Al
volver a ese campestre lugar cuando caía lentamente el sol estirando las
sombras y cosechando nostalgias del paisaje, un remolino de recuerdos invadió
mi mente al ver que aún permanecía de pie, silencioso pero seguro de sí mismo, aquel
Sauce llorón.
Me detuve en ese paraje
sentándome sobre un tronco y comencé a revivir la historia de ese lugar,
percibiendo de los alrededores el murmullo de las palomas monteras, las
gallinetas y los teros. Ahí había vivido el paisano Don Jerónimo Miranda y su
familia. El humilde rancho levantado a mano con ladrillos de adobe y techo de
paja, hoy lo habitan las ausencias. Está como olvidado, pero aún se conserva
entero. En el margen derecho donde despierta el sol, hay un monte de sauces y
en el lado opuesto, a pocos metros hacia el oeste el arroyo De Los Lobos pasea
cruzando el campo, destacándose en la ribera un añoso y robusto sauce llorón,
tratando de abrazar con sus ramas el agua y el rancho.
Don Jerónimo solía contar que
cuando se asentó en ese terreno, el sauce llorón comenzó a brotar desde la
humedad de la tierra y acrecer solo, apartado de la arboleda sin saber por qué.
Después de unos años, en tiempos en que el sol aplastaba con un manto de calor,
el sauce lo cobijaba en su sombra dándole un espacio para reunirse en familia,
sentados en rueda para matear como también para abrir los catres a la hora de
honrar la siesta. Además, los perros no esperaban invitación alguna, vivían muy
cómodos echados debajo del mismo.
Mas tarde, del otro lado de
la casa fue creciendo una higuera que le ofrecía sus brevas dulces como la
miel, las que resultaban demasiado atractivas para los pájaros y otros bichos,
que sumados a los frutos dispersos en el suelo, hacían imposible permanecer
debajo de ella. Era curioso ver que muchísimas aves se posaban a comer sus
higos pero a la hora de anidar, lo hacían sobre los brazos del sauce, quien
compartió los primeros aleteos y el vuelo inicial de infinidad de tiernos
pichones, acompañados por el divagar de sus hojas.
El paisano Jerónimo y Doña
Dora forjaron una yunta gaucha tan unida como el árbol con la tierra. Por
amarse, Dios les mandó cuatro hijos sanos y fuertes, los que nacieron en el
interior del rancho. En todos los casos estuvieron cobijados por el mudo
testigo de los alumbramientos, ese sauce llorón, que se desesperaba agitando
sus ramas tratando de mecer a las criaturas como quien reclama su potestad.
Cuando el viento se venía enloquecido sacudiendo a las espigas como olas en un
océano vegetal, el sauce frotaba sus ramas para filtrar el ronco silbido
advirtiendo a los moradores que se protegieran, y a la vez se afirmaba
enfrentando al soplido hasta desviarlo para eludir daño alguno.
En una noche del crudo
invierno, en medio de una tempestad, demostró su coraje cuando jugaba con los
relámpagos que iluminaban sus hojas como si fuese una lámpara verde en la
profunda oscuridad, hasta que algo terrible apareció desde los nubarrones:
había sido un rayo. Sin dudar el noble sauce le puso el pecho antes que
perjudicara a la familia de Don Jerónimo. El Robusto llorón sufrió serias
quemaduras y la amputación de algunas ramas que le dejaron cicatrices en los
surcos de su propia savia. Sin ánimo de despreciar, la higuera no se ganaba la
confianza de la gente pues a pesar de sus gruesas ramas tenía la fama de
traicionera. En plena tormenta, dejó caer un enorme brazo que destruyó parte
del techo de la casa. Don Jerónimo, por temor que el resto cayera sobre los
niños, los arrimó al sauce llorón, quien a su manera los albergó. Bajo el sol de
una tarde, el hijo menor de los Miranda llamado Pablo, jugaba en la compuerta
del canal de riego y en un descuido cayó al torrente de agua siendo arrastrado
sin control. En esa
ocasión fue el sauce llorón quien ofreció su cintura para que Jerónimo sujetara
la soga y pudiese rescatarlo, asumiendo su responsabilidad como el integrante
vegetal de la familia.
El sauce llorón demostró ser fiel y leal. Siempre vivió
enlazado con el hombre, los animales, el suelo y la naturaleza, tal como se
comporta un verdadero amigo: en las buenas y en las malas. Es por eso que jamás
estuvo solo y a pesar de su apariencia solitaria, vive amarrado a sus hermanos
del bosque a través del palpitar de la tierra. Además, cada año al finalizar el
invierno y al florecer la primavera, el sauce llorón comienza a mostrar sus
frutos, pequeñas cápsulas colmadas de semillas, que al nacer vuelan
diseminándose para formar nuevos montes y que sepan todos que él, aún existe.
En tiempos de mala cosecha cuando pereció doña Dora, su propio rancho se
convirtió en la capilla ardiente para darle el último Adiós. Ante el calor
agobiante, familiares y vecinos permanecieron bajo la sombra del árbol,
confundiéndose las penosas lágrimas de la gente y el sauce. Al pasar el tiempo los hijos de esa
pareja, por ley natural buscaron nuevos horizontes y se fueron marchando uno
tras otro. El sauce llorón entristeció sintiendo que varias ramas se le
marchitaban, oyendo las voces de la tierra que le hacían saber que no volverían
jamás.
Llegó el momento en que quedaron
mano a mano con Jerónimo para pelear por la vida. Entre ellos no hablaban
porque las palabras estaban de más. Sesenta y pico de años mirándose cara a
cara, demostrándose confianza y protegiéndose mutuamente, ya no había nada que
decirse… En un extraño atardecer en el que reinaba la profundidad del silencio,
sentado al pie del sauce llorón estaba el viejo Don Jerónimo apoyado sobre el
tronco, donde se mimetizaba su piel rugosa con la corteza. Pero esta vez había
estado demasiado tiempo quieto… Entonces yo mismo me acerqué, comprobando que
su corazón le había jugado muy feo. El alma del viejo amigo se había trepado
por las ramas… camino al cielo.
Hoy parece estar todo igual
que en aquel entonces, salvo ese árbol que tiene las ramas casi peladas, pues
en esta época existen motivos para dejar caer sus lágrimas verdes acariciando
su tierra madre. Pero seguramente que si al robusto sauce lo llaman llorón, es
porque tiene sentimientos y demuestra sensibilidad. Presiento que no llega a
secarse porque cuenta a Don Jerónimo, manteniendo los afectos con la viva savia
que penetró en silencio por sus venas, como queriendo fusionarse con él. Es por
eso que se oye latir en las tibias noches de la tierra, la naciente germinación
de un nuevo sauce robusto y llorón.
Autor: © Edgardo González –
Buenos Aires, República Argentina
.-“Cuando la pluma
se agita en manos de un escritor, siempre se remueve algún polvillo de su
alma”.