EL AGUINALDO DEL 88
El árbol de Navidad que
con tanta ilusión instalaba cada año en el salón de mi casa estaba aquella
nochebuena del 88 más triste que nunca, sin estrellas, sin campanas, sin cintas
de mil colores, porque yo, que había perdido tantas cosas en la vida, fui
incapaz de resignarme a perder mi trabajo. “Vive del paro”, me dijeron los
listos, pero yo era tonto y entendí que vivir del cuento era morir sin ser
viejo. “Vive del prójimo”, me dijeron los tontos, pero yo era listo y entendí
que vivir de caridad era vivir de rodillas. Y si algo envidié siempre fue vivir
de pies y morir de viejo. Miré el reloj de pared. Las agujas galopaban sobre
las seis de la tarde. Mis hijos, atraídos por los villancicos de los chicos del
barrio, corrieron a la calle. “Si no tenemos pandereta, tocamos una botella”,
dijeron con triste alegría, y yo sentí que me llamaban ladrón de panderetas, de
zambombas, de castañuelas: de instrumentos que alegraban mi casa en Navidad. Mi
mujer se metió en la cocina con su vara mágica. “En lugar de pavo con salsa,
haré salsa con pavo”, dijo con angustiosa normalidad, y yo sentí que me llamaba
ladrón de pavos, de besugos, de turrones: de manjares que llenaban nuestra mesa
en Navidad. Cerré la puerta a cal y canto, también las dos ventanas; necesitaba
silencio, mucho silencio. Desconecté el televisor; necesitaba oscuridad, mucha
oscuridad. Apagué de un soplo la llama azulada de la estufa de gas que
intentaba inútilmente suplir la calefacción. Me senté en uno de los dos
sillones del sofá y cerré los ojos entre sus orejas. Los pensamientos que
giraban alrededor de mi cabeza cual mariposas alrededor de una bombilla
empezaron a separarse unos de otros, a dispersarse aturdidos, a escapar cada
cual por su cuenta, mientras unas cálidas alas de plumas negras me rescataban
de sus revuelos, de sus gritos, de sus lamentos, para llevarme lejos, muy
lejos, pero antes de ponerme a salvo me detuvo una dama de túnica blanca, pasos
de cielo y corona de soles y lunas que surgió de una esquina de niebla. Quise
ignorarla, esquivarla incluso, pero su valor se impuso a mi cobardía. A través
de un visillo húmedo la observé temblando. Tenía los ojos grandes, claros, la
mirada impecable y una espada con filo de oro en las manos.
—Soy
Intenté abrir mis trémulos
labios. Necesitaba preguntar a tan valiente dama si don Lorenzo había pensado
en deshacerse de aquella máquina que con tanto empeño había comprado para
suplirme a mí, pero antes de conseguirlo desapareció tras una esquina de luces
y bajo una lluvia de espinas surgió otra dama de túnica verde, pasos de cera y
corona de claveles y rosas. Quise matarla de un golpe, reducirla a cenizas,
pero su fuerza se impuso a mi debilidad. A través de un visillo frío la observé
tiritando. Tenía los ojos profundos, muy abiertos, la mirada de miel y una vara
de almendro en las manos.
—Soy
Intenté tragar saliva para
empezar a hablar. Necesitaba preguntar a tan dulce dama si don Lorenzo había
decidido dejar de depender de su máquina para volver a depender de mí, pero
antes de descubrir que se me había secado la boca desapareció por un camino de
musgo y de una nube de pétalos surgió otra dama de túnica amarilla, pasos de
nácar y corona de oros y platas. Quise escapar, huir de ella, pero su calma se
impuso a mis prisas. A través de un visillo de nieve la observé inmóvil. Tenía
los ojos bellos, ni muy abiertos ni muy cerrados, la mirada serena y un báculo
ni muy corto ni muy largo en las manos.
—Soy
Intenté mover las manos
para hacerme entender por señas. Necesitaba saber de tan apacible dama si don
Lorenzo estaba dispuesto a poner su máquina a merced de un hombre, pero antes
de descubrir que las tenía petrificadas desapareció remontando una nube de
aromas y de una bandada de pájaros surgió otra dama de túnica de arco iris,
pasos de alas y corona de picos y plumas. Quise besarla, abrazarla, pero las
firmes alas de plumas negras tiraban de mi cuerpo y mis pies eran incapaces de
alcanzar el suelo. A través de un visillo de hielo la observé vacío de
palabras, de pensamientos, de sensibilidad… congelado. Tenía los ojos vivos,
encendidos de promesas, canciones en los labios, cascabeles en las orejas,
campanillas en el cuello y en las manos castañuelas.
—Soy
Y removiendo con gracia
sus volantes de siete colores se esfumó entre un coro de trinos que lejos de
contagiarme me aturdía y me aislaba de tal suerte que quedé emparedado entre
los gélidos pliegues del visillo de hielo.
Ni pude ni quise llamarla,
me sobraban las explicaciones. Tenía miedo, era cierto, mucho miedo, pero allí
estaba el sueño presionando mis ojos con sus yemas de terciopelo para
transformármelo en alivio en cuestión de segundos. ¿Acaso no era lo que más
deseaba? Pero de repente se abrió la puerta del salón y entró una dama de
delantal a cuadros. Olía a salsa de pavo. “¡Soy
Respiré un aire raro,
tenso y relajado a la vez, como cargado de horrores tan temidos como anhelados.
“Soy
—Soy Papá Noel -dijo con
la sonrisa bobalicona del adulto que se dirige al niño sin saber si lo que le
ofrece es un premio o un castigo-. Acabo de llegar del País de las Nieves para
llenar mi trineo de reyes de chocolate y llevárselos a los niños antes de que
el reloj dé las doce, y el dueño de Chocolates Dos Eles dice que lo siente, que
este año no puede complacerme, que su máquina es incapaz de hacer Melchores,
Gaspares y Baltasares de chocolate. ¿Le importaría volver a la fábrica para que
yo pueda cumplir con mis niños?
Me incorporé despacio, muy
despacio, como despertando de un largo y pesado sueño. Una mano temblorosa
empezó a dibujar recuerdos en mi mente. Entre las sombras que se movían
alternativamente a mi alrededor intenté localizar el de mi llegada a la fábrica
de Chocolates Dos Eles.
No conocí a mi padre:
murió el día que yo nací, a la misma hora y en la misma casa. Por esta
fatalidad creía de niño que la tierra tenía siempre el mismo número de
habitantes, porque cuando nacía un niño moría un hombre, y hasta me sentía
culpable de que mi madre tuviera que atender tantas casas ajenas para sacarnos
adelante a mis hermanos y a mí. Un día me mandó a llevar un saco de ropa recién
planchada a una de las cinco casas que asistía por entonces.
—Te tienen que dar un
duro, cinco pesetas. ¿Me oyes? ¡Ni medio real menos! Cinco pesetas, un duro. Y
si vienes con un real menos, ya sabes, a la cama todos sin cenar.
Volví con tres pesetas y
una vainilla que guardé para comerla entre todos.
—Dice la señora que no
puede pagar tanto por tan poco, que si quiere así, que bien, que le gusta cómo
trabaja, que si no, que lo deje, que hay así de viudas que se lo hacen por dos
cincuenta, y que claro, que…
-¡Viudas, viudas… hay
muchas viudas! -cogía aire, alzaba la voz, los fuelles de la garganta se le
inflaban y se le desinflaban en pliegues tensos y rojizos- “De eso se valen
ellas, de que no tenemos un hombre en casa. ¡Malditas sean!” -clavó en mis ojos
los suyos muy abiertos, encendidos de rabia y de desprecio- “Si no fuera por lo
que dejo en el mundo…”
Y se llevó al corazón el
cuchillo con el que había pelado las patatas que nos dejaba para comer al día
siguiente, y aunque no me lo dijo, yo se lo oí decir:
—Tú tienes la culpa, la
culpa la tienes tú. Si tú no hubieras nacido, no habría muerto tu padre, y yo
tendría caballo para tirar del carro.
Y me sentí tan culpable
que quise morirme para que él volviera a nacer. Y para matarme sin que me
saliera sangre, me tragué tres bolas de chicle. -si alguien se tragaba un
chicle, el chicle se le pegaba a las tripas y se moría- Lo decía mi madre
cuando al rescoldo del brasero de picón le contábamos con la visible intención
de removerle la conciencia que a nuestros amigos les daban sus madres una perra
gorda los domingos para comprarse un chicle, y no servía decirle que en los
quioscos vendían también pipas, Manises, paciencias… decía que era igual, que
no dejaba de ser un peligro, que el demonio les tenía mucha manía a los niños
huérfanos, mucha, porque si las mujeres sin marido eran árboles sin sombra, los
hijos sin padre eran sombras sin árbol, y cuando iban a comprar golosinas, les
tentaba para que compraran un chicle, y cuando lo tenían entre los dientes
¡trasssss!, les daba un susto para que se lo tragaran y en un instante se
morían.
Aquel día bajé al quiosco.
Aprovechando un descuido del quiosquero le saqué tres bolas del tarro. Eran de
color rosa y daba pena no saborearlas, mascarlas una a una, hacer bombas con
ellas… pero cerré los ojos para no verlas, me las tragué sin respirar y me metí
en la cama. Allí me encontrarían muerto, cadáver, y con mi padre listo para tirar
del carro. Pero llegaron mis hermanos a acostarse y yo seguía vivo, llegó la
hora de levantarnos y yo seguía vivo, y pasaban y pasaban los días, y como yo
no iba, mi padre no venía.
Pensé en otras fórmulas
más eficaces: tirarme por una ventana, como la señora que se reventó a mis pies
cuando jugaba una tarde a las chapas; despeñarme por un barranco, como el señor
que me encontré sin zapatos al volver de tirar la ceniza una noche; colgándome
de un árbol como se colgó el abuelo… pero todas producían sangre y a mí la
sangre me daba miedo, mucho miedo. Por fin una voz alta y clara me gritó en el
pensamiento que pusiera la cabeza bajo las ruedas del tren. Empujado por el eco
de aquella voz corrí a la vía, me acosté entre los raíles y cerré los ojos
herméticamente. Lecho ancho, lecho estrecho, lecho duro, lecho blando… lugar
donde el sueño se hace cargo de todas las cargas del hombre. El sol en el
crepúsculo plegaba las alas cansado también y de sus plumas rojizas surgió una
dama de ojos serios, mirada solemne y pasos medidos, llevaba una túnica a
pliegues de sombras, manto de noche y una guadaña sin filo en las manos.
—Hola, soy la muerte. ¿De
qué te recuerdo? -me miró de frente- ¡Ah, sí! Coincidí con
Y un impaciente silbido
que se imponía amenazante al chucuchú del tren me alejó bruscamente de allí, y
sentí vergüenza, mucha vergüenza, y con el tiempo se me cerró la herida, pero
las heridas nunca se cierran sin dejar cicatrices.
Mi padre se fue a la
guerra siendo joven y volvió viejo. Mi madre lo esperó con el anillo de bodas y
se casaron nada más volver, tres años de espera eran muchos para permitirle
perder uno más en recuperar la vitalidad perdida. De los doce años de
matrimonio, una docena trabajó al sol y al aire, y aunque murió enfermo de
trabajar, ella creyó que murió de trabajar enfermo, y se sintió culpable, muy
culpable, y la recuerdo encendida de amargura, siempre vestida de duelo, con
las rodillas encallecidas de fregar suelos para darnos de comer una vez al día.
Cenar, nunca cenábamos, siempre ocurría algo que lo impedía. En verano eran las
tormentas. Los relámpagos entraban por la ventana y al primer trueno gritaba:
“¡Vamos, vamos, que nos pilla el rayo!”, y sin darnos tiempo a reaccionar, nos
metía en la cama. En invierno, ante el bramar del viento, gritaba: ¡”El lobo,
el lobo!”, y antes de que sus dientes se abrieran en la ventana, volábamos en
tropel a la cama. Por fin, una noche vestida de azul sereno, una noche en calma
como pocas, sin oscuridad, sin viento y sin truenos, salió a la calle sin razón
aparente y volvió despavorida. “A la cama, ¡vamos!, a la cama, que vienen los
ladrones por la cuesta y si nos cogen despiertos…” “¡Pues si vienen, que vengan!, gritó el mayor de mis hermanos.
“Los mato para cenar”. Y todos nos rebelamos. “¡Cenar, queremos cenar! ¡Cenar,
queremos cenar!...” Y tapándose los oídos se burló de nosotros. “¿Cenar? ¿Quién
os ha dicho a vosotros que los renacuajos cenan? ¡Vamos, a la cama”!, y cogió
la escoba para barrernos. “Cenar sólo cenan los mayores, los que trabajan ya. ¿Me
oís”?
Al día siguiente, con la
sangre agitada por los escobazos, en lugar de ir a la escuela nos fuimos a
buscar trabajo. Yo lo encontré en Dos Eles. Durante tres años recorrí la ciudad
en bicicleta varias veces al día para llevar pedidos a las tiendas por la
voluntad de don Lorenzo. El cuarto día llegué tan feliz a casa que hasta mi
madre sonrió.
—Vengo que reviento de
chocolate, madre, se lo juro, que reviento.
—¿Pues cómo? ¿Te lo habrá
dado el jefe, verdad??
—No, madre, todavía no, pero
me lo dará mañana, media libra por portarme bien y otra media para que siga
portándome así. Dice que todos los repartidores le salen rana, que se quedan
con el dinero que cobran, o que quitan tabletas de las cajas.
Y me dio la libra entera, y como fui
el único que no le robé ni una onza de chocolate ni un real, me asignó un
sueldo para envolver las tabletas, y era tan ágil fajándolas de plata primero y
después del papel blanco con las dos eles del nombre de la casa en oro que
acabé haciendo el chocolate. Batía la pasta como nadie, movía las perolas como
ninguno, rellenaba los moldes y antes de meterlos al horno trazaba a mano y en
cada una de las ocho divisiones que componían una tableta las dos eles
entrelazadas. Daba gloria verlas, tanta que además de por el sabor y el
alimento, se compraban por el dibujo, por aquel dibujo que los niños recortaban
cuidadosamente para pegarlo con el mismo cuidado en la cartera del colegio, en
el estuche, en los cuadernos… Al cabo de unos años empezaron a llegar marcas de
fuera y don Lorenzo se echó a temblar. “Hoy hemos tenido tres pedidos menos,
mañana serán cuatro, pasado cinco… y si esto no para y el gobierno no hace una
ley que obligue a los chocolateros a vender donde fabrican, en unos meses nos
vemos en la ruina”, me decía cuando al final de la jornada hacía arqueo, como
si en lugar de suya, la fábrica fuera también mía. Fue entonces cuando decidí
chafarle el negocio a los fabricantes forasteros. Para ello dedicaba mi tiempo
libre a recorrer las tiendas que habían dejado de hacernos pedidos. Entraba
como si tal cosa. Ante la atenta mirada del señor o de la señora que estuviera
detrás del mostrador leía todas las marcas de chocolate en voz alta: “Lloberas,
Gorriaga, Claribel, Las Candelas… ¿Dos Eles, no tiene usted Dos Eles?”,
preguntaba. “No… no…”, me respondían entre dientes. “Pero cualquiera de éstos
es mejor, y más gruesa la tableta. ¡Mira!” “Lo siento, pero si voy a casa con
cualquier chocolate que no sea Dos Eles, mi madre me mata vivo”. Y me marchaba
dejándolos con la tableta en la mano, y al día siguiente pedido al canto. Así y
todo don Lorenzo no tuvo más remedio que hacer lo que hacían todos los
chocolateros, vender fuera, en otras ciudades, en otras provincias. Pero si
consiguió ser una de las mejores marcas del mercado, la más vendida, la más
conocida, fue también gracias a mí, yo fui quien le propuse comprar los moldes
y fabricar también bombones con forma de animales, de flores, de cosas como una
guitarra, un pan o un sombrero, y chocolatinas redondas, rectangulares,
cuadradas y hasta en forma de estrella, y sobre todo los reyes magos, aquellos
reyes que nos permitían hacer el agosto todas las navidades. Y me sentía tan
importante, tan útil, tan necesario, que al saber que iba a ser sustituido por
una máquina que según don Lorenzo hacía el chocolate mejor que yo y no tenía
que meterla en nómina se me abrió de nuevo la herida.
Entre hilos de sangre
negra vi a mi madre con las venas vacías ante la mesa puesta. “El mundo es para
los listos. Yo sólo aprendí a asustar a mis hijos para quitarles las ganas de
cenar”, había escrito en el mantel. Y a mi abuelo colgado de un árbol. “El
mundo es para los fuertes y yo ni siquiera supe impedir que aquellos soldados
se llevaran a mi hijo a la guerra”, había dicho al salir de casa para no
volver. Y entre aquellas voces que me perseguían desde la infancia vi mi cama
llena de brazos y piernas entrelazados entre sábanas rotas, las manos de mi
mujer rebuscando zapatos en la basura, las bocas de mis hijos devorando cascos de
cebolla para engañar a los gusanos que hurgaban en sus estómagos en busca de
pan, tripas desesperadas por pegarse, truenos, gritos del viento, escobazos…
fantasmas con mi propio rostro que entre chorros de sangre dejaban sus tumbas
para acusarme, para condenarme, y ante la triste tristeza del árbol de Navidad
imploré la mirada solemne de la dama de ojos serios para cumplir sentencia.
¿Acaso no era más justo morir vivo que vivir muerto? Pero las sombras que se
movían alternativamente a mi alrededor le impedían sacar la hoz de entre los
espesos pliegues de su capa negra.
— ¿Le importaría volver a la fábrica para que yo pueda complacer a mis
niños?? -seguía preguntando Papá Noé.
Quise cerrar los ojos,
huir, desaparecer. No sabía muy bien si oía lo que quería o quería lo que oía,
pero vi en sus ojos el color de los ojos de don Lorenzo López y me puse en pie.
—En lo que yo tenga cinco
dedos en cada mano y cacao, azúcar y leche para batir, ninguno de sus niños
tendrá que quedarse sin sus Reyes Magos.
Y se encendieron las
estrellas del árbol de Navidad que con tanta ilusión instalaba cada año en el
salón de mi casa, repicaron las campanas y las cintas de mil colores se
abrazaron para bailarle las gracias por tan feliz aguinaldo.
Salamanca, 18-XII-2001.
Autora: María
Jesús Sánchez Oliva. Salamanca, España.