A pesar
de que la idea del amor es promovida como algo individual, no puede limitarse a
un acto aislado, ni tampoco como una abstracción en la que amamos a todos bajo el
concepto del “amor universal”. Al perdernos en lo general (universal), resulta
que cuando decimos que amamos a todos en realidad no amamos a nadie. Una teoría
del amor no puede darse en forma aislada, requiere de una interpretación y, al
mismo tiempo, de una explicación del ser humano como totalidad. De donde vive,
en que cultura y cómo es la ideología prevalente. El amor es mucho más que una
necesidad y quien se decide a profundizar en su conocimiento personal, irá
quitándole al Ego las cáscaras de la imagen social que esconden su esencia.
Precisamente ahí, en su esencia es en donde radica adormilada y confusa la
capacidad de amar.
Vivimos
en un mundo sedientos de eso que llamamos amor y, por ello, es rara la película
en la que no se incluya el tema de las relaciones amorosas. Basta con
sintonizar la radio o la televisión para ser invadidos de un sinfín de
canciones y telenovelas dedicadas al “amor”. Libros, poemas, revistas, las
redes sociales, mucho de ello se refiere al amor y sin embargo, ¿qué entendemos
por ello, qué es lo que sucede cuando decimos que estamos enamorados?
Sin el
ánimo de proponer una simplificación de la complejidad humana, si queremos
comprender profundamente a una persona, propongámonos conocer cómo trabaja y
como ama. Amor y trabajo van de la mano porque ambos, manifiestan en buena
medida nuestra capacidad, nuestras perspectivas y también ahí se encuentra
reflejada nuestra propia posición ante la vida. De la manera como comprendamos
nuestra vida y expliquemos nuestra realidad amaremos. Sin fragmentación alguna
entre lo que soy, censo y hago.
¿Amar o
ser amados?
Es
bastante común que la problemática del amor se reduzca al cómo hacerle para ser
amados y no en amar. Es decir, se deja de lado la posibilidad de indagar acerca
de la propia capacidad de amar y la atención se centra más que nada en la
necesidad de recibir amor. Por ello, gran parte del interés y de la energía
vital se centran en el cómo lograr que alguien nos ame y, es precisamente en la
búsqueda de esas expectativas, como nos amoldamos a los patrones sociales y
culturales centrados en el Tener más que en el Ser, haciendo del amor otro
objeto que hay que adquirir y consumir. Estas pautas y modelos que son
fundamentalmente económicos, nos indican que para ser alguien hay que tener
cosas: una casa, un carro, una chequera jugosa, la membresía de un club
“exclusivo”, amistades “influyentes” y, por supuesto, tener a alguien que nos
ame. Sin embargo, omitimos una pregunta: ¿por qué me tiene que querer?
De esta
manera, el amor pasa a formar parte del inventario de cosas que hay que tener y
en donde la simple idea de estar sólo, resulta angustiante. Si no tenemos a
alguien que nos “ame”, nuestros bonos sociales se verán reducidos porque
estaríamos revelando que no somos lo suficientemente atractivos para nadie y
por lo tanto, ¿qué valor puede tener nuestra persona si nadie se fija en ella?
En este gran supermercado en el que hemos convertido nuestras vidas, cuenta
mucho no solamente si tenemos o no a alguien junto a nosotros sino también, es
muy importante saber de quién se trata, es decir, de la “calidad” del producto
que queremos comprar: si tiene dinero, “posición” social, si es o no “exitoso”,
en qué cree y en qué no.
Mi
pareja ideal
El
problema del amor se ve reducido al cómo lograr que nos amen y en el cómo ser
dignos de amor. Así, en busca de ese merecimiento, el varón tradicional
emprende una frenética carrera para acumular “prestigio”, poder y todas esas
cosas que lo convierten en un buen “partido” ante la mirada femenina. A su vez,
la mujer convencional se dedicará con esmero al cuidado de su cuerpo, de su
belleza, ropa, apariencia y de todos los encantos femeninos con los que piensa
puede atraer a su “pareja ideal”. Esa imagen de “pareja ideal”, no es otra cosa
que el reflejo de sus propias necesidades y expectativas proyectadas en la
figura del otro. El otro soy yo mismo, o dicho de otra manera, en el “otro”
proyecto mis necesidades. De esta manera el amor es reducido a un mero objeto
que puede adquirirse canjeando la dignidad y también a veces, vendiendo la
propia persona. Lo verdaderamente importante es conseguir amor (a como dé
lugar) y lo que menos interesa es explorar y descubrir nuestra capacidad de
amar.
Por lo
general, se piensa que amar es un asunto sencillo y que lo verdaderamente
difícil es encontrar a la pareja “adecuada” y, en la localización del objeto o
razón de nuestro amor, proyectamos intensamente nuestro propio Ego. Cuando
describimos a nuestra pareja “ideal”, ¿hasta dónde se trata de ese otro
imaginario o más bien, estaremos hablando de nosotros mismos? ; Y cuando
nos entusiasman las coincidencias en el modo de ver la vida que creemos
adivinar en el otro, ¿hasta dónde es la prolongación de nuestro Ego que vemos
proyectado en la pareja? Coincidir es compartir el mismo trozo de la realidad
como resultado de la fragmentación en la que vivimos. Cuando decimos que
coincidimos, nos paramos junto con alguien en un fragmento de la realidad y al
mismo tiempo, compartimos con él la ignorancia de la totalidad.
Pero
gran parte de nuestra actividad amorosa la dedicamos a la búsqueda de esa
pareja “ideal”, que en realidad, es impuesta por los moldes que rigen y norman
nuestra vida social. Dicho de otra manera, gran parte de las “virtudes” y
“defectos” al través de los que emprendemos el proceso de elección de pareja,
son en realidad imposiciones de la cultura y en mucho menos de lo que pensamos,
se trata de un acto individual. Más que un proceso de selección, es un proceso
de adecuación ante la mirada social. De hecho, muchas personas se avergüenzan o
se preocupan del que se podría decir si las vieran con determinada persona que
ante los ojos de los demás, no “hacen una buena pareja”: aspecto físico,
posición económica, modo de vida, apellido, educación, raza, etcétera. La elección
de pareja dista mucho de ser un acto de libertad pues se encuentra altamente
condicionada por los requerimientos sociales, económicos, culturales y raciales
en los que nos encontramos inmersos. Si esto es así, vale la pena preguntarnos
si puede haber amor sin libertad.
Comprando
amor
En
nuestra cultura se impone el intenso deseo de adquirir, poseer y comprar.
Cuando por ejemplo vemos pasar algún automóvil que nos llama la atención,
difícilmente admiramos únicamente sus líneas aerodinámicas, su color, el
modelo, etcétera; lo más común es que pensemos cuánto costará y si algún día
podríamos tener uno igual. En ocasiones, no solamente nos frustramos por no
tenerlo, sino que además, nos comparamos con quien lo maneja, lo envidiamos y
hasta es posible que pensemos que nosotros luciríamos mejor en él. Sufrimos.
Esta
compulsión por comprar, ostentar y aparentar no excluye a las personas y a eso
que llamamos el amor. Un hombre o una mujer “interesantes” son artículos más
caros que una persona considerada “común y corriente”. Lo atractivo variará de
acuerdo con el sexo; en el caso del hombre bien podría ser: que sea trabajador,
“exitoso”, rico, inteligente y tal vez guapo. Esto último no es tan importante
si todo lo anterior se cumple adecuadamente.
En el
caso de la mujer, que sea guapa, bonita, “educada” y “femenina”; no importa
tanto que sea inteligente o trabajadora.
Entramos
a eso que llamamos amor con la misma mentalidad que un comerciante y por
lo tanto, deseamos hacer un negocio y una compra exitosa. La persona objeto de
nuestro “amor”, debe resultarnos deseable desde el punto de vista de su valor
social (profesión, “presencia”, clase social, poder). Pero al mismo tiempo,
también queremos ser un “buen partido” y si por alguna razón nos consideramos
menos, rápidamente nos pondremos en oferta: como el otro es más que nosotros
aguantamos sus aires de superioridad, ofensas, violencia e incluso golpes.
Aguantamos con tal que no nos abandone y cierre la operación con otra persona.
Si nos encontramos sumergidos en una cultura mercantilista y utilitarista,
¿puede nuestro sentido del amor escapar de esa perspectiva comercial?
Amor a
lo desconocido
De la
misma manera que compramos un producto, revisamos, comparamos y hasta exigimos
garantía cuando “compramos” a alguien en nombre del amor. Nuestra primera
exploración se fija en lo aparente: ropa, modales, actitudes, color de la piel,
rumbo por el que se vive, apellido de los padres, posición económica y social.
Un poco después de la envoltura, revisamos las creencias: religión, si cree o
no en Dios, etcétera. Todo eso forma parte del proceso evaluativo que acompaña
al proceso de compra-venta que justificamos con la palabra “amor”. Nos
tranquiliza pensar que si conocemos bien al otro es posible amarlo. Si existe
“afinidad” (que substancialmente significa creer en lo mismo) nos sentiremos
más a gusto. Por el contrario, las divergencias pueden ser un obstáculo que,
sin embargo, puede ser superado con otros satisfactores principalmente en el
renglón económico.
De
hecho, muchas relaciones se establecen a pesar de una abierta contraposición de
ideas, creencias, prejuicios y sentimientos, aspectos que son suplidos con una
fuerte compensación económica. Siendo eso que llamamos “amor” la mayoría de las
veces una operación comercial , la ruptura de una relación “amorosa” se
convierte en motivo de preocupación de padres y familiares cuando una de las
partes es económicamente poderosa. Ante la inminencia de un rompimiento que
malograría las expectativas económicas de los que rodean a una pareja de
“enamorados”, los familiares pueden presionar y tratar de convencer para que
siga adelante una relación a la que con “tiempo y paciencia” llegará el amor…y
el dinero.
Decimos
que amamos cuando conocemos a alguien y hasta podemos afirmar que lo conocemos
mejor que él mismo, siendo esto, según nosotros, la mejor prueba de nuestro
amor. Sin embargo, pareciera que no comprendemos que cuando creemos que ya
conocemos dejamos de indagar, de interesarnos y de profundizar en una relación.
La rutina, el hastío y la costumbre son manifestaciones de nuestra falta de
interés por conocer al otro. O bien, precisamente porque tememos descubrirlo no
deseamos profundizar más. Decimos que amamos lo conocido, pero en realidad,
¿puede lo conocido aportarnos algo nuevo, puede la repetición estimular la
creatividad? , y, finalmente, ¿puede haber amor sin creación? La creación está
en lo nuevo. Esto es especialmente notorio en la vida sexual de la pareja
El amor
puede ser descubierto en lo desconocido que encierran las personas más allá de
esa idea romanticona con la que hemos encasillado a las relaciones de pareja,
pero pareciera que lo desconocido nos atemoriza y, por ello, circunscribimos el
amor a la estrecha franja de lo que imaginamos es el otro. Pero ante todo, desconocemos
que el amor es mucho más que una relación entre dos personas y que
fundamentalmente implica, el descubrimiento cotidiano de la relación con lo que
nos rodea en donde el mundo y nosotros somos lo mismo. Cuando trascendemos la
barrera ficticia que nos separa de los demás, logramos una perspectiva de
calidad diferente que puede impulsarnos a explorar, revolucionar, transformar y
amar lo desconocido que existe en nosotros y a nuestro alrededor.
El amor
es esencialmente transformación. Cuando sentimos la necesidad de ser amados y
en eso nos focalizamos, cerramos la posibilidad de descubrir el proceso creador
que habita en nosotros y ponemos al amor a nivel de una operación financiera y
mercantilista. Así, nos lanzamos en pos de quien pueda satisfacer nuestras
necesidades afectivas, sociales y económicas. Nos resulta difícil mirar el
proceso creador que implica todo acto de amor pues la creación confronta,
cuestiona y transforma nuestra posición ante la vida y con ello, la capacidad
de amar.
Autor: Dr. Gaspar Baquedano López. Mérida,
Yucatán. México.
www.drbaquedano.com