Yo. Yo no era yo. Era
yo pero no lo sentía así porque no estaba solo. Vivía la soledad de quien se
está muriendo y toda su vida acude en ese instante, aunque se le vaya escapando
igual que lo hace cada fracción de un rayo de luz. Por eso no me sentía solo.
La rampa era larga…, como el camino que debe haber
en la vida. Yo no había llegado ni a la mitad y ya me estaba cayendo. Me caía.
Me sentía morir, y no podía evitar esa sensación. Percibía que a mi alrededor
todo era expectación hacia mí, y creía que el árbol de mimosas que se podía
divisar, justo debajo de donde mi cuerpo y mi deseo había dicho: ¡Basta!, me
parecía, mucho más interesante que yo. Era un día de primavera, y el árbol, con
sus ramas vestidas de amarillo, parecía un Sol asentado en
Yo, lo único que sentía, era el hielo de la muerte.
Desfallecido, mi boca seca secretaba una baba espumosa, mi piel mucho sudor, y
mis piernas no me sostenían. Arriba, cinco batas blancas me contemplaban, me
miraban en silencio, y yo, asido a la baranda de mi rampa, evadía pensar que
había llegado el fin.
Una de las “batas blancas” sacó su voz y me gritó:
¡”Vamos, sube, sube… Te esperamos”!
Yo miré a
las mimosas en mitad del camino.
Yo tuve como “héroe”, demasiado tiempo, a una
compañera mimosa…, Esa mimosa compañera me engañó, me juró que me amaba, no era
verdad: Nadie que te ame te exige un precio. ¡Ahora lo veo! No era verdad, pero
la necesito. Lo vendí todo por comprarla, por tener ese paraíso de la evasión,
de los nubarrones con colores; del olvido… De mi sueño y sueños perdidos.
Sudo. Estoy temblando. ¡Ya no tengo nada que vender
para comprarla…!
¡Me muero!
¡Me estoy muriendo!
ALICANTE 11/11/016
Autora: María Jesús Ortega torres. Alicante, España.
masusor@hotmail.es