Aprendiendo a vivir.

 

 

Eran las ocho de la noche y empezaba a oscurecer. Un frío intenso y húmedo empapaba el cuerpo de Elena. Subió a un taxi, y dio al taxista la dirección de la Estación de ferrocarriles. Llegada a ella se dirigió a la taquilla y Adquirió su billete. Buscó el servicio de señoras. Miró el reloj y comprobó que faltaba media hora para la salida de su tren. Entró en un retrete, puso el pequeño bolso sobre el depósito de la cisterna, apoyó la espalda en la pared y se dispuso a esperar respirando pausadamente. De allí no se movería hasta que no faltaran cinco minutos para la salida de su tren.

 

Afuera fue llegando gente, se oían sus comentarios apresurados: "Date prisa mamá, que se va a marchar el tren". "Juani, déjame tu peine, que mira como me ha despeinado la visera". "No, ahí no toques que está ocupado, ¿habrá alguien dentro? ya hace mucho rato que está cerrado y no contestan". Bueno, chica, vamos que no llegamos".

Elena se encogía cada vez que intentaban entrar al retrete que ella ocupaba, y tembló cuando una de aquellas personas sugirió la conveniencia de avisar al personal de seguridad por si alguien estaba en apuros allí dentro.

 

Cuando el silencio se hizo fuera, salió, retocó su aspecto, y todavía se entretuvo hasta que llegó otra señora a la que preguntó su lugar de destino y salió con ella dispuesta a no separarse hasta la llegada a su departamento. La mujer hablaba sin parar de lo mal que lo estaba pasando con las alergias que cada año la aquejaban. Elena la escuchaba en silencio, mientras su mirada recorría cada rincón del andén, y la tensión se reflejaba en su rostro.

Dejó a la señora en su coche y Elena continuó hasta llegar al suyo. Se instaló en su asiento, luego desplegó un periódico y hundió la cara en él apartándola de las miradas de las personas que entraban. Por encima de las hojas observó a sus compañeros de compartimento. Un hombre entrado en años con ropa de campesino y un sacerdote, de los de sotana, que ocupaba el asiento contiguo al suyo. Era un vagón próximo a la cafetería. Desde su asiento, parapetada tras el periódico Elena observaba a los pasajeros que la visitaban. Poco a poco fue decreciendo su tensión y la iba invadiendo un sopor que le hacía cerrar los ojos.

 

Con los ojos cerrados, algo más tranquila, fue repasando los acontecimientos de aquellos días.

 

Corría el año 1980. Cristina, algo mayor que ella, elegante y cariñosa, había entrado en su vida como una tromba de agua cálida en un terreno reseco. Bien vestida y simpática alardeaba de conocer la vida. Y de hombres, "Chica, -decía, ¡cuánto peor los trates, mejor! No hay que tener reparos. Había presenciado como aceptaba invitaciones costosas y luego se había marchado con un pretexto. Comentaba después con risas: "¡Se creía que me iba a pasar la velada bailando con él! ¡Con la calva y el estómago que tiene! "¡Niña, con los hombres no hay que tener miramientos!".

 

Cristina la hacía vibrar, intuyendo que con ella saldría de su vida gris, aunque le escandalizaba su comportamiento. Elena estaba educada en el respeto al marido, "señor de vidas y haciendas" y aceptaba lo anodino de su vida cuando por cuestiones de trabajo Juan, su esposo la dejaba sola. En silencio envidiaba a las protagonistas de las páginas "del corazón", y soñaba con emociones fuertes. A solas contemplaba su imagen en el espejo, y pensaba en lo mal empleados que estaban sus encantos: una estatura envidiable, ni un gramo de grasa más de lo indispensable, un largo pelo castaño con reflejos naturales y una boca de labios gruesos y sugerentes, los ojos medio grises medio verdes, chispeantes, reidores, parecían prometer un sin fin de posibilidades.

Un día, Cristina le propuso hacer una escapada a Bilbao, cuando su marido saliera de viaje, y Elena aceptó la idea como quien hace una travesura. Así que, sigilosamente esperó la oportunidad. Solo serían tres días.

 

Ya llevaban dos días en Bilbao y estaba algo escandalizada de la conducta de su amiga, pero era simpática y lo pasaban bien, por lo que decidió esperar un día más, fecha en que tenían proyectado acabar el viaje.

 

Aquella tarde, en la que un fuerte aguacero las hizo entrar en un bar de poca categoría, apareció  un sujeto con un blusón de los que llevan la gente de campo que al parecer era antiguo conocido de Cristina, y después de invitarlas a unos vinos, les sugirió visitar una casa en el campo, que, según decía, había hecho amueblar a todo confort. Aquel sujeto tenía aspecto de persona inculta. Se mostró muy interesado por Elena, que en el juego en que andaba metida, había decidido ir dándoselas de soltera. Aquel sujeto, por todos los medios quería que ella comprobara lo bien que lo pasaría si aceptaba la propuesta que estaba a punto de hacerle, y que para Elena era tan clara, que no necesitaba oírla. Elena lo tomaba a broma aunque tanto empeño estaba empezando a molestarle. Cristina dijo que salía un momento  para telefonear.

 

Había parado de llover y Elena quería marcharse, pero la amiga no volvía. Aquel analfabeto no cesaba en sus súplicas para que fueran a aquel paraíso que era su mansión. A Elena empezó a parecerle intencionada la salida de su amiga, y dirigiéndose al camarero, le rogó que llamara un taxi, que se encontraba indispuesta.

 

Todavía aquel sujeto se empeñaba en llevarla con su coche que lo tenía cerca, pero Elena, visiblemente molesta, sentenció que él debía quedarse allí para cuando llegara Cristina. Le prometía formalmente que al día siguiente irían a la casona.

 

Ahora a Elena no le cabía la menor duda de que Cristina y aquel individuo le estaban preparando una encerrona, y temblaba con las suposiciones que acudían a su mente. Lo único que podía hacer, era huir de los dos, y no dudó en dirigirse directamente a la estación abandonando en el hotel el exiguo equipaje que había llevado.

 

Rememorando estas vivencias, se hallaba Distraída y volvió a la realidad cuando el tren se estacionó en Burgos mientras unos pasajeros finalizaban el viaje y otros lo emprendían. De pronto se encogió en su asiento y volvió a desplegar el telón de su diario, que esta vez la cubrió por entero. El periódico temblaba visiblemente en sus manos mientras por su mente volvían a pasar las imágenes de hacía unas horas. Acababa  de entrar un individuo con un blusón similar al del hombre que se empeñaba en llevarlas a su caserío. La sola semejanza en el atuendo la hacía temblar.

 

El sacerdote que se sentaba a su lado notó su turbación y le preguntó si se encontraba bien. Si -dijo, solo que siento un poco de frío. .Llegó el revisor; Elena buscaba sin encontrar su billete. Allí estaba el kilométrico con todos los cupones gastados y el justificante de haber pagado los pocos kilómetros que le habían faltado para completar el trayecto, pero el billete, no. El revisor se mostró comprensivo y dijo que siguiera buscándolo, que volvería más tarde. Era inútil, Elena no tenía nada donde buscar. Seguro que se le cayó en los Servicios. El sacerdote se ofreció para bajar su maleta por si quería buscar allí. .Pero Elena no tenía maleta. El sacerdote sonreía mientras hacía un comentario sobre la forma atropellada de vivir de la juventud actual. Cuando volvió el revisor, estuvo más severo e informó a Elena que tendría que bajar en la próxima estación o pagar el importe del viaje. Ella no podía hacer ninguna de las dos cosas, porque ya no le quedaba dinero. El temblor de sus manos se acentuaba y el observador compañero de asiento intervino en su favor, pero el revisor dijo que eran las normas, y que siguiera buscando que todavía faltaba un poco para la próxima estación.

 

La joven quedó consternada y el sacerdote le contaba cosas intrascendentes para distraerla. Luego se interesó por el lugar de su residencia y el motivo de su viaje, su falta de equipaje, y sujetando el temblor de sus manos, las arropó con las suyas diciendo: "Criatura, está helada". ¿Desea tomar una infusión caliente? Ella negó con la cabeza mientras él seguía sujetando sus manos.

 

A los pocos minutos llegó un señor: con chaqueta y corbata, alto, huesudo .y mirada penetrante. Tomó asiento frente a Elena y la miró distraído. El sacerdote corrigió su postura y se enfrascó en la lectura de su breviario. El nuevo pasajero entabló conversación con el hombre de campo quejándose de las tormentas de verano y del daño que hacían en los cultivos. Pasados unos minutos volvió el revisor e interrogó con la mirada a Elena, que por toda contestación se encogió de hombros abriendo las manos como el que enseña nada. Faltan quince minutos para la próxima estación, -dijo el revisor. ¿Abandonará el tren?

 

No puedo hacerlo -dijo Elena, porque no tengo dinero para un hotel. Cuando lleguemos a Madrid, desde la estación llamaré a mi hermana para que abone el billete. Eso es todo lo que puedo hacer, ante su intolerancia. Está claro que he sacado el billete como lo prueba el justificante de abono de los kilómetros que faltaban.

 

El nuevo pasajero intervino: Si la señorita está en apuros, tal vez pueda ayudarle. El sacerdote, cerrando el breviario, miró fijamente al de la corbata y dijo: "Cuando lleguemos a Madrid, yo mismo la acompañaré hasta el jefe de estación y solucionará su problema. El revisor asintió y se marchó. Elena tenía la boca seca y los ojos acuosos a punto de llorar. El sacerdote endulzó la voz 'para dirigirse a Elena tranquilizándola, porque él mismo abonaría el importe, y después ya habría ocasión de que se lo devolviera. Elena lo miró con desconfianza y bajó los ojos.

 

El tren continuaba su marcha en la negrura de la noche mientras el hombre de campo dormitaba, el de la corbata fingía leer una revista, el sacerdote tamborileaba los dedos sobre las negras tapas de su libro de oración y Elena cada vez más desconfiada se refugiaba en el extremo de su asiento lindando con el pasillo y alejándose del cura.

 

Las ventanillas eran azotadas por el fuerte aguacero que se había desencadenado en el exterior.

 

Elena no tenía hermanas y buscaba en su mente una persona conocida que pudiera ayudarla, porque aquellos dos "benefactores", le estaban pareciendo muy sospechosos. Recordó haber oído decir que en todos los trenes viajaba un agente de la policía secreta y creyó haber encontrado la solución. Claro que tendría que identificarse y probablemente todo llegaría a conocimiento de su marido. Desde luego no podía ir contando que casi se había escapado de su casa buscando algo más divertido que la vida que llevaba. Tendría que inventar algo más juicioso, aunque el hecho de viajar sin equipaje a una ciudad 700 kilómetros distante, no era fácil de explicar. Y sin dinero. Estaba claro que aquello era una huída. Lo mejor era, si encontraba al policía, decirle la verdad. Ahora en su mente ensayaba el discurso tratando de pasar de puntillas sobre algunos detalles.

 

Se fue serenando. Todavía faltaban dos horas hasta final de trayecto. Se irguió en su asiento, recompuso su traje y se dirigió a la cafetería, donde pidió un vaso de agua al tiempo que preguntaba por el policía de servicio al camarero. Este dijo no haberlo visto, pero si aparecía por allí le indicaría que ella lo buscaba. Quiso saber si era seguro que había un policía en el tren. La miró cauteloso el camarero y dijo que era frecuente pero no seguro. Luego la envolvió en una mirada escrutadora y se enfrascó en su trabajo.

 

Elena volvió a su asiento intranquila. El sacerdote solícito quiso saber si se encontraba bien. Sí -dijo lacónica, no tiene que preocuparse. El hombre de campo cruzó con el cura una mirada de condescendencia ante la fría respuesta de ella y el de la corbata, que ya aparecía floja a medio pecho, levantó imperceptiblemente los ojos de la revista que había vuelto a coger con desgana.

 

Ella miraba con insistencia a los hombres que circulaban por el pasillo a la espera de que se presentara el policía, pero ninguno parecía que fuera el agente que esperaba. El revisor pasaba indiferente una y otra vez y parecía haberse olvidado de ella y su problema. Albergó la esperanza de que la dejara marchar sin molestarla.

 

Ya casi llegaban al término del viaje y Elena intentaba poner en claro su situación al bajar del coche:

 

1) Si el revisor no la molestaba, se iría, y en paz.

2) Si el revisor se empeñaba en llevarla a presencia del Delegado, tendría que aceptar la ayuda del cura, porque ella no tenía hermanas, y desde que se casara había dejado a un lado a las amigas con las que siempre se puede contar en un caso de apuro. Tal era la sumisión y entrega de su vida conyugal.

 

El policía no aparecía, y ya se había iniciado el movimiento de los pasajeros, recogiendo sus bolsos, recomponiendo su imagen y colocándose próximos a las salidas de los vagones. Sus compañeros de departamento hacían lo propio. El campesino bajó de la red una maleta muy gastada y un cayado. El individuo que se había estado aburriendo con la revista en la mano, salió al servicio y volvió trayendo un maletín de cuero y el cura guardó su libro de oraciones, se ajustó el alza cuello, se pasó la mano por el pelo carraspeó y dirigiéndose a Elena, “Me esperan unas religiosas -dijo, pero pronto acabo. No se separe de mí, que enseguida arreglamos su problema. Elena visiblemente nerviosa, asintió. El pasajero de la corbata y el maletín, intervino mientras mostraba su placa de identificación policial. Señorita, primero tendrá que acompañarme, en un momentito arreglamos ese asuntillo. Esté tranquila, no es nada, puro trámite. El sacerdote le lanzó una fulminante mirada inquisidora, El campesino miró la placa con curiosidad, y Elena después de una mirada de asombro en la que se leía la incredulidad, De acuerdo -dijo, y lanzando un profundo suspiro, su boca se distendió en una amplia y sosegada sonrisa. Buscó en su bolso, sacó un lápiz de labios, se pintó la boca y mientras lo guardaba envió una mirada agradecida al policía que tenía enfrente.

 

Autora: Brígida Rivas Ordóñez. Alicante, España

davasor@gmail.com

 

 

 

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