El
"grajito" pelón.
En los campos de Sevilla, está
a punto de empezar el invierno. Ya enmudecieron las alegres chicharras, y un
vientecillo desapacible barre a ráfagas la agrietada tierra, que aparece de un tono
grisáceo bajo la pobre luz que se filtra a través de las densas y negras nubes
que cubren el cielo.
Allá a lo lejos, se divisa un
paredón derruido, donde una pareja de grajos han hecho su nido. En él cuidan
con amoroso celo a sus tres polluelos que aún no han echado las plumas, y que
se aprietan entre sí buscando el tibio calor que irradian sus cuerpecillos.
Los padres salen del nido y
revolotean en las proximidades buscando un granito de trigo, un gusanito, una
hierbecita, o algo que le sirva de alimento a sus hijitos olvidándose de sus
propias necesidades.
Encaramado a una rama de un
árbol próximo, intentando pasar desapercibido entre las escasas hojas que aún
conserva, vigila un viejo y astuto grajo. Su cuerpo se había ido debilitando y
encogiendo a causa de la vejez, había perdido la mayor parte de sus plumas.
Esto le preocupaba mucho pensando en el invierno que se avecinaba.
Aquella mañana se había
propuesto solucionar su futuro, y mientras pensaba, observaba el feliz nido del
paredón, añorando los tiempos felices de su infancia, cuando sus padres le
traían la comidita al nido y le abrigaban con sus alas.
Y... Aquí llegó la idea
salvadora. "¡El también podía tener su nido, y unos padres adoptivos que
le abrigaran y le trajeran el sustento!” Claro que habría que hacer algunos
sacrificios. Tendría que desprenderse de las escasas plumas que le quedaban. Se
quedó acurrucadito madurando su plan. Sólo veía ventajas para él. ¿Los
demás...? ¡Bah!, Ya estaba decidido.
Así, que cuando vio a la pareja
de grajos alejarse en el afán de buscar el alimento de sus hijitos, de un
salto, se encaramó en el borde del nido donde estaban los tiernos polluelos, y
con su fuerte pico cogió por una alita al polluelo más cercano y lo lanzó al
vacío, dónde se estrelló contra el duro suelo. Inmediatamente ocupó su lugar
junto a los otros polluelos, que con la tripita llena, permanecían adormilados
en el calor del nido. Calor que, ya también él disfrutaba sin sentir el menor
remordimiento por la mala acción que había llevado a cabo. Ahora sólo le
preocupaba el examen que tendría que pasar a la vuelta de sus nuevos
"padres".
Y cómo en la vida real sucede,
que a veces los delincuentes tienen suerte, el grajo asesino pasó el examen a
que lo sometieron, sin mayores sobresaltos. Aunque a decir verdad, la madre
notó la piel de su "hijito" bastante áspera, pero pensó qué sería por
efectos del frío, y lo abrigó más con sus alas.
Ha pasado algún tiempo. Los
grajitos van creciendo, y aprenden las lecciones que sus padres les enseñan
para enfrentarse con los avatares de la vida. Ya tienen fuerza en sus patas y
saltan y revolotean con sus alitas cubiertas de brillantes plumas. Al parecer
todo marcha bien en el nido del paredón.
Sin embargo, subidos en lo más
alto de un profundo tajo, los grajos padres, hondamente preocupados, hablan de
sus cosas.
Se acerca el momento de que sus
polluelos se emancipen, y aunque los han preparado concienzudamente, no están
satisfechos. Aquel polluelo de mirada aviesa y carácter huraño los tiene
preocupados. Es indolente y no obedece con docilidad, aunque aprende
fácilmente, pero no participa en los juegos de sus hermanos y prefiere quedarse
agazapado y observando. Por eso a la hora de la comida se lleva los mejores
bocados, para satisfacer su insaciable apetito. Y las plumas... no acaban de
salirle, por lo que siempre tiene frío. Los pájaros cruzan enigmáticas miradas,
y por sus cabezas pasan terribles sospechas que ninguno se atreve a expresar.
A la semana siguiente, después
de las prácticas diarias a qué son sometidos para aprender el arte de la
supervivencia, los padres, los sientan a su alrededor, allí mismo, en lo alto
del profundo tajo que sirve de escenario a sus diarias lecciones, y les hablan
de la nueva vida que les espera, y de los peligros a que van a enfrentarse. De
cómo defenderse del viento qué interceptará su vuelo, de los animales
depredadores que les atacarán en la noche, en las trampas que ponen los
hombres, y de un sinfín de cosas que hay que saber para sobrevivir.
Y llegó el triste momento de decirles,
que esa noche ellos no volverían al nido. Había llegado el momento de
separarse, porque ya sabían cuanto necesitaban para valerse por sí mismos. El
nido se iba quedando pequeño, y además la comida escaseaba tanto que les
resultaba muy difícil encontrar alimento y habían oído rumores de qué la
escasez era general y aún más acentuada en otras comarcas. Por lo que habían
decidido irse ellos, y dejar a los polluelos en terreno conocido.
Reinaba un gran silencio. Ni el
viento osaba irrumpir en aquella asamblea donde los sentimientos eran tan
profundos. Los polluelos, con los ojos bajos y tristes, pensaban en cómo
podrían vivir sin ver a sus padres, y en su incierto futuro. Era una escena
dolorosa y tensa. Sólo el grajito pelón, se removía inquieto y angustiado, y
lanzaba torvas miradas a sus padres.
Una acongojada y débil voz se
alzó del grupo, y con un tono casi insolente, dijo:
-¿Y, en toda Osuna y Utrera no
hay ni una aceitunita siquiera?
Los padres se quedaron
atónitos, y una mirada de inteligencia cruzó entre ellos al unísono, iluminando
sus mentes.
El grajo padre reaccionó
enseguida, y con profunda y potente voz, dijo:
-“¿Tan chiquito y peloncito, y
sabes dónde está Osuna y Utrera? ¡Pues... rueda por la terrera!
Y cogiéndolo con su potente
garra, lo echó a rodar por el terraplén abajo, yendo a caer al fondo del
abismo, a dónde nadie se atrevió a ir a sacarlo.
Brígida Rivas Ordóñez
(Este cuento me lo contaba mi madre. Entonces no
podía imaginar cuántos
"grajitos
pelones" se pueden encontrar a lo largo de la vida, qué quitándose las
plumitas nos enternecen para su propio beneficio).
Autora: Brígida Rivas Ordóñez. Alicante,
España