La dama helada.
Como no tenía otra
opción, Martín Becerra tuvo que viajar con el camino completamente cubierto de
nieve. Durante la noche anterior recibió un llamado urgente de su madre, en el cual
le indicaban que estaba grabe de salud y que posiblemente empeoraría con el
paso de las horas, hasta que finalmente se fuese a dormir. Su madre poseía
noventa años y solo esperaba su minuto de adiós.
Para su desgracia,
varios metros de nieve habían caído y eso hacía bastante difícil el avance por
la carretera, puesto que el concreto no solo estaba congelado, sino que además
unos cuantos centímetros de nieve lo apartaban del piso.
Con las cadenas en los
neumáticos de su camioneta Chevrolet, se dispuso a llegar antes del anochecer a
la ciudad, para por lo menos ver a su madre una vez más.
El frío penetraba los
huesos y gracias al aire acondicionado se lograba mantener un tanto a gusto.
Cuando encendió la radio
para no aburrirse, se percató de que esta estaba muerta, ninguna sintonía
lograba alcanzar la antena del vehículo; por lo tanto, no le quedó otra opción
más que apagarla.
Bien avanzado el día, y
justo en una curva, Becerra advirtió que al costado derecho había una mujer.
Esta estaba cubierta hasta el rostro con un largo abrigo, y permanecía sentada
sobre una roca desnuda. Martín Becerra detuvo el vehículo y bajó a prestarle
ayuda, logrando sentir el helado viento en sus carnes, estremeciéndose por
completo. Rodeó el automóvil por el frente y se aproximó a la mujer.
-Disculpe ¿necesita
ayuda? Preguntó Becerra encogiendo su cuerpo.
De entre las ropas asomó
un rostro pálido y con un ligero movimiento de su cabeza, respondió que sí.
Tras esto, Becerra abrió la puerta del copiloto y la extraña mujer ingresó.
Luego, el hombre volvió a rodear el coche y entró, cerrando con un fuerte
golpe.
Pasaron diez minutos, y
no se decía una sola palabra. Becerra la observó por el espejo retrovisor,
percatándose de que aquel rostro que había advertido pálido, no lo era, y que
tenía un extraño color blanco en su piel. De un minuto a otro se comenzó a
quitar las ropas que cubrían su cabello, y el hombre logró darse cuenta de que
igual poseía aquel extraño tono blanco.
-¿Le asombra el tono
blanco en una mujer?
Martín fue tomado por
sorpresa, y sorprendido en plena acción, por lo tanto, al instante desvió su
mirada curiosa al frente.
-No me respondió.
Insistió con la pregunta la mujer.
-Lo siento. Se sintió
bastante incómodo Becerra. -No fue mi intención.
-No, no se moleste en excusarse;
solo respóndame.
-Bueno, sí. Respondió
Becerra con tono seguro, agitando levemente su cabeza de arriba abajo. -No es
un tono común; por lo general uno ve muchachas morenas, trigueñas, caucásicas,
etc., pero una muchacha blanca total, bueno, es algo extraño.
-Soy albina.
-Sí, me lo imaginé.
La chica sonrió.
-Mi familia es toda del
sur, y no los veo desde hace mucho. La mirada de la chica se comenzaba a
nublar, mientras su tono de voz se hacía mucho más apagado.
-¿Va camino a su casa?
-No, ellos murieron hace
cuarenta años… Los párpados de la mujer se precipitaron sobre sus pupilas.
-Lo siento, no fue mí…
-Descuide. Intervino
ella. –Ese es tema superado.
Pasaron por una curva,
en la cual se veía un hermoso cerro cubierto hasta la cima con nieve. Becerra
bajó la velocidad, puesto que si resbalaban, corrían el riesgo de salirse del
camino y caer a un río congelado, que pasaba por el costado.
-¿Cuál es su nombre?
Preguntó Martín mirando de reojo a su acompañante.
-Blanca, mi nombre es
Blanca… ¿Y el suyo?
-Martín.
-Martín. Sonrió la
mujer. -¿Hacia dónde se dirige Martín?
-A la ciudad.
-¿Tiene familia ahí?
-Sí. Mis padres. Me
dirijo hacia allá porque mi madre está grave, y posiblemente nos deje.
-¿Tiene cáncer?
-No. Es una viejita de noventa
años, por lo tanto solo está esperando ir a descansar.
-Ha, entiendo.
Llegaron a un punto en
donde el camino se iba en bajada, así que Becerra se vio obligado a bajar la
velocidad del automóvil, pero a pesar de eso, las ruedas solo se dejaron llevar,
cayendo casi de forma libre.
-Lo que sí. Dijo Blanca
después de unos minutos de silencio. -En la ciudad vive mi hermano.
-¿Lo irá a ver?
-No. Ya han pasado casi
ocho años que no he tenido ni un solo cruce de palabras con él.
-Debería ir a visitarlo.
-No puedo… Blanca bajó
su mirada hasta donde estaban los parabrisas.
-¿Por qué?
La mujer no respondió.
-¿No me quiere decir?
Preguntó Becerra.
No respondió nuevamente.
-¿Cuál es el nombre de
su hermano? Martín intentó desviar la plática.
-Jaime Ramírez.
-Bueno, si gusta yo
mismo le puedo llevar un mensaje a su hermano.
-¿Realmente lo haría?
-Sí.
Extrajo un papel
cuidadosamente doblado y lo extendió, hasta que Becerra lo recibió.
-Solo entrégueselo y no
le diga nada.
De pronto, y justo en
una curva, un animal que Martín a penas vio, se atravesó en frente; por querer
hacerle el quite, casi se salió del camino y el vehículo se agitó por completo,
hasta que finalmente las ruedas se detuvieron a centímetros del río congelado…
-Santo dios. Respiró
mucho más aliviado el hombre.
Pasando el dorso de su
mano por la frente, Martín Becerra volvió su mirada hasta donde estaba el
asiento del copiloto, percatándose de que Blanca ya no estaba…
-Pero… ¿Cómo?...
Sin pensarla dos veces,
y creyendo que la mujer había escapado del carro, Martín salió del auto,
pensando que estaba más atrás, pero no era así… En la nieve ni siquiera se
veían huellas.
-Pero… No logró decir
una sola palabra más.
Regresó al coche y
encendió el motor, continuando con el camino hasta la ciudad.
Al ingresar a la avenida
principal, Martín Becerra cogió la carta entre sus manos y leyó una dirección.
Al instante de verificar en donde estaba aquella dirección, emprendió su
camino.
Cuando llegó a la
numeración escrita, se detuvo y tocó la bocina. De inmediato apareció un viejo
de aproximadamente sesenta años. El viejo se aproximó a la ventanilla y sin
decir una sola palabra Martín le hizo entrega de la encomienda.
-Esto es suyo.
-Am… ¿Está seguro,
señor? Preguntó algo tomado de sorpresa el viejo.
-¿Usted es Jaime
Ramírez?
-Claro.
-Entonces, esta carta es
suya.
El viejo la cogió entre
sus arrugadas manos y cuando la estiró la leyó hasta el último párrafo, en
donde decía: De tu hermana, Blanca.
-¿De dónde sacó esto,
señor? Preguntó el viejo con lágrimas en sus ojos.
-Am… Bueno, yo. Martín
no hallaba que diablos decir, puesto que Blanca le había pedido que no dijese
nada.
-¿Se la entregó Blanca?
-Am… Bueno, sí. No pudo
seguir ocultándolo.
-No puede ser. Se mostró
algo molesto el viejo. -Blanca no le pudo haber entregado esto.
-¿Por qué no? Si yo la
vi a eso del medio día; estaba sentada sobre una roca al costado de la
carretera y la encaminé en mi auto.
-No puede ser. Repitió
el viejo.
-Pero si la vi.
-Es imposible, ella
murió hace treinta años.
Y el sentido común de
Martín fue golpeado con una masa de guerra… No podía creer esto que estaba
escuchando, puesto que había compartido con ella, incluso logró intercambiar
unas cuantas palabras con su persona…
-¿Está hablando enserio?
Preguntó Becerra, creyendo que le estaban jugando una broma.
-Sí… Respondió el viejo
con tono tembloroso, mientras sus ojos se empañaban. De hecho su cuerpo nunca
fue encontrado. Las personas que la vieron por última vez, dijeron que se ha
visto caminando por la carretera… Mi amigo, esta es una carta de Blanca, pero
la mujer que se la entregó no era ella… Lo engañaron…
Becerra estaba
completamente seguro que la mujer que había visto era Blanca.
Martín Becerra,
completamente impactado, echó a correr el motor y se marchó de la casa de Jaime
Ramírez. Aunque el viejo no le creyó una sola palabra, Martín sabía que la
mujer que había visto era Blanca… Pero lo que no comprendía era ¿cómo pudo
hablar con ella si estaba muerta?
Autor: Luís Montenegro Rojas.
Graneros, Chile.