Memorias de los Altos de Jalisco.

 

El almuerzo del mediero.

 

 A la salida del sol la ordeña había terminado y la leche del día iba rumbo a Pegueros a lomo de burro para ser entregada a tiempo al camión de la Nestlé frente al mesón de Tacho. En los corrales la primera tarea había terminado y el atajo del ganado era arreado hasta los pastizales del borde de la barranca, de donde regresaría al caer la tarde, siempre al cuidado del jornalero más experimentado. Corría un mes de septiembre a principios de los 40s/XX, de modo que los alrededores del pueblo eran una chulada, en especial el trayecto desde “el pozo del señor cura” hasta el viejo roble que daba sombra a las tapias de adobe de uno de los ranchos más mentados de los alrededores de Pegueros, y aquella era la rutina que día con día había que cumplir con pocas variantes.

 ¡La Mesa! ¡Cuántos recuerdos felices de la infancia dejaron sembrados a lo largo y ancho de sus dilatadas colinas los nietos de don Anselmo! Fue ahí donde conocieron el fruto y la planta de los jaltomates, los costomates, los raigones, los talayotes y el camote del cerro. Donde su paladar fue iniciado en el mundo mágico de los sabores: el agridulce de los agritos y la tuna de agrio para el irresistible pico de gallo… la dulzura de las tunas canelitas y otras que crecían en forma silvestre, así como las blancas, rojas y amarillas cosechadas en las pencas enormes de los nopales cultivados… y en cualquier recoveco del potrero, finas especies de plantas alimenticias o medicinales, como hongos de bola, para un sabroso guisado, toronjilillo para preparar un rico té y el árnica, ideal en la curación de golpes o contusiones.

 ¡La Mesa! Un escenario perfecto para emprender pequeñas aventuras: aquí y allá, la construcción de una presa con guijarros y barro negro para el agua del ganado, que en este caso eran las patolas (1)… andar una y otra vez hasta la roca grisácea asentada a flor de tierra entre la barranca y la pradera, sin entender por qué razón era de fierro pero en forma de piedra (2)… recolectar piedrecitas de los hormigueros para emplearlas como asfalto de una carretera aplanada con la palma de la mano, a manera de las escrepas que por aquellos días trabajaban en el camino que venía de San Juan de los Lagos. O también, subir hasta lo más alto del rancho, y desde ahí dejar correr el tiempo mientras se contemplaba un panorama jamás imaginado. Era para extasiarse al ver una inmensa acuarela matizada con el verde oscuro de las milpas en sazón, el rosado inconfundible de los girasoles y las tonalidades cambiantes que va insertando en el paisaje el paso de las nubes; todo ello enmarcando tres puntos estelares de la obra: Pegueros, a los pies del observador; el cerro Gordo, flanqueando a La Capilla en la lejanía y, mirando hacia la izquierda, el Valle de Guadalupe en miniatura, con su cúpula imponente de color ocre.

 A veces las aventuras se apartaban de lo común, como aquella caminata que con el hijo del mediero como guía emprendieron tres sobrinos del dueño de La Mesa por el camino de herradura que iba hacia el río Verde. Se trataba de cosechar pingüicas, una deliciosa frutilla abundante por el rumbo y de paso ver cómo era el mundo más allá de lo conocido. Del afamado río ningún rastro, pero a cambio los pequeños andantes hallaron cosas inesperadas, como por ejemplo miles y miles de canicas –o lo más parecido a ellas--, formadas de manera natural sobre la superficie de tepetate. Cada uno tomó las que quiso y por algún tiempo las usó para sus juegos (3). El hallazgo de cosas nuevas nunca terminaba, en particular dentro de la barranca, donde se daba el talayote de vara, que era comestible y el pochote, un árbol por demás interesante. Cada año produce una especie de cápsulas de cuyo interior obtenía el alteño una fibra blanca algodonosa, que si bien no puede hilarse, era utilizada como relleno de almohadas y colchones. Y con algo de suerte, también podía encontrarse alguna biznaga con dos o tres chirlos rojos, que es el nombre que reciben en la región los pequeños y atractivos frutos. No era tanto lo que se les podía comer, pero siempre daba gusto hallarlos.

 La Mesa. Era ciertamente un campo apropiado para la sana diversión de los chiquillos en vacaciones, pero al mismo tiempo un lugar adecuado para el aprendizaje de las labores de los mayores. Varios nietos de don Anselmo, por ejemplo, ahí aprendieron a pizcar el maíz… desgranar mazorcas en la rueda de olotes… recoger boñigas cargando una canasta con el mecapal en la frente… ordeñar a las vacas, tomando incluso la leche directamente de la ubre y otras tareas por el estilo. La diversión parecía no tener fin, y no solamente para quienes aprendían jugando, sino también para los jóvenes; pues hubo quien planeara ahí mismo su futuro y la posibilidad de formar una familia, tal como fue el caso de Rafael Martín Barba, a quien de muchacho le llamaban afectuosamente “el chaparro” y en la madurez se transformó en “el Chaparro de Rebeca (4).

 Por lo demás, llegar hasta el rancho de La Mesa no era complicado. Solo había que salir de Pegueros en sentido inverso del camino al Garabato, que era propiedad de un hermano de don Anselmo, el viejo arriero. El punto de partida era el pozo del señor cura en dirección al antiguo cementerio, luego se cruzaba el arroyo y se tomaba una vereda empinada y pedregosa, entre huizaches y nopales. Por aquel paraje trepaban dos caballos llevando como jinetes al dueño del rancho y al mediero; el primero había llegado de San Francisco para una visita familiar y el segundo había ido a su encuentro, una vez que entregó la leche a la Nestlé--, para mostrarle el espacio rural, los trabajos ahí realizados y el estado de cuenta de acuerdo a lo convenido. Casualmente, ese día era cumpleaños del campesino, y su mujer decidió que aquella mañana habría de preparar un almuerzo como solo ella sabía, segura de que quienes lo probaran no lo olvidarían por mucho tiempo.

 ---Pasen a almorzar (5) ---dijo la señora, apenas saludaron los recién llegados.

 La mesa era muy sencilla, diríase que rústica, pero había en ella un toque de pulcritud y otro de belleza: un mantel blanco bordado en punto de cruz y un florero de vidrio colmado de girasoles rosados. Dos sillas… un quinqué en la repisa… cuatro herraduras clavadas en las vigas y varias macetas de barro colmadas con el rojo y verde de las malvas; todo bajo un cobertizo mirando al patio y sobre baldosas de barro recién barridas y regadas.

 El patrón y el mediero tomaron su lugar y ambos pidieron a la anfitriona que bendijera los alimentos (6). Así lo hizo y enseguida les sirvió dos jarros con café de olla y pan de dulce traído de Tepa el día anterior, dando tiempo a que el plato favorito del esposo estuviera en su punto. Cuando así fue, colocó la cazuela al alcance de los agasajados para que cada uno se sirviera a su gusto.

 --- ¡Mmmm! que rico huele --exclamó el forastero, recordando quizá cómo se alimentaba antes de emigrar a los Estados Unidos---.

 --- Espere a que lo pruebe… Nomás pa’ que no se le olvide la comida de su tierra.

 En la mesa había ahora una cazuela con frijoles peruanos caldosos, con queso derretido encima; un cesto de carrizo para las tortillas recién salidas del comal y el exquisito guisado hecho con esmero, que la señora de la casa había comenzado a preparar una hora antes con rodajas de chorizo del mercado de Tepatitlán. Una vez doradas estas a fuego lento, procedía a revolverlas con huevos de las gallinas del rancho –puestos y cacareados esa misma mañana--, hasta que la cocción le daba un tono, primero muy agradable a la vista, luego al paladar, aunque faltara aún lo más importante, que era incorporarle la salsa a base de tomate y chile de árbol preparada en el molcajete, y alguna de esas especias mágicas que llegan a convertirse en la fórmula secreta de la cocinera. Hirviendo en el fogón con poca leña, en media hora el manjar estaba listo.

 --- ¡Mmmm! Qué rico sabor tiene ---exclamó ahora el hijo ausente--- (7).

 --- Ni quien diga lo contrario.

 Aquello era una fiesta.

 La mujer del mediero seguía echando las tortillas, mientras que los hombres comían con ellas, a cuatro dedos, huevo con chorizo al estilo de La Mesa.

 Por último, calabaza y camote horneados con piloncillo, del mejor de Guadalajara; de Zapopan para ser precisos. ¿Con leche o atole blanco?, con los dos les va a gustar, preguntó por no dejar.

 El almuerzo en el rancho de La Mesa no podía haber sido mejor.

 O quizás pueda, pero habrá que ir a Temacapulín para comprobarlo (8).

 

Notas:

(1)    Patolas era el nombre de aquellos frijoles grandes, coloridos y de muy sugestivas combinaciones que la imaginación infantil convertía en vacas.

(2)    Por muchos años el autor del artículo, que conoció aquella piedra en su infancia, ha tratado de saber sobre alguna investigación que confirme si se trataba de algún aerolito, pero ignora si esta se ha llevado a cabo.

(3)    Por su forma y tamaño eran auténticas canicas, aunque un tanto ásperas por estar formadas de tepetate. En otros estados de la república se repite el fenómeno, como en Durango, cerca de la hacienda de El Mortero.

(4)   En 2002, durante un recorrido por la barranca y potreros de La Mesa, Rafael Martín Barba, esposo de Rebeca Castellanos le comentaba al autor de este artículo: Cuando me hice novio de tu prima, no teníamos muchas facilidades para platicar, pero siempre nos ingeniábamos para hacerlo, como por ejemplo cuando ella venía acá, hablábamos a través de una rendija en la pared de adobe.

(5)   Debido a la complejidad de la memoria semántica –la que almacena y organiza cada experiencia, dando sentido a nuestra identidad y cultura--, es natural que la palabra almorzar tenga para cada persona distintas connotaciones. Veamos:

Un peguerense que haya crecido almorzando frijoles, chile, tortilla y atole blanco, una vez en California y luego de años como bracero, su almuerzo será un “bag lunch”… y al escalar otros niveles sociales, pasará al “working lunch”, “business lunch” u “official luncheon”. Y había que verlo en el “brunch” dominical de un hotel de varias estrellas… donde no obstante, jamás podrá disfrutar de los deliciosos huevos con chorizo, ahogados en salsa picosita con chile de árbol.

En los años 40s/XX La Mesa era propiedad de Modesto Pérez de la Torre, quien había emigrado hacia San Francisco, Ca. donde vivió el resto de sus días.

El mediero era Natividad Casillas, quien trataba todos los negocios con Juana Pérez Vda. de Bautista, hermana del propietario y madre de este redactor. Fueron buenos años, como podía verse en los cuartos llenos de maíz en la casa de don Anselmo, en Pegueros.

De la esposa del mediero el redactor ignora su nombre, y lo lamenta. Su trato para los visitantes era jovial, en especial con los niños, a quienes les cumplía antojos alimenticios, desde unas tacachotas hasta un pico de gallo de tunas de agrio, sal de grano y chile de árbol. También les enseñaba adivinanzas: “En un llano muy parejo / hay cuatro vacas / unas echadas / y otras paradas” (las tortillas en el comal). O bien les compartía sus conocimientos: “Esos que vuelan, son aparatos” en referencia a los aviones y a los aparatos de petróleo.

Título muy cariñoso que los residentes de Los Altos otorgan a sus familiares que viven en los Estados Unidos, tal como lo demuestran en cada reencuentro. Antes de poner punto final al presente artículo (la mañana del 17 de agosto) el redactor recibió una llamada de Alfonso Iñiguez Pérez, desde Temacapulín (Temaca, que forma un triángulo con Pegueros y El Valle) anunciando la convención nacional programada para los días 27 y 28, como parte de la lucha nacional e internacional en defensa de la desaparición del pueblo a causa de la construcción de la presa de El Zapotillo. Alfonso Iñiguez es uno de los más férreos defensores de esta causa. Ha sido delegado de Temacapulín y líder del movimiento por largo tiempo, y mucho se le debe para que el gobierno no haya acabado por inundar a Temaca.

Por cierto, en Temaca se elabora un chorizo de la más alta calidad, con solo carne selecta, ingredientes y técnicas tradicionales, según refiere Iñiguez. “Los paisanos vienen de Monterrey y se llevan 30 o 40 kilos, o los que encuentren”, afirma.

De modo que… ¡Felicidades Alfonso! Por esos 80 años bien cumplidos. Y buen provecho por ese almuerzo de huevos con chorizo que no debió faltar en las mesas de Temaca.

“Ha sido el mejor de mis cumpleaños”, comentaría posteriormente don Alfonso. ¿Y cómo no? Si lo pasó acompañado de los delegados procedentes de todo el país; tan memorable –o más--, que cuando cumplió 15 años, y que aún recuerda el gallo que su madre le preparó en mole, con el chile de árbol que ha dado fama a Temaca.

 

 

Autor: Francisco Bautista Pérez. Chetumal, Quintana Roo, México.

bautistaperezf@yahoo.com.mx

 

 

 

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