Era
media noche cuando el ángel vino tocando trompetas con ecos divinos. Y allí se
quedaron las gachas, el queso y el vino, y aquellos pastores, guardaron las
reses, se echaron encima sus ropas de abrigo, y con una cesta que guarda en el
fondo requesón, dulces, mazapán, tocino, y un poco de leche, salen al camino.
Rebeca y Josué ya llevan seis horas cruzando montañas y
valles con paso cansino.
––Josué. ¿Estás cansadita de andar por atajos?
—Rebeca. Yo no estoy cansada, ni paso trabajos. Y mientras
coloco bien las confituras, sígueme contando de las Escrituras.
--—Rebeca. Yo no estoy cansada, ni paso trabajos. Y
mientras coloco bien las confituras, sígueme contando de las Escrituras.
—Rebeca. Yo no estoy cansada, ni paso trabajos. Y mientras
coloco bien las confituras, sígueme contando de las Escrituras.
–Josué. ¿Estás cansadita de andar por atajos?
—Rebeca. Yo no estoy cansada, ni paso trabajos. Y mientras
coloco bien las confituras, sígueme contando de las Escrituras.
–Josué. Pues verás, Rebeca, según me han contado, ya ha
llegado el día que hemos esperado. Y dice Isaías, que un Dios, hecho niño viene
a visitarnos. Que quiere nacer sin halagos, entre las pajitas de un mísero
establo.
—Rebeca. ¿Y por qué hace eso? El tiempo es muy frío, hay
nieve en el suelo, grandes nubarrones corren por el cielo. En ese lugar no
tendrá una cuna, ni mantas, ni ajuar.
–Josué. Así lo ha querido el rey Celestial. Él viene a este
mundo, para consolar a ricos y pobres y es muy de notar, que los ricos tienen
un buen conformar: tienen buenas casas, no les falta el pan, ropas abundantes y
comodidades para bien pasar los crudos inviernos si empieza a nevar. Así nada
importa pararse a escuchar lo que el Salvador viene a predicar. Pero Él es tan
grande, que quiere vivir lo mismo que viven los que pasan hambre. Y dijo David,
que cuando pequeño, viviría mezclado entre el bajo pueblo, sumiso a su Madre y
a un buen carpintero, que en cuidarlo cifra todos sus desvelos.
—Rebeca. ¡Qué buena persona! ¿Será eso verdad?
–Josué. En
—Rebeca. Yo pienso, Josué, que su buena madre tendrá junto
a él venturas sin cuento.
–Josué. Pues no te lo creas. Tendrá que pasar pruebas
dolorosas: guardar un secreto que le cuenta un ángel, huir de las furias de un
rey mala sangre, buscar a su Hijo, que siendo un infante, se queda ocupado en
cosas del Padre.
—Rebeca. Oh, querido esposo, qué triste y que duro debe ser
perder a un Niño tan puro.
–Josué. Y cuando este Niño sienta la llamada y vaya a
cumplir la tarea aceptada, su alma callada, será traspasada de hirientes
espadas.
—Rebeca. ¡Ay, esposo mío! Así ha sucedido con nuestra
Judit, que al cumplir su cargo de madre y esposa, se lleva con ella su
presencia hermosa. ¡Qué pena la nuestra, mi Josué querido! ¡En qué soledad nos
ha sumergido!
–Josué. No sufras, Rebeca, porque ya estás viendo, que
hasta el Salvador, quiere que su Madre pase este dolor.
—Rebeca. Espera Josué, que en este ribazo que hace tanto
sol, vamos a sentarnos y saca el zurrón. Con nueces y pasas, un trago de vino y
ese requesón, reparemos fuerzas, que ya poco falta y veo el resplandor de la
pobre cueva donde dijo el ángel que está el Salvador.
–Josué. Bien dices Rebeca, vamos a comer, que en llegando
allí ya no podrá ser.
Se sientan contentos, y sobre el mantel, el pan, el tocino
y un tarro de miel. Dátiles silvestres, que saben muy bien.
Ya guardan las sobras, cuando con el pie, Josué ha
derribado el tarro de miel. Se limpia la albarca, pero no muy bien, porque ya
no tienen tiempo que perder.
—Rebeca. ¿Y dices, Josué, que querrá a los niños, y que en
los caminos se verán prodigios?
–Josué. Eso queda escrito, en la profecía que hizo
Jeremías.
—Rebeca. Pues vamos deprisa, que ya ardo en deseos de ver
su sonrisa.
Dejan los atajos, van por el sendero, llegan a una fuente
donde está bebiendo muchísima gente.
Con la sed calmada han tomado aliento, y siguen corriendo
porque están seguros de llegar a tiempo, de adorar al Niño, que estará
despierto.
—Rebeca. ¿Te encuentras cansado, Josué? He creído ver, que
tú no caminas lo mismo que ayer.
–Josué. No, no es eso, Rebeca, pero dices bien. Una cosa
siento dentro de este pié, que sube hacia arriba con gran rapidez. Pero eso no
es nada, no sufras, mujer, no tenemos tiempo. Cuando vea al Niño, ya lo miraré.
Josué se retrasa, ya no puede más, y aquello que sube le
empieza a picar.
–Josué. Quédate, Rebeca, ahí donde estás, qué busco cobijo
en un matorral, y en un santiamén, me voy a cambiar.
Impaciente ella, no acierta a esperar. Mira cautelosa tras
el matorral, y ve, que a Josué, atacando están, millones de hormigas, que
eligen su cuerpo para pasear. Pican en su carne, revuelven su bello, ya suben,
ya bajan, ya no puede más. Entonces descubre como por azar, la pícara albarca,
causa de su mal, que en todo el trayecto recogió al pasar, todas las hormigas
que hubo en el lugar.
Ardiendo su carne, no lo piensa más. No importa diciembre,
todo le da igual, Un baño en la fuente le hará reaccionar.
—Rebeca. No lo hagas, Josué, el agua es muy fría, te vas a
matar.
Pero él sale presto de entre el matorral, llega hasta la
fuente, se zambulle y... ¡zas!
Aquí está el milagro que era de esperar. El agua es
templada y fluye exhalando olor de retama, de lilas, de rosas, y alegran la
vista diez mil mariposas. Rebeca sostiene por arte de magia, un canasto lleno
con la ropa blanca: calzones de lana, pelliza y bufanda, y botas cerradas para
la montaña.
Es obra del Niño, que por su bondad, con las almas puras,
le gusta jugar.
Autora: Brígida Rivas Ordóñez. Alicante, España