Ha pasado
bastante tiempo… cuando yo contaba treinta y cuatro años estaba casado y con 2
hijos. Recuerdo que a lo largo de mi carrera policial nunca había tenido una vivencia
semejante. Por esas cosas del destino o por mis “grandes habilidades”, tal como
le dicen a uno cuando lo quieren exprimir laboralmente, me ordenaron realizar
una investigación encubierta, ¡cosa jodida si las hay! Poseer un legajo
profesional impecable y haber demostrado arrojo, fueron los argumentos
esgrimidos por el Departamento Antinarcóticos para designarme.
La tarea
consistía en introducirse en un mundo aparentemente virtual pero que permite
palparse, ya que es algo real y cotidiano. Un tema social, urticante que en
general pretendemos negar haciéndonos los distraídos. Es algo de lo que nadie
está exento, ya sea por acción, omisión o evasión. ¿A qué me estoy refiriendo?
A la droga, ¡a la “falopa” en general, hermano! El que no está inmerso en la
distribución o el consumo, resulta más culpable por hacerse el indiferente, por
esconder la cabeza como el avestruz… y es por ello que así nos está yendo. Mi
teoría sobre este asunto es que debería lucharse contra el monstruo que se está
devorando al mundo. Mueve muchísimo dinero y con ello se compra a cuanto
personaje sea necesario, pues bien sabido es que cada hombre, según el cargo
que ostente, tiene su precio.
Cumpliendo
órdenes y motivado por mi convicción personal, en esa oportunidad hice los
primeros contactos hasta llegar a introducirme en esa banda, pequeña pero una
de las que conforman la red que terminan favoreciendo a los nefastos carteles
internacionales e inexorablemente destruyendo a los jóvenes confundidos. Así
entonces, aportando mi grano de arena, me enquisté en la villa “Salsipuedes”.
Iba guiado por Paquito, “una mula” de ellos. Muchos Bafles saturaban los
pasillos con el grosero volumen de la música villera. Si ahí, en esos momentos
llegase a sonar algún disparo de arma, ni cuenta se darían. A las múltiples
cumbias se le acoplaban gritos de alegrías y palabrotas infaltables, de
aquellas que invocan a las madres y hermanas. Además flotaban olores a comidas
guisadas y a fritangas.
Eran casi las
diez de la noche y estaba a punto de ingresar a una "cocina" de pasta
base. La casa buscada se parecía más a un galpón, con una parte de ladrillos y
otra de madera. Desprolijas letras en el frente formaban una vieja y conocida
frase: “¡Aguanten sexo, droga y rock and roll!” como advirtiendo adonde se metería
uno. Una vez adentro el olor era horrible, como si fuese una mezcla de basura
quemada y a algún componente químico asqueroso.
Enseguida
Paquito me presentó a Roly, el capo. Me dio la bienvenida pues Jamás se le
hubiese ocurrido pensar que yo era policía ante la pinta que llevaba. En el
habitáculo había unos muebles arruinados y una lamparita colgada que iluminaba
la penumbra. Sentada, murmurando quién sabe qué, una chica de unos 22 años me
miraba curiosamente. Tenía la piel muy blanca, ojos pardos sostenidos por las
ojeras, el pelo ondulado y casi pelirrojo. Se la veía muy delgada aunque, su
cuerpo tenía curvas interesantes. Yo le prestaba atención a dos vagos que
entraban y salían de la “cocina”, el cuarto contiguo donde se manipulaba la
droga. Todos tenían armas en la cintura y quién sabe las que no se veían, pues
ahí se manejaba mucho dinero. Por otro lado, unos pibes, no más de 12 o 13
años, recostados en un rincón disfrutaban de sus “escopetas”, aparatos que se
usan para fumar. Vendrían a ser unas pequeñas pipas de metal. Se encontraban
todos en el lugar indicado, donde se comercializaba y fumaba cocaína, con
absoluta tranquilidad e impunidad.
Mientras
arreglaba con Roly una entrega, aquella chica comenzó a desvestirse
tranquilamente. El capo se sonrió y comentó que esa mina ofrecía cualquier
servicio sexual a cambio de “merca”. ¿Una narcoputa? ¡Ni loco! –Murmuré-.
Pensando en mi trabajo y el temor que me invadía yo no estaba para joder con
eso, La ignoré y listo. Nos despedimos como amigos comerciantes y, habiendo
cumplido mi primer contacto, con Paquito nos fuimos más que rápido del lugar.
Mi tarea policial seguía vigente y debía volver varias veces por semana al
mismo antro. Me proveían la pasta y yo la entregaba según me lo indicaban. Al
mismo tiempo registraba los contactos y otros datos de interés para la
investigación. Una noche, mientras transaba plata por merca con El Capo, un
tipo discutía con aquella chica pálida, al punto que llegó a pegarle varios
sopapos y amenazarla de muerte. Mi reacción fue rápida y lo molí a trompadas,
por instinto nomás. Claro que esa gente aparenta tener un estado valeroso,
heroico, pero en realidad están idiotizados por el efecto de la falopa.
En una de las
tantas entregas de merca, me encontré con un sargento policial conocido y,
estimando que estábamos en la misma causa encubierta, lo ignoré. Luego me ubicó
y a solas me dijo que me borrara de lo que estaba haciendo, que no me metiera
en líos. Le respondí que yo estaba a órdenes del comisario., El sargento sonrió
y me aconsejó que no fuese tan ingenuo, mejor dicho que no fuese tan, tan
boludo. Realmente no comprendí el significado de sus palabras, no supe en qué
andaba este hombre. Pero no obstante, me aferré a mi profesión y continué con
la misión encomendada. Un par de días después, empleando la mano negra y mal
intencionada balearon e intentaron incendiar mi casa. Gracias a Dios mi familia
salió ilesa pero tuve que enviarla para esconderse al interior del país por
seguridad. El mensaje recibido era claro: ya me había metido en serios
problemas.
Cuando presenté
el extenso informe lleno de nombres, apellidos, seudónimos, direcciones y demás
datos, quedaba esclarecido el accionar ilícito de la banda. En ella había mucha
gente involucrada, había comerciantes, abogados, funcionarios y policías. Para
Entonces me llovían amenazas de todo tipo. Debía cambiar de lugar a mi familia
cada dos o tres días para evitar que la dañaran. En la propia policía me
tildaron de “buchón”, me consideraron un delator, y por ende no `podía aparecer
porque ya no sabía quién era quién. Me dirigí al juez que tenía la causa para
solicitarle la protección personal. Mi vida pendía de un hilo. Los integrantes
de la banda delictiva eran muchos y apenas habían detenido a dos de ellos a
modo de pantalla. El resto buscaba mi cabeza para el degüelle. Ni la barba, ni
los lentes que desfiguraban mi rostro servirían para distraer a tanta mafia.
Deambulando
sigilosamente por algunos rincones de la ciudad me encontré, de pura
casualidad, con esa chica blanca que habitaba la cueva de Roly, la de los
drogones. Ella me abrazó con desesperación, pues ambos estábamos en muy serias
dificultades. Pertenecíamos a mundos diferentes pero esta vez… ¡Los dos
estábamos huyendo como ratas!
“Todos quieren
matarte –me dijo- y yo debo ayudarte porque vos me salvaste una vez. Tené
cuidado con el juez que intervino porque es el amigo de los muchachos, junto a
tu comisario, son quienes regentean este negocio en la zona”.
La necesidad
mutua de protección y las críticas circunstancias nos unieron. Por ello Nos
refugiamos en otra lejana villa de emergencia bajo seudónimos. Pero ante la
falta de recursos económicos comenzamos a vender la cocaína que ella había
alcanzado a sacar, antes que allanaran el antro de Roly. Yo perdí contacto con
mi familia pues, de haber insistido, hoy sería hombre muerto.
La inactividad
forzada manteniéndome oculto, la desazón experimentada o quizás ante la
influencia de mi ocasional compañera, comencé a usar la famosa “escopeta” para
pegar algunas bocanadas. Inicialmente todo me resultaba confuso, aunque la
presencia de esa mujer me apaciguaba y sin darme cuenta llegué a quererla
bastante.
El vicio de la
puta droga no conoce límites. Como viejo policía yo no necesitaba que me
contaran que la población vecina aguanta la diaria irrupción de ladrones que se
llevan sin valorar vidas humanas, todo lo que pueda ser canjeado por alguna
dosis de falopa. Así, a medida que nos fueron conociendo, comenzaron a aparecer
chicas y muchachos chorros con cualquier tipo de elementos, ya sean
electrónicos, autopartes, cables, ropas, bolsos, teléfonos celulares, o
cualquier cosa que resultase posible de negociar. Mi compañera, experta en el
asunto, organizó un mercado sexual con un par de amigas y la variedad de
clientes, hizo que marchara sobre ruedas. Conociendo bien el ramo de las
drogas, de lo cual yo había investigado y que me hizo sucumbir, decidí
emplearlo para sobrevivir. Hoy soy capo en un importante bastión de la falopa.
Y por considerar que el amor es algo incondicional, vivimos enamorados con
aquella chica, plenos de felicidad. Eso sí, con las “escopetas” en la mano y
falopa a granel.
¿Qué otra cosa
podría hacer, hermano? Si ya lo decía mi abuelo… Si no puedes con tu enemigo…
únete a él.
“Cuando la pluma se agita en manos de un
escritor, siempre se remueve algún polvillo de su alma”.
Autor: © Edgardo González. Buenos Aires, Argentina.