Al caer la noche, comenzó con
su desesperada búsqueda de donde pernoctar. Sabía que si vagaba por las calles
se arriesgaba a ser aniquilado por los matones de la zona, pues la diversión de
estos estaba en eliminar a todo aquel que no fuese nadie en la población, y
así, pasar impunes.
Hace sólo un par de semanas
había presenciado cómo uno de sus compañeros de refugio era reducido con barras
de acero, y más tarde, incinerado vivo... los gritos de aquel hombre, si bien
no eran acallados por el crepitar de las llamas alimentadas con combustible, se
perdían bajo el cielo estrellado, sin llegar a los oídos de alguien que le
pudiese socorrer...
Avanzó por un callejón libre de
almas, pasando sobre las porquerías de un contenedor que seguramente algún
perro había desparramado no hace mucho.
El hedor de aquel recoveco de
la urbe resultaba fatal, tanto así que él mismo sintió que el miserable
contenido de su estómago se revolvía, haciendo un esfuerzo por no vomitarlo.
Al salir del callejón se
encontró libre de basura, y lejos, muy lejos de merodeadores nocturnos. Aquel
lugar solo era un espacio amplio, con concreto hasta donde llegaba la vista, y
en medio de aquel punto se hallaba un pozo de aguas cristalinas, donde se
comenzaban a reflejar las estrellas.
Los tristes harapos que cubrían
su cadavérico cuerpo no conseguían mermar la gélida caricia de la brisa,
calando profundo en sus carnes, como si buscara atravesar los huesos. Se
encorvó, metiendo las mugrientas manos por las mangas, luchando por mantener el
calor corporal.
Trastabilló hasta el reborde
marmóreo del pozo, dejándose caer de rodillas. Una vez aquí se inclinó por
sobre las aguas, observando aterrado su reflejo... de sus bellos rasgos que
tenía cuando formaba parte de la sociedad quedaban ambiguos vestigios. Ahora
era un ser de cabellos enmarañados y opacados, con la piel roñosa y los ojos
hundidos... prácticamente un cadáver ambulante.
Sus dedos se crisparon en la
piedra... disfrutar de una vida repleta de lujos, y acabar residiendo en las
calles, esperando a que alguien se apiadara de él para que le diese de comer...
¿Qué clase de castigo era este? Maldijo todo por lo que en algún momento creyó,
puesto que no le sirvió de nada rendirle ofrendas y oraciones a un supuesto
dios altísimo ¿Dónde estaba ahora, cuando más lo necesitaba?
De pronto, a su alrededor el
concreto se resquebrajó, permitiendo que de las entrañas de la tierra brotara
un líquido negruzco, con la misma consistencia del oro negro, que poco a poco
se fue dispersando a centímetros de sus piernas, sin llegar a tocarlo. En el
transcurso de un par de segundos nada más se hallaba en una porción ovalada que
aún no era tocada por este extraño fenómeno, y sin que se diese cuenta el
líquido se fue volviendo cada vez más denso, dando la impresión que en su
interior navegaban alargadas entidades que se retorcían en busca de algo de lo
cual alimentarse...
Ignorante de lo que acontecía,
trató de quitar la atención del reflejo, pero se le hacía imposible, por lo que
no advirtió las sombras que se alzaban junto a él, ni los seres informes que
batían las membranosas alas por sobre su cabeza... estaba tan ensimismado en lo
que las aguas le mostraban, que pasó por alto las formas que ya le rozaban la espalda,
o los chillidos ensordecedores que dejaron escapar las millares de presencias
que se reunían.
Inesperadamente surgió una
agradable imagen en la superficie... se trataba de visiones de su vida antes de
la ruina... veía a sus hijos, a su mujer, y cada rincón de lo que alguna vez
había sido su acogedor hogar. Sin embargo, mientras pasaban las escenas como si
de una película se tratase, fue notando la calamidad llegar silenciosamente,
alojándose en aquel camino que ya tenía forjado, derrumbando hasta el último
pilar. La angustia se manifestó en su pecho, queriendo morir ante la miseria
que ahora ostentaba; no obstante, por más que quiso cerrar los ojos para no
seguir hurgando en la herida, de las acciones de su cuerpo no era dueño,
quedando petrificado allí, siendo desgarrado despiadadamente con la maldita
realidad.
Un llanto, que se disfrazaba de
gruñido, irrumpió entre los chillidos de los engendros amorfos, acallándolos
uno a uno; al mismo tiempo la energía vital del hombre se debatía en la
oscuridad, tal cual como la llama de una vela enfrentada a la brisa. Aunque la
vitalidad de sus carnes ya estaba marchita, ofreciendo un solo resultado...
absorber cada aliento, sofocando de una vez por toda su desdicha...
Al día siguiente, cuando el
disco dorado trepó la bóveda celestial, y el bullicio regresó a las calles, el
cuerpo de un pordiosero apareció en medio de una plazuela. El cadáver se
encontraba en posición fetal, indicio de que el frío lo había matado.
Como el hombre despedía olor a
descomposición antes de perecer, ahora que no ofrecía lucha alguna los
carroñeros se prestaban a recibir el regalo de este sistema tan oportunista...
Aunque lo más impactante de
aquel acontecimiento, era la expresión de angustia del sujeto, que hablaba de
un tormento, precediendo al descanso eterno...
Autor: Luís Montenegro
Rojas. Graneros, Chile.