Remontando cometas en primavera.

 

Llegó la primavera, la brisa cálida, los días más largos, todo renace.

Son vacaciones, esa semanita que junto al día del Maestro, con la llegada de la primavera todo lo cambia. Ya reunimos los materiales, el papel cometa colorido, el pegamento, las cañas que don Artemio nos dio, porque es difícil cortarlas finas y que no queden esas astillas que luego nos lastiman los dedos, sobre todo debajo de las uñas, que tanto duelen.

Ya nos dijo mamá: cuidado, porque no podemos luego sacarlas sin dolor.

Tenemos casi todo, nos falta el hilo o mejor dicho como decimos nosotros: el ovillo, porque queremos que suba y suba. Ahora nos damos cuenta que falta la cola. Mamá nos mira y sonríe, está esperando el pedido y por consiguiente la pregunta: de donde sacamos… ¿para hacer la cola?

Ella siempre sabe el lugar donde está aquella prenda que es la adecuada, ¡de allí salen las tiras!

Ponemos todo en el piso, nos guiamos por las baldosas para que no sea desigual, y comienza aquel trabajo que lleva todas nuestras secretas ilusiones.

Yo sé lo que quiere Manuel, ¡bien qué lo sé!

Él es más pequeño y sueña, sueña…hemos reunido mucho hilo, llegará alto, muy alto, hasta el cielo, y…lo miro y yo que soy grande, porque llegué antes que él, yo sé mucho, y con mamá aprendí las diferencias.

Antes cuando caminábamos por los grandes espacios, donde no estaban las veredas de la ciudad, donde el cielo parece que se toca con los dedos, cuando en las noches nos imaginábamos recogiendo estrellas para guardarlas en el corazón, para dejarlas salir cuando el cielo esté oscuro. Entonces todo era distinto, papá venía más tarde, luego después de muchas noches lindas y primaveras soleadas, cuando los guayabos lucen sus hojas de verde y plata y sus flores rojas, cuando orgulloso se eleva, cuando soñamos con los frutos maduros, que nos traerá el otoño, cuando el viento juega a despeinar tantas cosas bonitas. Fue entonces cuando mamá me dijo que ella tenía al igual que en los nidos, un hermanito para mi, y llevó mi mano a su pancita, supe que no solo los pájaros tienen sus nidos, mi mamá tiene uno y lo lleva puesto. Yo soñaba y pensaba en la alegría de los nuevos pichones y en el rápido vuelo de sus padres para alcanzar el alimento. Manuel no sabe de eso, somos nosotros dos…

Ahora comenzamos a atar las cañas, parejas, lisas, cortamos el papel y con cuidado lo vamos pegando, Manuel tiene urgencia, pero debemos dejar tiempo para que seque, yo le digo: vamos de a poquito, él es pequeño y no quiere esperar, yo sé que siempre debemos esperar todo: el nuevo día, y con él, el milagro…

Ya tenemos puesto todo el papel, nuestra cometa tiene forma de estrella, por eso llegará más rápido al cielo.

Ahora faltan los tiros, y cuidado, no pueden ser unos más largos que otros, el equilibrio es más importante que los colores, eso nos dice mamá. Y al fin la cola, la miramos y somos felices, ¡ya está!

Está lista, pero es ya casi de noche, mañana si Dios quiere como nos dice mamá podremos ayudarla a volar.

Pero…yo aún no soy tan alta, y puedo llevarla alta en mi brazo y correr y correr hasta que el viento me la lleve, pero el viento no está tan bajo, y don Artemio nos ayuda, vamos todos, el sol brilla, el viento tiene olor de flores y pasto verde, de trébol maduro, con zumbido de abejas y abejorros, que trabajan libando para hacer con su trabajo más dulce la vida, eso nos dice mamá.

Al fin llegamos. Ya corre don Artemio, nosotros tenemos el ovillo, le damos vida soltando más y más hilo, la cometa sube, sube, colea, y sube más, parece que se quiere soltar de nuestras manos, y me dice Manuel: ahora la dejamos ir, para que lleve a Dios mi pedido, y entonces volvamos todos caminando y la silla de mamá se quede al sol.

 

Un milagro cada día - Segunda parte.

 

Luego de aquella primavera, cuando remontamos la cometa, el tiempo pasó y cada día nos trajo un milagro.

Manuel era pequeño, al final de ese verano antes que llegue el otoño, comenzó la escuela, ya no fui sola, de su manito concurrimos y fue muy hermoso verlo asir su pequeña valijita, atesorando sus colores, entonces decía: cuando sea grande seré el mejor doctor.

Luego encontró que sus compañeritos también querían lo mismo, y decía que ya nadie sufriría pues serían muchos doctores para cuidar de la gente y sobre todo de las mamás.

A nuestro regreso mamá sonreía y acariciaba los rubios cabellos de Manuel, muy parecidos a los de papá.

Desde aquel tiempo, lejano, cuando aquel gran camión arrastró el autito donde viajábamos, todo cambió: mamá quedó un tiempo en aquel hospital, y Manuel a su lado pues tomaba teta. Papá no regresó a casa.

Seguimos atesorando estrellas en el corazón, en una de ellas estaba nuestro papá.

Un milagro cada día nos decía mamá, y uno de ellos fue una silla nueva, con la que mamá andaba rápido y todo era más fácil, los milagros siguieron, cada día, la fundación Manos del Uruguay, se interesó por los muy buenos trabajos de mamá y con el tiempo transcurriendo, los milagros fueron sucediendo, y nosotros creciendo.

Uno de esos milagros fue cuando en compañía de gente amiga de Manos, varios doctores vieron a mamá y en uno de esos milagros mamá caminaba con ayuda de esos adelantos, era como aprender de nuevo, pero mamá fue buena alumna, luego fue dejando los bastones, nosotros fuimos creciendo y Manuel estaba cada día con más ganas de ser médico: la meta estaba más cerca.

Un milagro cada día.

Jamás olvido eso, y puedo asegurar que es verdad.

Hoy soy maestra, cuido de tantos niños que me hacen recordar mi niñez y Manuel está a punto de recibir su título y sigue pensando como cuando era pequeño y tomaba con fuerza su pequeña valija de colores.

Les dejo este pequeña historia para que recuerden que si queremos podemos esperar y hacer de cada día un milagro, con amor y dedicación de nuestra madre aprendimos todo esto.

Solo agregar que seguimos guardando estrellas en el corazón, porque siempre iluminan al mundo sea o no conocido por nosotros.

Autora: Marie Díaz. Montevideo, Uruguay.

mariediaz@adinet.com.uy

 

 

 

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