Cantando estaba el gitano
mientras los cestos trenzaba,
y ocho pilluelos mugrientos a
su lado alborotaban.
—Estaros quietos, chiquillos,
que estoy acabando el cesto.
—Yo, papa, quiero comer, que
tengo el cuerpo maltrecho.
—Corre, muchacho hasta el río,
que según me ha dicho el tuerto,
en la orillita han caído
muchísimos peces muertos.
Y que vayan tus hermanos, y os
lleváis todos los cestos,
para que no quede allí, ni un
solo pescao muerto.
Alborozados recorren el chozo
buscando cuencos:
—”Esa espuerta yo la llevo”.
—”Que no, que yo la cogí
primero”.
Y dándole un bofetón, la quita
el grande al pequeño.
Ya marchan por la vereda entre
juncias y romeros:
dos niñas de pelo endrino, de
ojos profundos y negros,
un gitanito cojillo,
balanceando su cuerpo,
tres rapazuelos descalzos con
risas y gran estruendo,
una mozuela morena, doce años
en el cuerpo,
que apoyado en su cadera lleva
cargado al pequeño.
Los dos que se peleaban por
llevar el mismo cesto,
ya no se acuerdan de aquello y juntos
corren riendo.
El chozo de los gitanos ahora
ha quedado en silencio.
Sacudiéndose la tierra de estar
sentado en el suelo,
entra el gitano en la cueva,
con paso cansino y lento.
Entre mantas renegridas, de lo
que parece un lecho,
con voz triste y apagada, surge
un doliente lamento:
—”Los niños se morirán si comen
pescado muerto”.
—Quita p’allá maricuela,
que peces muertos no hay en el
río ni en la ribera.
Ahora me voy con el cesto al
pie de la carretera.
Cuando naiden me lo compre,
tapo la jeta con esto,
y apuntándole al pescuezo con
la navaja barbera,
yo sé que puedo sacar cien
riales de cualquiera.
Volverán los churumbeles sin
los pescaos en la cesta,
y encontrarán en el chozo, lo
que la vida les niega.
Autora: Brígida Rivas Ordóñez. Alicante, España