Viva en paz, señor juez, que en
nombre de Dios y del Rey ya cumplió con la ley, pero no pretenda impedirme
hilvanar estas líneas que ni su poder, ni su sabiduría, ni sus leyes, servirán
de soga para amarrar mis pensamientos, obstinados en volar al ayer, en posarse
en el hoy, en remontar el mañana: en gritarme indignados que ustedes conjugan
hábilmente las leyes y las trampas para hundir a los pobres y salvar a los
ricos. ¿Acaso sabe SU Señoría quién es este tal Moisés González que ha decidido
domiciliar en una cárcel como al más vulgar de los ladrones o al más temible de
los ciudadanos? Pues simplemente soy un extraño, un ser anónimo, agreste, de
mala cabeza para las trampas, de buen corazón para las leyes, que por vez
primera en mi vida tengo la necesidad de dibujar mis sentimientos en unas hojas
de papel para que todos me conozcan aunque sólo cuente su veredicto.
Todavía usaba pantalón corto
cuando mi padre intentó asegurarme un futuro más halagüeño que el suyo. Hoy
vuelvo a oír su voz llena de entusiasmo: "Sabes leer y escribir y los
números los entiendes al dedillo. Con esa cabeza y con esas manos bien puedes
aspirar a un oficio mejor que el mío. ¿No ves que el campo es lo más esclavo y
lo menos rentable que existe”? Con dinero prestado me compró una mula y un
carro y en él me instaló una tienda ambulante. Con la fuerza que da la ilusión
de medrar empezaba la jornada el lunes al despuntar el alba y satisfecho por el
deber cumplido la concluía el sábado cuando el sol ya había prestado su luz a
la luna. Por el día recorría aldeas y pueblos llamando de puerta en puerta con
un "medias, ligas, velos, lanas, mandiles, moqueros, hebillas, botas,
bragueros, hilos, botones, sombreros, agujas de ganchillo, de punto, de coser,
de zurcir, de bordar..." para ahorrarme los veinte reales que pedía el
alguacil por echarme un bando convocando en la plaza a los vecinos, a los
clientes. Aquí, a "la" Luisa, le vendía y le cobraba una gorra para su
padre y otra para su suegro; allí, a "la" Juana, le trocaba mudas
para toda la familia por un cantarillo de aceite; acullá, a "la"
Rosa, le dejaba las sábanas para los ajuares de sus hijas, que me pagaba cada
semana como buenamente podía... y a más de una María le fié las mantillas del
niño que ni cobré por las buenas ni tuve valor para cobrar por las malas. Por
la noche dormía a la intemperie, y si los bostezos del crepúsculo humedecían mi
piel, y si el relente de las madrugadas hacía castañetear mis dientes, era la
mula quien me prestaba calor, y a ella me abrazaba para sacarme el miedo del
cuerpo cuando aullaban los lobos, cuando silbaban los cierzos, cuando se
peleaban los relámpagos y los truenos: cuando todos los habitantes del campo
alzaban sus respectivas voces para impregnar el aire de misterio, y sólo cuando
a alguna gripe le daba por visitarme con sus fiebres, era capaz de darle al
cuerpo el lujo de una posada.
Claro, señor juez, que aquello no
era un ir y venir por un camino sin piedras, sin cuestas, sin zarzas, pero yo
era feliz porque me sentía libre
como los pájaros y nadie ataba mis alas, era alegre como una campana y al son
de las ruedas del carro cantaba sin ofender para que mi voz me acompañara, po día
trabajar sin zancadillas, en paz, y si alguien con mala pinta me abordaba, no
era para llevarse mi jornal a punta de navaja, sino para compartir como
hermanos el pan y el vino. ¿Ve, señor juez, como por hambre se pide y no se
roba? Por el hecho de ser persona nacemos con el pan ganado y nunca Moisés privó
de este derecho a ningún semejante.
Por fin pude ayudar a mi padre a
saldar las deudas que contrajo y vi llenarse la tienda hasta ser una de las
mejores abastecidas que circulaba por aquellos parajes. ¡Qué importante me
sentía al cortar los frutos del árbol del trabajo!
Dos días de descanso me fijé al
año: el uno por Navidad, el otro, por el Patrón del pueblo. La víspera de un
San Antonio conocí en la verbena a "la" Inés, y en la, Misa Mayor del
San Antonio siguiente, para no echar a perder un tercer día, con ella me casé.
Se deslizaba la vida desgajando sobre nosotros racimos de problemas, pero jamás
nos devoró la cólera, eran culpa de las circunstancias, no de los hombres.
¿Entiende ahora, señor juez, por qué, más que mi situación, me mata el hecho de
que sea obra de un hombre como yo, pero con derechos por tener más? Por
entonces no nos arañaba la espina de impotencia que hoy nos humilla. Yo seguí
haciendo caminos y restando horas al sueño; ella, en el pueblo, conducía un
hogar invadido pronto por tres rapaces que daban alegrías y pedían sacrificios.
Un sábado, al abrirme la puerta, vi a mi esposa enlutada.
-Ha muerto el abuelo y estos hijos
reclaman un padre en casa.
Me dolían los ojos de contar
estrellas y en el alma me abrasaba la soledad del paisaje.
Era hora de instalarme en la ciudad.
Entre todos diseñamos un mapa de
proyectos. Con nuestros ahorros se compraría un piso modesto; lo que el abuelo
dejó a fuerza de escatimárselo al cuerpo serviría para comprar un local
añadiendo el préstamo de algún banco; los hijos estudiarían. Lo que de nosotros
dependió salió muy bien, pero los bancos nos cerraron las ventanillas: el valor
de la casa del pueblo era inferior al del crédito solicitado, y el sistema era
dar sólo a quien tenía más de lo que pedía. Se optó por un alquiler y aparqué
el sueño entre las cosas pendientes pues con mi amor al trabajo bien seguro
estaba de no tener que renunciar a él. Aquella mañana, cuando abrí las puertas
de mi tienda, me sentí el ser más realizado de
Una mañana entró el amigo Samuel
con un periódico en las manos y una sonrisa de oreja a oreja.
-¡Enhorabuena, Moisés,
enhorabuena, que en este país ya somos libres!
-¿Libres? ¡Yo he sido siempre
libre!
-¡Ja, ja, ja, ja! Tú sólo
entiendes de trabajar a lo burro. Esto quiere decir, entre otras cosas muy
importantes, que todos los ciudadanos, todos, tendremos los mismos deberes y
los mismos derechos.
-¿Derechos? ¿A qué?
-A todo, hombre, a todo. ¿Por qué
pones esa cara de incrédulo? A trabajar sin ser explotado, a tener una vivienda
digna, a que estudien los hijos de los pobres con los hijos de los ricos...
¡Habrá justicia por fin!
-¿Y crees que yo conseguiré un
crédito con la misma facilidad que ese de la esquina que es dueño de una cadena
de supermercados?
-¡Naturalmente!
¡Pues de ser así, bienvenido sea
el cambio, que cuanto más corro, más tarde llego!
"La" Inés, que según las
vecinas había salido del pueblo pero el pueblo no había salido de ella, no se
hizo ilusiones.
-Baja de las nubes que de nada
sirven las herramientas nuevas si los maestros no cambian las mañas viejas.
Vi cambiar las tornas, pero
"la" Inés fue más lista que "el" Samuel. Crecieron los
deberes: tenía que declarar mis ingresos todos los días, tenía que dar el
nombre y los apellidos de mis proveedores, tenía que liquidar los pedidos por
adelantado… Menguaron los derechos: "la" Inés no podía ni fregarme el
suelo sin darla de alta, no podía poner las rebajas cuando lo veía conveniente,
no podía despachar a nadie fuera del horario establecido... Se desorbitaron los
impuestos: pagaba por abrir, pagaba por cerrar… pagaba por cada palmo de suelo
aunque las baldosas no le olieran los pies a ningún cliente. A menudo, un
municipal, visitaba mi tienda para comunicar normas: ora que pusiera perchas
con doble fila de ganchos en los probadores; ora que cambiara el color de las
letras del fluorescente; ora que le rebajara un par de dedos al mostrador; ora
que le dividiera en dos la hoja de la puerta... y todas concluían con una
coletilla que advertía que los gastos corrían por cuenta del propietario del
negocio y que de no acometerse en tal plazo sería sancionado con una multa de
tanto. Cumplí siempre a cambio sólo de ver mermar mis ahorros y mi sueño. En
dos años pasaron por mi tienda veintiocho veces los ladrones.
¡Ah, perdón! He olvidado el nombre
que ustedes les dan ahora para hermosear su condición. La primera se llevaron
los cuartos del cajón, pero como el dinero no tiene señal y como la palabra de
un ciudadano honrado no es garantía de la verdad, ni se les buscó por falta de
pruebas, y tuve que consolarme con ponerle rejas a la puerta,
a la puerta que me obligaron a
cambiar por razones de seguridad; la segunda, arramblaron con la ropa de los
percheros, pero no dejaron huellas, ni siquiera en las colillas que bailaban
por doquier, no había pruebas, y tuve que limitarme a meter el escaparate entre
rejas; la tercera, me desvalijaron el almacén, pero la matrícula del furgón
utilizado decía que no era de ellos, que llevaba denunciado por robo varios
días, que tampoco había pruebas, y tuve que conformarme con poner una alarma. La
cuarta vez los pilló la policía con las manos en la masa. Eran tres. Fuimos a
juicio. ¿Recuerda su sentencia? A mí no se me va de la cabeza. A los dos
menores los dejó en libertad sin cargos, al otro, al jefe, lo condenó a
indemnizarme con mil quinientas pesetas. Pero ojo, nada de pagármelas entonces,
que me las pagara después, cuando fuera solvente, y sólo si yo se las reclamaba
judicialmente. Y aquella misma noche volvieron a saquearme, y a la semana
siguiente, y a la otra... y tuve que dejar de denunciar, ellos no tenían límite
para robarme, yo, para denunciarlos, sí. Debía de ser para que no se les
desmadraran las estadísticas oficiales. Me fue imposible costear más sistemas
de seguridad. La compañía de seguros se pronunciaba tarde y mal. Eso sí, era puntual
para cobrar la póliza, y si no se cumplía sin demora, quedaba nula su
responsabilidad.
"Haz uso de tus derechos y
pide protección policial", dijo "el" Samuel. Pero yo no era un
ciudadano importante, un ciudadano de dinero, y ni el pan de los míos ni mi
propia vida tenían valor para recibir este servicio.
Una tarde se coló un ladrón entre
los clientes y a punta de cuchillo exigió la caja. Me resistí. Después de
bordarme el cuerpo a cuchilladas huyó con el mejor abrigo que había en la
tienda. Las carteras de los clientes le hicieron frente. Cuando fue localizado
por la policía ya había puesto el abrigo a salvo. Tres horas después usted lo
puso en libertad y el juicio sigue pendiente. "La" Inés decía que
pensara en curarme, que me olvidara de ver hacer justicia a
Salí del hospital y para
rehabilitar mis piernas daba mil paseos por el parque principal. Una mañana
sorprendí a mi agresor intentando vender el abrigo y otros objetos hurtados y
no pude aguantar más, alcé la muleta que me servía de apoyo a modo de espada y
rescaté por las bravas lo que me negó por favor. Me faltó valor para huir y
dejarlo con unas costillas rotas. Llamé pidiendo una ambulancia y confesé mi
delito. Fui trasladado a la cárcel y seis meses después usted me juzgó. Mi piso
fue embargado y vendido en pública subasta para indemnizar a la víctima y mi
familia volvió a la destartalada casa del pueblo sin más equipaje que el
abrigo, pues la policía demostró que era el mío. Hoy, por ser jueves, dejaron
que "la" Inés viniera a verme y quiso encenderme una esperanza.
"Es un día tan hermoso de primavera que todo en
Bello día sí, pero para los
pájaros, para las amapolas, para los ricos: para los hombres que tienen
derechos, para los que pueden ver el sol sin el dolor de sentirse ultrajados
por otros hombres. Yo, señor juez, siento crecer el invierno y entre sus
sombras busco los principios que su implacable veredicto me ha extraviado por
este laberinto de la ley y de la trampa.
Autora: María Jesús Sánchez Oliva. Salamanca, España