EL BORRACHO.

 

Todos los días hacíamos las compras. Tanto mi hermano como yo, nos encargábamos de comprar lo diario en los almacenes. Según las preferencias o necesidades, asistíamos a tres o cuatro despensas. La de “Don Rosso”, quedaba a dos cuadras, siguiendo por Benielli, derecho hacia la Jorge A. Calle, en una esquina antigua con  puerta de dos hojas en ochava. A continuación del murallón de unos de los laterales del negocio, había ripio acumulado y  un brocal sin terminar de cemento. Allí solía estar durante varios años, un hombre desaliñado, con traje muy raído negro, de barba canosa. Siempre tenía una botella de vino de litro  en la mano, casi vacía. Hablaba solo y  si lo mirábamos, nos daba conversación. Mi hermano solía contestarle y  me decía que no era un hombre malo, que no era un “viejo Viruta”; solo un pobre borracho. Pero yo no deseaba dirigirle la palabra, pues su aspecto me inspiraba franco temor. Cuando me acercaba a la puerta del almacén y  el hombre me hablaba de modo ininteligible, yo de inmediato echaba a correr ingresando asustada. Varias veces  Don Rosso, el dueño, me preguntaba qué me sucedía al verme compungida. Cuando le explicaba sobre mis miedos, me decía lo mismo que mi hermano… que ese hombre no era malo, que solo tomaba vino por las penas en su vida…pero que no me haría nada. En los inviernos lo encontraba encorvado o en cuclillas, apoyado en  la pared, cubierto de diarios. Pero nunca soltaba su botella.

 Esa mañana estaba todo gélido. El piso crujía bajo mis pasos. El hielo cubría las baldosas, se estiraba sobre el cemento. Me divertía lanzando vapor de mi boca y el aire helado me hacía arder la nariz. Con gorrito, bufanda,  tapado, guantes y  medias cancanes de lana para el abrigo, marchaba hacia Don Rosso para comprar tortitas calientes y  el pan. Eran como las nueve y al llegar a la esquina, pude definir un bulto borroso que divisaba mientras caminaba. vi. a una mujer y  a un señor mirando ambos hacia la acequia. Me acerqué curiosa y  vislumbré sintiéndome impactada, un bulto negro grande. Me acerqué aún más y descubrí a un hombre vestido de negro, quien yacía estirado y  boca abajo, en el interior de la cuneta de cemento, mientras el barro podrido y helado, rodeaba su cuerpo probablemente congelado. No entendía por qué el linyera borracho, había elegido la acequia para dormir ese día tan gris…

  Ingresé algo impresionada a la despensa, y  Don Rosso hablaba por el teléfono adosado a la pared, de manera ansiosa y  un poco en tono elevado. Su esposa, una rubia italiana regordeta, atendía detrás del gran mostrador, bien dispuesta y  nerviosa. Cuando me miró notó mi rostro demasiado pálido y   dijo… -Nono m’hijita. No te pongás así. Era mejor para él. Ésta ya no era vida la que llevaba. Ahora Ruxlana… él descansa con Dios en el cielo… ¿Entendés?

©René eEscape-2016.

 

Autora: Dra. Renée Adriana Escape. Mendoza, Argentina

rene.escape@gmail.com

 

 

 

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