Aquella
tarde volví a verla como de costumbre. Entraba a casa en silencio, saludándome
con una reverencia cuando ambas cerrábamos la puerta. Era en verdad interesante
aquella mujer: de estatura mediana, tirando a baja, de cuerpo algo gruesa, pero
de tez dulce, pese a su aspecto taciturno. Al menos esa era mi impresión. Tal
vez su marido, un señor algo déspota, la obligaba a callar muchas cosas; o
quizá ocultaba un pasado trágico, allá en el Ecuador, el cual la obligó a
emigrar. De lo que sí estoy segura es de que aún albergaba en su ser, pese a su
edad mediana, a aquella niña traviesa e introvertida, cuyas conductas se
interpretan en la edad adulta como síntomas de retraso mental.
Paula,
que así se llama nuestra amiga, a diferencia de lo que sucedía otras veces
cuando coincidíamos en el portal, me preguntó si tenía hora. Tras indicársela
me sugirió tomar un café juntas.
-Lo
siento, guapa. Tengo cosas que hacer y dentro de media hora tengo que
marcharme.
-Aunque
sea solo esta vez… ¿Qué te pueden suponer diez minutos de descanso? Si quieres,
esta semana te hago yo la compra.
-Como
quiera que sea, dentro de media hora tengo que marcharme al centro, pues me
están esperando unas amigas.
-Entra
acá y tómate un café conmigo pues. Será solo un momento y después, yo misma te
acerco al metro.
¡Eso
era lo de menos! Un café en compañía de quien desea tomárselo en la tuya, a
pocas personas les disgusta. Sin embargo, esas facturas de teléfono que de
cuando en cuando guardaba en mi buzón, y esos silencios cuando coincidíamos en
el portal para entrar en casa, comenzaban a resultarme molestos. ¡Tal vez
piensa que somos todas tan mocosas como ella, y tenemos tiempo para perderlo a
su costa!
Por no
desagraviarla y de paso quedar mal con otros vecinos, incluido su marido, el
cual, pese a no importarme en absoluto, me resultaba sin embargo algo imponente
y desagradable, acepté su propuesta, rogándole que nuestra charla no excediera
de diez minutos.
El
aroma a café natural me cautivaba, y mientras lo servía, se entretuvo en
explicarme algunas cosas:
-Llevo
varios días intentando hablar contigo. No sé si sabes que dentro de poco
cambiarán las cerraduras de los bajos y Concha me pidió que te quedaras con
nosotros ese día, pues tal vez en el tuyo tienen que cambiar también la puerta.
--Pues
no me ha dicho nada.
Concha
no era una mujer que actuara a escondidas, diciéndome las cosas a través de las
vecinas; por el contrario, era clara y directa, pese a que le costara alguna
desavenencia o discusión por mi parte. Le expliqué que me lo pensaría y me
marché enseguida.
Aquella
conversación, sin embargo, fue decisiva para mí: había conocido otro detalle
más de mi querida amiga Paula, su voz, la cual era realmente cautivadora: fina
y dulce como la miel, modulada y muy musical en definitiva. Sus niñerías, casi
empezaban a gustarme. Comencé a verla en sueños, tal como la suponía en la
realidad: tímida y regordeta, pero muy guapa y dócil. Era de rigor que así fuera,
dado que Saúl, su marido, se había casado con ella, al parecer sin poner
objeciones, pese a su ostentosa autoridad, tal vez para aplacar su personalidad
infantil. O quizá ella atesoraba una gran fortuna y pertenecía a las pocas
familias privilegiadas de Ecuador. Fuera por lo que fuera, Paula había llegado
hace medio año a nuestra pequeña casa de Tetuán, y yo la tenía atravesada en mi
mente, en la cual, para bien o para mal, aparecían siempre su voz, su imagen y
sus gestos ineludiblemente, a veces en sueños, otras en ensoñaciones de
vigilia. Sin embargo, ella ya había dado el primer paso, y a mí no me quedaba
más que seguir su trayectoria, y buscar una próxima cita, con otra excusa
similar a la suya.
¡Es
guapa, qué duda cabe, y es lo único que sé! Seguramente, si preguntara a otras
amigas, no lo desmentirían. Sin embargo, por lo pronto, no he querido decir
nada a nadie: tal vez me tomarán por loca, o quizá me cueste una pelea de celos
con el marido: ¡demasiados problemas tenemos algunas, como para buscarlos con
los vecinos! De momento es un secreto muy bien guardado, hasta mejor ocasión.
Otra
tarde, la vi salir, nuevamente en silencio, y esta vez me pidió acompañarla a
dar un paseo por el parque, y entrar en algunos establecimientos a comprar
varias cosas. Yo no me negué, pues al fin y al cabo podía darse la casualidad
de que coincidiéramos en algunas tiendas y yo no lo supiera. Todos dicen que no
soy una mujer dulce; sin embargo, en estos casos, me gusta dejarme llevar, por
tratarse precisamente de Paula, con el fin de saber qué busca de mí.
Salimos
cogidas de la mano, atravesando Bravo Murillo, en dirección Plaza de Castilla.
Cuando CRUZÁBAMOS el pasaje de
-Hoy a
penas he comido. Saúl me despertó de un susto, pidiéndome a gritos que le
pusiera el desayuno, pues se había dormido y llegaba tarde a trabajar. Por lo
visto, soy la culpable de estas situaciones, pues siempre hace lo mismo: ¡me
echa una gritería y tengo que hacer lo que él diga sin replicar! Del disgusto,
no he tomado ni gota de café, y, a la hora de comer, aún no tenía hambre. ¡Yo
no sé cómo decirle que no me grite, que no tengo por qué ser su esclava, y que,
si seguimos así… algún día se va a llevar una sorpresa!
Le sugerí
que se calmase y sentarnos a tomar un café como la primera vez, y cuando lo
hicimos me enseñó una cicatriz que tenía en el cuello:
-Anoche
agarró la plancha de cocina, y, recién terminó de calentarse la cena, me la
puso encima. Dijo que estaba harto de que me pasase el día sin hacer nada, y de
tomar la comida fría por mi culpa, en lugar de hacer las cosas debidamente.
-¡Yo no
le hubiera hecho el desayuno esta mañana, amiga. ¡No merece nada, ni de ti ni
de nadie!
-¡Tú no
sabes lo que es convivir con un hombre como este! Para que no gritara me tapó
la boca: “¡los vecinos no tienen por qué aguantar que te quejes de lo que te
pasa por ser una inútil!” –me dijo y me encerró en una habitación. No he
dormido en toda la noche, y cuando empezaba a hacerlo, oigo que abre la llave
para gritarme de nuevo que me levantara, "¡pedazo de paleta!" A
hacerle el desayuno. Por mi culpa había dormido mal y llegaba tarde al trabajo.
¡Está desquiciado, porque el negocio no va como esperaba, y me está
destruyendo! ¡Yo estoy harta de seguir así!
Si
hubiera sabido que mi amiga era descarada y que se gastaba un genio muy malo
con la gente, el panorama que presenciaba me hubiera resultado más creíble.
Pensar que era una mujer maltratada me hacía perder por completo el aliento y
la dignidad, y sentía ganas de destruir aquella casa, que ni siquiera era de
quien la ocupaba. Jamás había escuchado gritos ni golpes a mi lado, salvo algún
“cállate” por parte de él, finalizando las discusiones, cuyo principio siempre
desconocía.
-Debes
denunciar inmediatamente, Paula. No puedes consentir que te destruya en modo
alguno –le dije besándole la cicatriz-. Yo puedo acompañarte, aunque no sepa
nada de forma directa, simplemente en calidad de amiga, porque estás asustada y
tienes miedo de denunciar sola.
-¡No le
digas nada a Saúl, por lo que más quieras! ¡Es capaz de matarme si se entera!
La idea
de que mi vecina me creyese virgen en ciertos aspectos, me gustó. Tal vez
significaba que me consideraba más joven y yo tendría tiempo de demostrarle
cosas tan valiosas como aquellas de las que ella misma me acababa de hacer
confidente. ¡Al fin y al cabo no me conoce más que de vista!
Autora:
Cristina Ruiz. Madrid, España.