Creo que de todas las picardías,
la más fascinante era la de saltar sobre las camas…
Por esas épocas, todavía mi madre
no había recibido como pago en “Casa de las Sedas”, comercio dedicado al rubro de
blanco, bazar y mueblería, sus honorarios por unos trabajos decorativos del
local, realizando frisos de cobre con figuras y batidos en bajorrelieves.
Recibiría por ello, un juego de dormitorio para niños. Mi hermano y yo,
estuvimos agraciados con unas camas de madera clara y maciza, bien lustradas,
con cabezales juveniles y elástico de malla metálica de acero. La mesita de luz
era simpática, con sus cajoneras y puertitas con manijones de bronce.
Pero antes de esas instalaciones,
Jorge, dormía en una cama precaria consistente en dos tablones. Yo lo hacía en
un diván extensible, maravilloso para jugar a la cama elástica. Los flejes y
resortes, de tanto saltar sobre ellos, nos hacía pasar de largo hasta el piso.
Por más reparaciones trabajosas
que intentaran mi madre o padre, igualmente el sistema estaba vencido. Durante
cualquier instante de mis sueños nocturnos, solía caer con mi improvisado
colchón al suelo, con la mitad de mi cuerpo. Intentaba la mayoría de las
ocasiones, dormir con mi parte superior, apoyado en la almohada sobre la
inclinación del camastro y el resto sobre el piso entre sábanas húmedas… es que
mi enuresis nocturna, no había encontrado todavía fin.
Aprovechábamos las horas de la
siesta o cuando nos enviaban temprano a dormir en las noches, para estos
divertimentos destructivos.
Saltar y evaluar quién lo hacía
más alto, era ya una obsesión. Como en casa no nos dejaban usar la cama de
nuestros padres, la oportunidad se nos brindaba en bandeja, cuando se
encontraba a nuestra total disposición, “la gran cama”… ese atractivo centro de
juegos, como lo era la más hermosa y reconfortante, perteneciente a la madre de
Graciela.
La ausencia de Amelia, matutina
por razones laborales y las vespertinas por sus salidas bastante frecuentes
tanto a mi casa, visitando a mamá, como a la de sus otras amigas, hacía que el
punto de encuentro más asiduo fuera la casa de nuestra querida amiga de al
lado.
Esa cama camera significaba la
mayor atracción debido a que la misma tenía un altísimo colchón de resortes que
nos hacía rebotar tremendamente.
En el medio de la habitación,
pendía una lámpara con tres brazos alzados hacia el techo, con una pátina en
tonos dorados. Sus tulipas ya habían sido “sacrificadas” por nuestros hábiles
saltos circenses. Posteriormente solo podía poseer focos comunes, totalmente
desprotegidos y simples, pues hasta los de opalina con formatos de vela, habían
sido eliminados por nuestros desobedientes juegos. Saltar, saltar y saltar, era
lo más divertido… y las reprimendas, penitencias y explicaciones verbales de
los riesgos y peligros a los que nos exponíamos, caían totalmente en saco roto
en nuestras mentes de seis, siete, y nueve años, definitivamente caprichosas.
El colchón demasiado continente,
soportaba tres niños en saltos diarios sin cesar. Además era escenario de
nuestros aterrizajes cuando nos lanzábamos al vacío desde los valijeros del
gran placard, o cuando jugábamos a darnos la vuelta con los ojos tapados y
había que confiar en la caída producto del empuje haciéndolo de pleno sobre el
flexible y amplio colchón.
Cuando a menudo permitían quedarme
a dormir en casa de Graciela, Amelia nos dejaba esa cama, ya que en la pieza de
mi amiga, había solo una. Eran propicios momentos para hacer cuevas con las
almohadas largas de goma pluma, y ¿por qué no?, algunos improvisados saltitos.
Aunque sentíamos la ausencia de mi hermano, quien lo hacía a todo más divertido
y creativo. Seguro el consabido reto a la distancia, era lo que seguía, con un
“¡shhh!” Llamando obligatoriamente al silencio hasta que el sueño finalmente
nos ganaba a pesar de la alegría entusiasta.
Amelia se había percatado que su
colchón de modo cada vez más notable, mostraba los resortes demasiado
sobresalientes y por más que lo daba vuelta, del lado indicado para el verano y
hacia el lado dispuesto para el invierno, una y otra vez, ya no le encontraba
modo cómodo a sus posiciones, para lograr su merecido descanso.
Ella usaba ese dormitorio de modo
individual, porque el papá de Graciela dormía en un tercer dormitorio, lindante
con el de Graciela y que tenía una ventana balcón con celosías blancas que
daban a una terraza bonita de baldosas rojas brillantes con variadas macetas
colmadas de plantas verdes y floridas.
La habitación de Amelia, tenía
otra puerta balcón, pero más delgada, que daba a un balconcito cuyo vacío
permitía visualizar nuestros fondos y los de la casa de atrás, la misteriosa
vivienda, propietaria de la frondosa higuera.
En una oportunidad, mientras leía
una novela y fumando en la cama, tuvo un breve percance. La ceniza con una
pequeñísima brasa, cayó sobre las cobijas y un mínimo incendio asustó a la
distraída mujer. El incidente culminó quemando parte de las sábanas, y por
supuesto, el forro del colchón que dejaba ya a estas alturas, brotar libremente
los resortes al acecho de cualquiera que deseara “divertirse ya como fakir”,
según repitiera ella en sus comentarios.
A Amelia, no le había quedado más
remedio que disponerse a comprar un colchón nuevo.
Por la calle, los vendedores ambulantes eran
numerosos. Al menos tres o cuatro de ellos pasaban por ambas manos de la
calzada y al mismo tiempo, tanto durante las mañanas como en las tardes;
ejemplares tales como verduleros, floristas, lechero, achurero, pescadero,
sestero, afilador, escobero, sillero, el paseador en ponis y caballos y el
infaltable botellero. Este último era quien compraba hierro, botellas,
calefones, cobre, camas viejas, diarios y todo elemento sobrante de los
hogares, pagando centavos pero permitiendo limpiar las casas y sus fondos o
desvanes. Amelia se apresuró esa mañana a llamar al carro del botellero
ropavejero. Frenaron los dos hombres compradores al caballo, estacionándose en
el puente grande. Bajaron dichos ocupantes, a los que Amelia les pidió pasaran
al garaje, donde se encontraba el vencido y desmembrado colchón apoyado sobre
una de las paredes. Los sorprendidos individuos, observaron con gesto
libidinoso, inicialmente con entusiasmo, a esa voluptuosa mujer, de
interesantes ojos celestes, cabellos rubios y ondeados, levemente rubicunda y
de piel muy blanca. Luego asestaron sus miradas en el casi destruido colchón
que tenían que probablemente adquirir y transportar…
Explotaron en risas incontenibles,
mientras sus mentes lascivas imaginaban libremente y a gusto lo que sus
posibilidades les pudieran permitir. Amelia, furiosa, en plena indignación,
echó a gritos a los dos individuos, empujándolos con colchón y todo, aplicando
sus máximas fuerzas, hacia el porche que conducía a la calle cerrando
violentamente el portón.
Afortunadamente, las camas infantiles,
tanto la de Graciela como las de mi hermano y mía, se encontraban indemnes,
pues habían prohibiciones demasiado firmes en determinados momentos de nuestra
educación.
Cuando Amelia, comentaba esta
anécdota a mi madre, escuchábamos atentas, como el entrecortado discurso de la
madre de mi amiga, pretendía transmitirle a mi mamá lo acontecido y ambas reían
con desparpajo sin que ni Graciela ni yo, comprendiéramos lo sucedido… por
mucho tiempo más adelante. Al menos hasta que aún memorizando los hechos, la
comprensión de lo acaecido se convirtiera en luz, recién cuando la oscuridad de
la inocencia… se hiciera presente.
“El mundo miope de Ruxlana”
Autora: Dra. Renée Adriana Escape. Mendoza, Argentina