PRELUDIO
ÍNDIGO
A las
ocho de la tarde de un día de abril, nos apeamos en la estación.
Un taxi
nos condujo a casa de mis tíos, que vivían en un barrio residencial. Nunca había
subido a un taxi, con sus asientos tan mullidos y tan cómodos.
Comenzaba
sí a disfrutar de nuevas sensaciones, no experimentadas a mi corta edad.
Para
acceder a la vivienda, subí una escalinata de piedra; sentí bajo mis pies el
blando tacto de una alfombra. En mi casa no teníamos que subir escaleras, sólo
un banzo demasiado alto que, eso sí, impedía que el agua de lluvia se colara en
el pasillo.
Tampoco
usábamos alfombra.
Una
hora más y estaríamos en la capital, si no me hubieran despertado de un sueño
tan profundo como inesperado. ¡Oh, llegar hasta Madrid!
Pero es
que también aquel viaje en tren era el primero que recordaba haber realizado.
Mis padres lo habían planeado así, para que lograra adaptarme a su ausencia,
durante un periodo de tiempo necesario.
Enseguida
apareció correteando Yolbis, un perrito que me saludaba ladrando junto a mí.
Escribo
su nombre de esta forma, aun ignorando de dónde procede y cuál es su
significado, si es que alguna vez lo ha tenido.
Supongo
que querría merendar algo, quizá cenar; pero la casa estaba ya invadida de
personas como en una recepción festiva.
También
esto debió coincidir con las peticiones de mis padres: “para que el chico vaya
adquiriendo relaciones sociales fuera de casa”.
Y ahí
estaba, entre unas cuantas personas mayores, Paloma. Me llevaba dos años.
Sí, se
marcharon al poco rato; había que descansar. Me quedé con varios de sus
nombres, nunca los había escuchado en mi pueblo. Debí pensar que eran
originarios del lugar.
A esa
hora terminaba yo mis clases de braille. Mi maestro las había dado ya por
concluidas. Había aprendido a leer y escribir y, por tanto, estaba preparado
para el próximo acontecimiento escolar.
Solían
acudir a visitarnos muchos vecinos; pero a mí me gustaba encontrarme con ella.
Me
llevó hasta su casa. También se accedía a ella por una escalinata. Me dijo que
su padre trabajaba con un remolque, y eso me causó profunda emoción.
También
yo tenía uno, fabricado por mi padre en el taller expresamente para mí, como un
precioso regalo.
No, ¡no
podían ser iguales! Y no lo eran.
Ramón
me trajo una pelota como la que yo tenía en el pueblo pero pesaba menos y le
adornaban círculos de puntitos. Botaba muy bien y hacía ruido cuando rodaba por
lo que podía descubrir dónde estaba.
Carmina
se ofreció para llevarme a la iglesia los domingos, aunque todavía no había
tomado yo la comunión.
El
entorno de la casa de mis tíos me parecía idílico. Sólo hablaba la naturaleza:
los trinos de los pájaros, el agua de un arroyuelo, la caricia de la brisa.
El saloncito
exhalaba aromas para mí desconocidos: a sopa de verdura, a membrillo cuando
abrían la alacena, a jabón de Marsella…
Con
frecuencia me llevaban a pasear por una carretera asfaltada, sin apenas
tráfico. Recuerdo -no sabría por qué guardo esta imagen- un avión que sonaba
con nitidez, a poca altura. Mi acompañante me hablaba del reciente campeón de
una prueba ciclista; se llamaba Coppi.
Paloma
resurgía como el perfume de las flores en primavera. Me llamaba donde quiera
que me viese. Yo me sobresaltaba y me ponía muy contento.
Aquel
día me enseñó el remolque, me animó a tocar las ruedas y subimos en él hasta
meternos como en un cajón.
No;
este remolque resultaba mucho mayor que el mío. Sus ruedas eran muy altas y
además de goma, no de madera.
Regina
vino a visitarnos aquel domingo. Había desayunado chocolate con churros en vez
de la malta diaria con las tostadas de aceite. Y me trajo una tableta de
chocolate comprado en la tienda de Virgilio.
Mi tía
me la reservó para otro momento.
Conversaron
durante mucho rato, en tanto yo permanecía sentado en el comedor.
Se me
hizo eterno porque precisaba ir al baño, y no quería interrumpirles. Me daba
vergüenza comentarlo.
¿Cómo
debería expresar esa necesidad? En casa no teníamos agua corriente. Aquí todo
era diferente y mucho más cómodo: tiraba de la cisterna, abría el grifo y salía
agua potable.
Sí,
tenían razón mis padres. Necesitaba un período de adaptación para mi nueva
etapa.
Encontré
sobre la mesa los materiales de escritura y un cuadernillo de papel en blanco.
Claro; debía buscar tiempo para cumplir otro encargo: escribir mi primera carta
en braille, refiriendo detalles de mi estancia:
“Queridos
padres y hermanos: me alegraré que al recibo de ésta os encontréis bien; yo
bien, gracias a Dios…”
Mis
tíos lo acababan de recibir de un buen amigo de una población cercana.
Cuando
terminé, se lo enseñé a ella y se quedó sorprendida y asombrada: “Yo la echaré
en el buzón”
Al otro
día vino a buscarme, al atardecer. Jugaremos con el aro –me dijo-
Incluso
yo me atrevía a correr detrás de él; era una zona muy abierta.
“No te
muevas de aquí; no tardaré”
Me
pareció que el tiempo volaba. Tuve miedo y me eché a llorar.
Me
localizó Santiago, el aficionado a la bici. Quiso preguntarme; pero ella
regresó. Los tres y todo el campo enmudecimos.
“He ido
a la tienda de Los Álamos; mira lo que te he traído, para que te acuerdes de
mí. Puedes desenvolver la otra mitad ahora: Paloma”
Me
entristecía de nuevo. Quizá recibiría una pequeña reprimenda por haberme dejado
solo.
Nada
consigo recordar del viaje de vuelta. Es que los días transcurrían veloces en
una sola dirección, de la cual nada iba a desviarme ya.
Autor: Antonio Martín Figueroa. Zaragoza, España.