. 99

Cap. IX La ceguera como situación existencial ………………… 107

Cap. X La ceguera en personajes de ficción …………………… 127

Cap. XI La ceguera como símbolo del extravío existencial ……. 137

Cap. XII La ceguera como símbolo del ser abandonado ………… 157

Cap. XIII La ceguera como símbolo de incomunicación ………… 167

Cap. XIV La ciega ………………………………………………... 187

Epílogo ……………………………………………………………. 195

Del susurro al grito (testimonios) ……. …………………………… 197

La ciega. Balada de Reiner María Rilke ....………………………… 209

Agradecimientos.………………………….……………………….. 213

 

Prólogo

 

Hay momentos en la existencia de un escritor en los que el hecho de vivir y el hecho de escribir son simultáneos. En esos momentos privilegiados y terribles no es posible impedir que uno de esos dos hechos prevalezca. Entonces, si el escritor es poeta, serán unívocos sus días y sus versos. Y si sintiéndose poeta decide abordar un tema en prosa, habrá de ser porque algo lo impele a ausentarse provisionalmente de su hogar que es el poema, para aventurarse por los caminos áridos e inciertos de un tema que no es elegido por el escritor sino que, como dice Jorge Luis Borges, es el tema quien elige al escritor. El escritor experimenta casi como una urgencia, una tensión de la que sólo podrá liberarse cuando la elección de que ha sido objeto encuentre en la dinámica del lenguaje su expresión y su armonía, es decir, su forma.[1]

No puedo saber de modo cierto cómo ni cuándo fui elegida por el tema del que voy a ocuparme. El tema está en mí, es conmigo y no me es posible ser sin él. Someterme a su requerimiento es, pues, mi acto más auténtico.

Afirmar que en nuestra semejanza con el otro reside el sustrato de la convivencia humana es, desde luego, afirmar algo obvio. Lo que no es tan obvio, aunque sea un tópico recurrente en nuestros días, es afirmar que para que ese sustrato no se resquebraje es necesario que se conozcan, se comprendan y se acepten las diferencias que existen entre los hombres.[2] La segunda afirmación es tan amplia y tan compleja como lo es la gama de las diferencias que a través de ella se nos revelan.

Hoy parece relativamente fácil reconocer la diversidad cultural y distinguir las concepciones antropológicas actuales de las imperantes en las épocas que nos preceden. Lo que siempre ha sido y aún es difícil es conocer, comprender y aceptar aquellos grupos humanos que, afectados por una señal, han existido en todas las culturas y en todas las épocas y que, bajo formas casi proteicas, coexisten con nosotros.

Pero hay un hecho que resulta aún más difícil de reconocer: que en el grupo que podríamos designar como el conjunto de seres humanos señalados, los individuos que constituyen ese grupo son también diferentes entre sí.

Acaso, lo que se ha escrito en las páginas que siguen, no pase de ser una mera pretensión; mas no me es posible dejar de escribirlas, como tampoco me es dable dejar de creer que con ellas pueda contribuir en una dimensión que no depende tanto de mí como de quienes las lean, al conocimiento, a la comprensión y a la aceptación de los individuos que conforman uno de esos grupos de señalados, el grupo al que pertenezco: el de las personas afectadas de ceguera.

A pesar de que, como queda dicho, no pude dejar de escribir estas páginas, no querría que sus lectores les atribuyesen sin más, como su único propósito el que ha sido mencionado en el párrafo precedente. Yo descubrí que acaso estas páginas pudiesen dar de algún modo cumplimiento a ese propósito, sólo después de haberlas escrito.

El tema que se despliega en este ensayo, no es un solo instrumental emanado de mi singularidad circunstanciada. Hay en él una conjunción no siempre armónica de timbres y de voces. Es un tema de múltiples variaciones, hay en él sonidos tan lejanos como la antítesis primordial entre la luz y la tiniebla; hay sonidos tan próximos como la susurrante pregunta de un niño, torcaza asustada de sentirse a oscuras.

Entre lo remoto de la antítesis primordial y lo cercano de las confidencias que hasta mí han llegado, se hace presente un universo de creaciones literarias. Este universo está habitado por personajes ciegos cuya encarnadura estética se enraíza, según la decisión del escritor, en la ceguera presente en el símbolo apátrida o en la ceguera real de un aquí y de un ahora que a los ciegos que mediante la lectura nos relacionamos con esos personajes, a veces nos repele y a veces nos refleja o nos conforta.

No he abordado, ni me sería posible hacerlo, todas las obras literarias en las que aparece la ceguera como tema y el ciego como personaje. Son muchas las obras que por los más extraños caminos han ido llegando a mis manos. Casi sin que me lo propusiera, algunas de esas obras se quedaron en mí, otras se perdieron en un sano y piadoso olvido, y son aún muchas las que seguramente me están esperando.

Las obras que en mí se quedaron, me ofrecen una prometedora instancia dialógica. Algunas de esas obras son las que vertebran este trabajo. Y lo justifican. Y lo sangran.

 

Introducción

En 1966 inicié mi labor como maestra de primaria en la escuela de ciegos de mi provincia, Mendoza. Allí tuve mi primer contacto con niños que no veían.

Mi infancia había sido solitaria en cuanto al conocimiento de otros niños que, como yo, estuviesen privados de vista.

Por aquel entonces, la única ‘escuela especial’, que en realidad no era una escuela, reunía dos veces por semana a un grupo de personas ciegas adultas que recibía nociones básicas de lecto-escritura braille.

Mi instrucción comenzó entre hombres y mujeres diferentes a mí en circunstancias existenciales y en edad. La distancia menor era la que me separaba de dos adolescentes que me precedían en una década. Parecía ser – por falta de información – que yo era en Mendoza la única niña ciega de nacimiento. Fui creciendo sin saber más que de mí. Fui advirtiendo que quería conocer y comprender a otros niños ciegos ‘distintos de mí’. La carrera de magisterio me permitió recoger, en otras infancias, algo de la mía que estaba inevitablemente perdido.

Lo que experimenté no fue una vocación profunda por enseñar sino una pasión febril y dolorosa por comprender. Por fortuna, en el mismo año en que comencé mi carrera docente (1966) inicié mis estudios en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo. Los estudios de filosofía encauzaron mi pasión. La intuición no bastaba, era necesario conocer. Imperativo era vivir, imprescindible leer. Supe allí que la dimensión humana excede toda limitación, toda esperanza, todo desborde.

En El túnel de Ernesto Sabato encontré la primera brasa, la primera incitación. Nada me había dicho Pablo, el ciego de Marianela de Benito Pérez Galdós. Nada habían significado tampoco algunos personajes ciegos de obras de menor cuantía.

¿Qué hacer? ¿Cómo conjugar lo que se siente con lo que se sabe?

En 1970, leí el ensayo del sociólogo francés Pierre Villey, El ciego en el mundo de los videntes. En este ensayo, el autor intenta analizar cómo la literatura ha tratado el tema de la ceguera. Su conclusión es lapidaria: “la literatura no ha hecho sino avalar los prejuicios que el público tiene acerca de los ciegos”.

¿Debía yo continuar por ese camino? ¿Leer las obras literarias para mostrar de qué manera eran vistos los ciegos por quienes los convertían en sus personajes y juzgar esas obras desde tal perspectiva?

Más tarde me enfrenté con Sobre héroes y tumbas, segunda novela de Ernesto Sabato. Su Informe sobre ciegos me espantó al par que me sobrecogió por su belleza atroz.

Y olvidé todo eso y continué viviendo. Y olvidé todo eso y continué leyendo: Buero Vallejo, Maeterlink, Baudelaire, Rilke ...

Más adelante conocí Los ciegos en la historia de Jesús Montoro. Esta obra, altamente documentada, me aportó datos ciertos y, a veces, sorprendentes. ¿Quería yo analizar la situación existencial que provoca la ceguera, desde una perspectiva histórica? Ciertamente esa perspectiva me resultaría útil pero tampoco ese era mi camino.

Lentamente la literatura, la historia, la vida, mi existencia y otras existencias en las que la ceguera es presencia, inequívoca presencia de lo ausente, fueron configurando un entramado cuyo diseño no está aún totalmente acabado.

El plan de este ensayo fue gestándose a medida que, elegida por el tema, fui tomando la auténtica y a veces errática decisión de plasmarlo en un libro.

 

Autora: Lic. Margarita Vadell. Mendoza, Argentina.

margaritavadell@gmail.com

 

 

 

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[1] La escritura fue el medio fundamental absoluto y poderoso que me permitió expresar el caos en que me debatía así como mis obsesiones más recónditas. (Ernesto Sabato)

[2] A los años que tengo hoy, puedo decir, dolorosamente, que toda vez que nos hemos perdido un encuentro humano algo quedó atrofiado en nosotros, o quebrado. Muchas veces somos incapaces de un genuino encuentro porque sólo reconocemos a los otros en la medida que definen nuestro ser y nuestro modo de sentir, o que nos son propicios a nuestros proyectos. (E.S. La resistencia)