Luchando por lo auténtico.

 

Casarnos fue para Armando y para mí tomarnos de la mano y echar a volar hacia un nuevo planeta que llamamos “planeta hogar”. Como en el cuento de los tres cerditos construimos nuestra casa en piedra: hubo vientos que amenazaron con derrumbarla, tormentas que pudieron haberla inundado destruyendo los sueños, incendios que habrían sido capaces de quemar hasta el último deseo de vivir: aquí está la casa: a veces se convierte en una barca temerosa de zozobrar, a veces es como una playa mansa que recibe el beso de las olas.

Nuestra participación en movimientos estudiantiles, mi inconsciente, ingenua y arriesgada militancia por los caminos de un tercermundismo puro en sí pero a merced de muchas confusiones me habían hecho comprender, y su pongo que a Armando también que no podíamos cambiar el mundo por la vía de la revolución pero no renunciábamos al íntimo y sincero deseo de cambio.

Iniciamos la vida en común en una casita humilde que pudimos comprar aunando todos los esfuerzos económicos y existenciales. Estaba en Maipú, un pueblito semejante al Rodeo de la Cruz de mi infancia: yo no conocía a nadie, a el, como se dice en Mendoza “lo conocían hasta los chocos”, debido a que su papá tenía una mercería desde hacía treinta años en el mismo lugar, el pretencioso centro del pueblo, ya que Armando que había cursado la primaria en una escuela de la zona era ahora profesor en un colegio cercano. “Chau profe”, “chau Armando”, era lo que oía en cuanto salíamos de casa. Se preguntarán quizá como eran aquellos comienzos….

Poco sabía yo de la manera más adecuada de llevar una casa, al lado de mamá había aprendido muchas cosas pero de ahí a hacerme cargo de la cocina, la limpieza, el planchado, bueno, la diferencia era mayúscula. Siempre había estado estudiando y en esos momentos trabajaba en la escuela primaria y en la universidad. Los ejemplos son, como en todas nuestras comunicaciones el modo que he elegido para hacerme entender: preparaba puchero con todos los chiches y para la sopa compraba un caldo preparado en el almacén. Un día le dije a Armando que me gustaría tomar una sopa como la que hacía mamá, con todo el gusto de la verdura y él me respondió ¿porqué tirás el agua en que la herviste si te gusta tanto? Allí me enteré que con el agua en la que se habían hervido las verduras se hacía el célebre caldo que tanto añoraba…. ¿distraída? Por supuesto. No era sencillo: en la mañana daba clase en la escuela y dos veces por semana en la Facultad de Antropología Escolar, universidad provincial que clausuró la dictadura militar. A ambos trabajos llegaba en un lento colectivo que demoraba demasiado tiempo. Naturalmente tenía que preparar las clases…. Limpiaba la casa por la noche mientras esperaba que Armando regresara del colegio nocturno, una escuela técnica en la que daba clases de Educación Cívica…. Llegaba a medianoche con tres o cuatro adolescentes que vivían en zona rural y tenían que esperar el último ómnibus. Comían con nosotros, no una cena en forma, desde luego, comían, mejor dicho comíamos lo que había ya que lo que yo había preparado para dos no alcanzaba para estos “devoradores” llenos de energía y de juventud. Los sábados por la tarde venía un grupo de muchachos a ensayar obras de teatro, (una por año) que Armando dirigía como modo de promoverlos, interesarlos por algo y hacerlos leer sin que lo sintieran como una obligación impuesta: tomé la costumbre de llamarlo mi Buñuel…. Aún suelo aplicarle este apodo irónico pero cariñoso.

Rememorar estas cosas me hace comprender una de las razones de la permanencia de la felicidad en el matrimonio de la que todavía disfrutamos: la pasión por la docencia. Sí, fue el móvil de la profesión que ambos elegimos. Después, más adelante los dos trabajamos en la universidad; yo lo hice sólo por diez años y lo dejé cuando gané una cátedra para seguir sólo con mi labor en la escuela: la cátedra no me interesaba demasiado y cometí la tontería de no pedir licencia por mayor jerarquía en la escuela para trabajar en el ámbito universitario: ¿pueden creerlo? La renuncié…. Me jubilé en la escuela mucho más pronto de lo que lo hubiese podido hacer en la universidad y con un sueldo realmente magro. Si hubiese continuado con licencia en la escuela y trabajando como profesora tendría un salario que triplicaría el que cobro. ¿Qué si me arrepiento? Bueno, debería ser así, pero no, no porque no veían, sino porque eran niños, preferí el nivel primario. ¿Qué si tuve en cuenta que fueran chicos ciegos? Supongo que sí, que renové aquella primera consideración: había elegido estar allí porque pensaba que podía ensanchar su mundo vivencial desde mi aula. Armando en cambio renunció al nivel secundario que amaba entrañablemente y se doctoró en Filosofía para finalmente jubilarse con una dedicación exclusiva que es lo que nos permite vivir con cierta tranquilidad económica. Ahora, con tantos años transcurridos comprendo que los dos hicimos bien: él tiene una solvencia intelectual para el ámbito del pensamiento de la que yo carezco, hubiese sido un error que no la desarrollara. Yo vivo como suele decirse desde las tripas…. En las entrañas de mi cuerpo y en las de mi alma la maternidad y la docencia se mezclan como se mezclan el canto y el aroma para hacernos saber que ya es primavera... pero en aquellos momentos compartíamos un similar ámbito de sueños: yo imaginaba que la existencia de mis alumnos estaría signada por menos dificultades de lo que lo había estado la mía y redoblaba esfuerzos en el aula. Él soñaba con que sus muchachos fueran algo más que técnicos: los soñaba hombres técnicos instruidos y formados y para eso desbordaba con el teatro los límites de una asignatura que resultaba algo difícil para ellos. En verano elegíamos la obra que se trabajaría durante el período escolar: debía ser breve y con personajes masculinos. En el primer año de casados yo me adormecía cuando leíamos por las noches a causa de mi embarazo reciente. En el segundo, leíamos con Gabriel en su cunita, y en el tercero, con Gabi en su camita y Pilar en mis brazos, mamando. Todos los sábados por la tarde, durante los ensayos, los muchachos entretenían a Gabriel, para que yo pudiera hacerme cargo de la niña. Nuestra casa era un hervidero de sueños. Mi madre y mis suegros decían que estábamos locos: trabajar todos los días para asumir más trabajo los fines de semana…. Pero hubo alguien que dijo: voy a ir los sábados para ayudarles, ¿adivinan? Sí, claro, don Pancho, mi papá…. Él era el encargado de preparar el mate y las incontables rebanadas de pan con manteca. Recuerdo la tarde en que me dijo: ya no hay manteca, vamos por la margarina, y si se acaba habrá que ir por el pan con aceite…. Aquellos jóvenes, hoy abuelos en más de un caso compartieron la alegría de mi primer embarazo, sufrieron con nosotros la muerte de Pablito y recibieron con nuestra alegría la llegada de Gabriel y el nacimiento de Pilar. No faltan todavía algún colectivero, algún empleado en una casa de electrónica o de un taller que al vernos pasar nos diga: se ven muy bien: ¿se acuerda profe? Yo aún recuerdo esas obras:”La grulla crepuscular”, “El hombre que tenía el corazón en las montañas”, y “Pelirrojo”.  En la primera prueba de lectura, le solía decir el director: “¡estás loco!”, los chicos casi deletreaban…. Y sin embargo, ¡cómo se lucían en la función de final de curso! Luisito era el más pequeño del grupo, en verdad el único niño. Había perdido a su mamá y estaba al cuidado de un padre maravilloso; como estaba un poco flojo en la interpretación del texto Armando lo citó para un domingo por la mañana y yo me levanté bien tempranito para hacer una torta…. Me dijo que no quería, que ya había desayunado, y, como le respondía que no importaba, que no iba a obligarlo apoyó la cabeza en mi brazo y dijo: “oblígueme por favor”. ¿Qué sentía yo? Que esos muchachos tenían los mismos sueños, albergaban sentimientos idénticos a los de mis alumnos de la escuela especial.

No niego que en los principios de mi vida de mujer casada me preocupaba demasiado porque mis suegros me supieran “la más limpia”, “la mejor cocinera”, en fin, un ama de casa sin tachas a la que, como decimos por aquí, “había que sacarle el sombrero”. Pero eso pasó. Armando me dijo un día en el que estaba leyendo algo que me quería comentar y yo estaba barre que te barre: me casé con una mujer inteligente, no con un escobillón…. A veces los nervios me traicionaban: una noche en que mis suegros vinieron a visitarnos y Armando estaba en el colegio les ofrecí para lucirme un budín de pan que me había salido muy rico…. Fui a la cocina y corté cuadraditos reprolijos…. Cuando les serví, mi suegra dijo que si quería que lo probaran tenía que poner algo en la bandeja…. A causa de mi ansiedad lo había dejado en la fuente en la que lo había cortado…. Pero eso eran incidentes menores que me afectaban sólo por un instante, aquel en el que ocurrían. ¿Qué pasaba con mi ceguera? Poca cosa: más esfuerzos para todo, y bien, ya estaba acostumbrada. Algunas dificultades en lo cotidiano que carecían de importancia. Naturalmente que sufrí cuando me llevaron a Pablito en su cunita térmica y al besarlo supe que no “volvería a verlo”: en verdad, supe que me quedaría con el capullo tibio y triste de su piel de ángel y nada más…. Naturalmente que sufrí cuando me contaban que Gabriel tenía unos ojos negros increíbles…. A solas le decía: perdón cariñito, esta mamá que te encontraste no te puede mirar. Sí, también sufrí cuando, en el acto nutricio y comulgante de amamantar Pilar levantaba su cabecita, buscando, buscando…. Pero inventé estrategias para no dejarlos nunca del otro lado de la ternura materna: sólo con Pablito no pude: la muerte fue más poderosa que mi inmensa ansiedad por dar amor. Y, todo esto es natural: la ceguera me constituye como a todos quienes la padecen, me constituye pero no me configura, no me condiciona, no es la matriz de mi personalidad. Junto a estos inevitables dolores se daba en todas partes una inclusión real, sin forzamientos. Respecto del ambiente en el que trabajaba Armando, ya habrán advertido como eran las cosas: yo era la esposa de su querido profe…. Les hacía dulces, los escuchaba. Recuerdo que uno de los muchachos que tenía una historia terrible se acercó a mí que en esos momentos esperaba a Pilar y me pidió apoyar la cabeza en mi panza mientras decía: que suerte la del niño que está aquí dentro, que suerte la de Gabrielito a quien la vida le regaló una mamá como usted…. Nada, nada le importaba que no pudiera verlo: llegó a ocupar un puesto importante en la política y fue el encargado de entregarme una distinción que ya no sé a que se debía: nos abrazamos llorando y simplemente me dijo ¿te acordás? Los dos sabíamos de qué teníamos que acordarnos. Si alguna vez comentaron que el hijo de don Rafael se había casado con una mujer ciega y lo hicieron con alguno de esos sentimientos chiquititos de menosprecio o de conmiseración, yo no me enteré, no lo percibí, y, en verdad estoy convencida de que tal comentario no existió.

Párrafo aparte merece mi relación con los vecinos…. Ana María vivía frente a casa…. Ana, salgo a barrer la vereda…. Ella también lo hacía y se cruzaba para pasarme la escoba alrededor del árbol para que no me cayera a la acequia; yo le cuidaba los chicos cada vez que tenía que salir. Como no tenía termómetro parlante la llamaba para que les tomara la fiebre a mis niños…. Ella jamás se compró termómetro, ¿para qué? Siempre usó el mío. Su horno no funcionaba ¿Qué importaba? Traía la tarta a casa y listo…. Un señor jubilado me decía siempre que yo venía de hacer las compras: “deje ese flaco y agárrese de mí que soy más lindo y le puedo llevar el bolso… la señora de la verdulería siempre me decía mirá que los zapallitos redondos están mejor que los que me pedís…. Como yo tuve que tomar secretaria para preparar el material de la escuela me hice amiga de las dos o tres chicas con las que trabajé. Eran estudiantes de magisterio que cuando no podían continuar con el trabajo seguían visitándome para charlar, para comentarme sobre sus prácticas docentes, a veces las ayudaba con alguna idea o en la preparación de algún trabajo práctico. Tampoco era infrecuente que se ofrecieran para leerme el libro que estaban leyendo. No, no era el mundo ideal y sin prejuicios: lo palpé más de una vez cuando llegó a casa Gabriel. Pueden creer que no faltó quien me dijera:

 -usted no lo ve, pero, es demasiado morocho para que pase como hijo de ustedes-. O, ¿ahora que tiene la nena, qué va a hacer con el negrito que le regalaron?

 Cuento esto porque es bueno que las personas ciegas tengamos en cuenta que los caminos de la torpeza y de la ignorancia no sólo conducen hasta nosotros. En una ocasión en que Gabi peleó con un chico yo oí como le decían: “cállate, vos tenés una mamá que no ve”….

 El respondió, pero mi mamá toca el piano, es linda y sabe francés, ¿la tuya?

 No sé si la barbaridad iba para él o para mí, pero cuando entró llorando y me preguntó si yo lo hubiera elegido si hubiese visto sentí que un chorro de agua hirviendo me quemaba los ojos y el corazón.

Al poco tiempo de nacer Pilar renuncié a la escuela a la que me reincorporé diez años más tarde. Ya les conté que la dictadura me había cesanteado por cierre de la facultad. Entonces la situación no era fácil en lo económico. Armando todavía no trabajaba a pleno en la universidad y a pesar de que yo estaba todo el día en casa no prescindimos de una persona que me ayudaba con los quehaceres: Gabriel requería una atención muy especial que incluía que había que acompañarlo a su maestra de apoyo, a la psicopedagoga o a deporte. Papá estaba muy mayor y se había venido a vivir con nosotros. También vino a vivir en casa un sobrino por parte de Armando que necesitaba terminar en mejores condiciones su escuela primaria y Pilar era pequeña y necesitaba de mí…. No nos importaba: la opción estaba hecha: lo primero era la familia que por elección amorosa habíamos formado.

Nunca, nunca las cosas fueron de a una: ya les conté como se dio la llegada de mis tres hijos…. Bueno, en 1983, en marzo falleció mi suegra, en junio mi suegro y en agosto…. Papá. Y hubo que seguir. Los niños no tenían que saber de la muerte. En su cumpleaños número seis Pilar me dijo: mami, yo sé que el abuelo Rafael y la abuela Luisa no pueden venir porque no tenemos auto para ir a buscarlos allí… ¿pero el abuelo Francisco no podrá pedir permiso en el cielo para venir a mi cumple?…

 Sí, claro, las compañeras de estos escritos no podían faltar.

En 1985 comencé a trabajar de nuevo: ingresé como profesora interina de ética en la escuela de formación docente que depende de la Universidad de Cuyo. Las horas eran vespertinas así es que podía atender a los niños: concentré la actividad en dos días, días en los que Nélida, la niñera, podía quedarse con los chicos. ¿Saben porqué nombré a Nélida? Ya lo van a entender…. Es uno de los personajes más maravillosos e insólitos que he conocido. Comenzó a trabajar en casa cuando yo estaba embarazada de Pilar y Gabrielito tenía ocho meses apenas. No sé que haya existido persona más noble, pero, un día nos sentamos a almorzar. Se rompió la jarra en la que estaba la limonada. Le dije a Nélida que sacara la otra jarra de mi querido juego de copas, y al día siguiente, se rompió. Caramba, dijo ella: ayer distraída hice la limonada con agua caliente y le tuve que poner hielo; hoy mi cabeza no habló y esta jarra sufrió la suerte de la anterior…. En una ocasión en que trajo porotos muy caros le dije: a este precio no los compre. Bien, al día siguiente compró porotos más caros y cuando se lo dije me respondió: usted me dijo que no los comprara si estaban al mismo precio…. Un día le pedí que comprara zanahorias y trajo salchichas: caramba señora, me acordé de que tenía que traer una cosa alargada y mi cabeza no habló…. Podría llenar un libro entero con sus anécdotas pero prefiero decirles que cuando enfermó gravemente Armando y yo pudimos acompañarla un par de veces por semana y que Gabi fue, con un sobrino de ella quien estuvo a su lado en el momento de un paso que, si existen los ángeles la colocó entre ellos. La siguiente etapa de mi vida cambia de tonalidad: no en lo fundamental porque el amor que nos une a Armando y a mí permaneció siempre fuerte, naturalmente con los eclipses de todo amor humano, pero sí en lo que atañe a mi vida laboral. Regresé a la escuela en 1988 y, aunque al comienzo no lo noté, la institución se había convertido en una institución enferma que nos enfermó, creo que sin equivocarme a todos los que nos desempeñábamos en ella, es decir a todos los docentes y con más virulencia a los directivos. ¿Qué ocurría? Creo que todavía no lo entiendo. Pero, después de haber desenvuelto para ustedes el bello paquetito de recuerdos que me refrescan el alma no tengo ganas de abordar un tema tan, pero tan duro para mí…. Una vez más: perdón por la desprolijidad de estos desflecados hechos, por la singularidad que los caracteriza. Me hace sentir un poco incómoda este modo de hablarles en primera persona, pero las cosas se dieron así, y, como ya he expresado en otras ocasiones: de mi memoria saco lo único que tengo para dar: la vida que he ido viviendo.

 

Autora: Lic. Margarita Vadell. Mendoza, Argentina.

margaritavadell@gmail.com

 

 

 

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