El Cambio.
En
esos tiempos ella apenas contaba con dieciséis años y sus cabellos reflejaban
un tono azul-negro adornándola desde las sienes A los hombros, con ojos
lagrimeando miel y de bonitas facciones que no ocultaban el semblante empañado de
tristeza. Pero esgrimía un poder inmenso para lidiar con la adversidad, y plena
de ilusiones soñaba ser alguna vez tan querida como la Madre Teresa… Desde el
momento que Camila llegó a este mundo todo fue decepción, pero no se resignaba,
deseaba un cambio.
Vivía
en un barrio demasiado humilde entre chapas, cartones y miserias. A la escuela
pudo ir hasta el tercer grado, luego le cayó la responsabilidad de criar a sus
hermanitos más pequeños. El cariño y la ternura no los conoció por su madre,
quien durante años trabajó en un prostíbulo hasta que su cuerpo se fue
deteriorando ante los embarazos y la salud en decadencia, y al igual que un
bofe, perdió su valor comercial. Nunca tuvo idea de quien fue su verdadero
padre, el primer padrastro no era malo, aunque la policía lo mató en un
tiroteo, y el segundo padrastro mientras no tomaba era buenísimo, pero cuando
lo hacía le pegaba a su mujer y la violaba a ella, cosa que sucedía a menudo
desde que tenía 11 años. Últimamente él andaba muy enfermo y aunque parezca
extraño ella lo cuidó como a su propio padre y al final lo ayudó en una forma
increíble.
Había
iniciado el primer cambio y después de pensarlo, silenciosamente se alejó de su
hogar. Viajó por pueblos vecinos intentando refugiarse en casas de familias ofreciéndose
como empleada doméstica, pero su corta edad y el estar indocumentada le
resultaba imposible. Algunas noches pudo dormir en una estación de servicios,
donde le exigían el pago del albergue con su cuerpo. Sentía la necesidad de
contar la buena acción que había tenido con su padrastro, motivo del cambio,
pero no la escuchaban, a nadie le interesaba su vida.
Así
llegó a la capital de la provincia y nada le resultó fácil. Buscando trabajo se
contactó con una amable mujer dueña de un bar denominado “La Caverna de Blanca
Nieves”, quien le ofreció alojamiento y comida. Parecía ser el punto inicial de
un cambio, de una nueva forma de vida sin ser sometida a los bajos instintos de
algún patrón oportunista. El primer día limpió pisos, vidrios y lavó mil copas.
Trató de contarle a la mujer su pasado, motivo del cambio, pero ésta le propuso
que lo harían a la noche, más tranquilas.
Esa
misma noche pudo disfrutar de una ducha caliente y ropa limpia, sintiendo
alegremente que todas las estrellas concentraban su fulgor en cambiar su
destino. Luego la esperaba una mullida cama que, al no haber otra, debía
compartir con la autoritaria señora, quien llegado el momento la sorprendió
confesándole ser una lesbiana empedernida.
La
vida continuaba, el día siguiente era sábado y la mujer le comentó que
estuviese lista para trabajar porque vendrían los “doce apóstoles”, un grupo de
viejos clientes obreros de un frigorífico de la zona. A la hora de la cena
ingresó esa docena de hombres de aspecto cavernario, comieron y bebieron como
cerdos, gritando y haciendo toda clase de groserías.
Camila
molesta, recordó su reciente pasado y se fortaleció para continuar con el
cambio. En un momento que servía el ordinario tinto a las bestias humanas, uno
de ellos se paró tomándola de la entrepiernas y la levantó en el aire
propinándole un mordisco en los glúteos, y exclamó que se comería una doncella
cruda. Los demás lo festejaron ovacionando con las copas en alto, tan contentos
como puercos en su chiquero.
Asustada
recurrió a la señora, quien cerrando las puertas del local, irónicamente
murmuró: “negocios son negocios” y le advirtió que se alegrara, pues ella sería
el postre de esa fiesta… y arrimándose a ellos, la señora les arrojó sobre la
mesa una caja de profilácticos. Úsenlos, -les dijo- no sea cosa que pudran a la
nena. Estallaron en risotadas y los inflaron como enormes globos para
reventarlos después.
Seguidamente
disputaron el turno de cada uno, con insultos y trompadas entre sí. El primero
en acercarse se anunció dándole un sopapo y tendiéndola sobre los mosaicos. Era
un musculoso borracho con aliento a pescado. El siguiente fue un obeso barbado,
baboso, que parecía sufrir del corazón, entonces ella trató de agitarlo al
máximo, y casi logra su aspiración de matar a uno de esos engendros. Y así uno
tras otro hicieron gala de su repugnante violencia, penetrando en la dignidad
de Camila.
Pasadas
las horas, todos, inclusive la dueña de casa, dormían dispersos por el
nauseabundo suelo entre vómitos y botellas. Ella se lamentó no haberle podido
contarles lo que necesitaba contar, lo del cambio.
Resuelta
a terminar la odisea, tomando el teléfono llamó a la comisaría. De inmediato
acudió un patrullero con tres policías, que al ingresar rieron sarcásticamente
burlándose ante el deplorable estado de sus viejos amigos, los doce apóstoles y
la señora Blanca Nieves. Bebieron cerveza a discreción y luego le informaron
que la llevarían para asentar la denuncia. Les agradeció ese gesto pues
necesitaba contar su pasado, motivo del cambio. Ya en camino, cruzando el
parque detuvieron el patrullero y demostraron su nivel de honestidad,
violándola sin piedad.
La
joven reflexionó que curiosamente en todos los casos, ninguno de los malditos
hombres que abusaron de ella, la tuvieron en cuenta como para usar preservativos.
Esa
madrugada, los representantes de la ley la abandonaron en la soledad del
parque, sin muchas posibilidades de solicitar ayuda, y se encaminó
resueltamente a la Jefatura Policial. Pidió hablar con el jefe. Ahí estaban los
tres agentes del patrullero quienes le clavaron la mirada en forma amenazante…
y ella los ignoró.
- No
me interesa mucho denunciar a nadie, -Le dijo al Comisario- porque creo que no
vale la pena, sólo quiero contar mi buena acción, lo del cambio.
El
oficial intrigado al observarle varios hematomas, le respondió a Camila que si
le hacía bien y prefería contar su vida antes de denunciar, que lo hiciera.
- La
realidad es, señor Comisario, –continuó declarando ella- que no estoy dispuesta
a pasar por esta linda vida, recibiendo tanto sin dar algo a cambio: a mi
último padrastro pude acortarle el sufrimiento de su agonía, en la comida, “le
cambié” la sal por veneno para ratas, porque estaba a la miseria, tenía H.I.V.
o SIDA, como le dicen… la misma peste que me contagió a mí…
© Edgardo González – Buenos Aires,
República Argentina
“Cuando
la pluma se agita en manos de un escritor, siempre se remueve algún polvillo de
su alma”.
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