Eran
las ocho de la noche y empezaba a oscurecer. Un frío intenso y húmedo empapaba
el cuerpo de Elena. Subió a un taxi, y dio al taxista la dirección de
Afuera
fue llegando gente, se oían sus comentarios apresurados: "Date prisa mamá,
que se va a marchar el tren". "Juani, déjame tu peine, que mira como
me ha despeinado la visera". "No, ahí no toques que está ocupado,
¿habrá alguien dentro? ya hace mucho rato que está cerrado y no
contestan". Bueno, chica, vamos que no llegamos".
Elena
se encogía cada vez que intentaban entrar al retrete que ella ocupaba, y tembló
cuando una de aquellas personas sugirió la conveniencia de avisar al personal
de seguridad por si alguien estaba en apuros allí dentro.
Cuando
el silencio se hizo fuera, salió, retocó su aspecto, y todavía se entretuvo
hasta que llegó otra señora a la que preguntó su lugar de destino y salió con
ella dispuesta a no separarse hasta la llegada a su departamento. La mujer
hablaba sin parar de lo mal que lo estaba pasando con las alergias que cada año
la aquejaban. Elena la escuchaba en silencio, mientras su mirada recorría cada
rincón del andén, y la tensión se reflejaba en su rostro.
Dejó
a la señora en su coche y Elena continuó hasta llegar al suyo. Se instaló en su
asiento, luego desplegó un periódico y hundió la cara en él apartándola de las
miradas de las personas que entraban. Por encima de las hojas observó a sus
compañeros de compartimento. Un hombre entrado en años con ropa de campesino y
un sacerdote, de los de sotana, que ocupaba el asiento contiguo al suyo. Era un
vagón próximo a la cafetería. Desde su asiento, parapetada tras el periódico
Elena observaba a los pasajeros que la visitaban. Poco a poco fue decreciendo
su tensión y la iba invadiendo un sopor que le hacía cerrar los ojos.
Con
los ojos cerrados, algo más tranquila, fue repasando los acontecimientos de
aquellos días.
Corría
el año 1980. Cristina, algo mayor que ella, elegante y cariñosa, había entrado
en su vida como una tromba de agua cálida en un terreno reseco. Bien vestida y
simpática alardeaba de conocer la vida. Y de hombres, "Chica, -decía,
¡cuánto peor los trates, mejor! No hay que tener reparos. Había presenciado
como aceptaba invitaciones costosas y luego se había marchado con un pretexto.
Comentaba después con risas: "¡Se creía que me iba a pasar la velada
bailando con él! ¡Con la calva y el estómago que tiene! "¡Niña, con los
hombres no hay que tener miramientos!".
Cristina
la hacía vibrar, intuyendo que con ella saldría de su vida gris, aunque le
escandalizaba su comportamiento. Elena estaba educada en el respeto al marido,
"señor de vidas y haciendas" y aceptaba lo anodino de su vida cuando
por cuestiones de trabajo Juan, su esposo la dejaba sola. En silencio envidiaba
a las protagonistas de las páginas "del corazón", y soñaba con
emociones fuertes. A solas contemplaba su imagen en el espejo, y pensaba en lo
mal empleados que estaban sus encantos: una estatura envidiable, ni un gramo de
grasa más de lo indispensable, un largo pelo castaño con reflejos naturales y
una boca de labios gruesos y sugerentes, los ojos medio grises medio verdes,
chispeantes, reidores, parecían prometer un sin fin de posibilidades.
Un
día, Cristina le propuso hacer una escapada a Bilbao, cuando su marido saliera
de viaje, y Elena aceptó la idea como quien hace una travesura. Así que,
sigilosamente esperó la oportunidad. Solo serían tres días.
Ya
llevaban dos días en Bilbao y estaba algo escandalizada de la conducta de su
amiga, pero era simpática y lo pasaban bien, por lo que decidió esperar un día
más, fecha en que tenían proyectado acabar el viaje.
Aquella
tarde, en la que un fuerte aguacero las hizo entrar en un bar de poca
categoría, apareció un sujeto con un
blusón de los que llevan la gente de campo que al parecer era antiguo conocido
de Cristina, y después de invitarlas a unos vinos, les sugirió visitar una casa
en el campo, que, según decía, había hecho amueblar a todo confort. Aquel
sujeto tenía aspecto de persona inculta. Se mostró muy interesado por Elena,
que en el juego en que andaba metida, había decidido ir dándoselas de soltera.
Aquel sujeto, por todos los medios quería que ella comprobara lo bien que lo
pasaría si aceptaba la propuesta que estaba a punto de hacerle, y que para
Elena era tan clara, que no necesitaba oírla. Elena lo tomaba a broma aunque
tanto empeño estaba empezando a molestarle. Cristina dijo que salía un
momento para telefonear.
Había
parado de llover y Elena quería marcharse, pero la amiga no volvía. Aquel
analfabeto no cesaba en sus súplicas para que fueran a aquel paraíso que era su
mansión. A Elena empezó a parecerle intencionada la salida de su amiga, y
dirigiéndose al camarero, le rogó que llamara un taxi, que se encontraba
indispuesta.
Todavía
aquel sujeto se empeñaba en llevarla con su coche que lo tenía cerca, pero
Elena, visiblemente molesta, sentenció que él debía quedarse allí para cuando
llegara Cristina. Le prometía formalmente que al día siguiente irían a la
casona.
Ahora
a Elena no le cabía la menor duda de que Cristina y aquel individuo le estaban
preparando una encerrona, y temblaba con las suposiciones que acudían a su
mente. Lo único que podía hacer, era huir de los dos, y no dudó en dirigirse
directamente a la estación abandonando en el hotel el exiguo equipaje que había
llevado.
Rememorando
estas vivencias, se hallaba Distraída y volvió a la realidad cuando el tren se
estacionó en Burgos mientras unos pasajeros finalizaban el viaje y otros lo
emprendían. De pronto se encogió en su asiento y volvió a desplegar el telón de
su diario, que esta vez la cubrió por entero. El periódico temblaba
visiblemente en sus manos mientras por su mente volvían a pasar las imágenes de
hacía unas horas. Acababa de entrar un
individuo con un blusón similar al del hombre que se empeñaba en llevarlas a su
caserío. La sola semejanza en el atuendo la hacía temblar.
El
sacerdote que se sentaba a su lado notó su turbación y le preguntó si se
encontraba bien. Si -dijo, solo que siento un poco de frío. .Llegó el revisor;
Elena buscaba sin encontrar su billete. Allí estaba el kilométrico con todos
los cupones gastados y el justificante de haber pagado los pocos kilómetros que
le habían faltado para completar el trayecto, pero el billete, no. El revisor
se mostró comprensivo y dijo que siguiera buscándolo, que volvería más tarde.
Era inútil, Elena no tenía nada donde buscar. Seguro que se le cayó en los
Servicios. El sacerdote se ofreció para bajar su maleta por si quería buscar
allí. .Pero Elena no tenía maleta. El sacerdote sonreía mientras hacía un comentario
sobre la forma atropellada de vivir de la juventud actual. Cuando volvió el
revisor, estuvo más severo e informó a Elena que tendría que bajar en la
próxima estación o pagar el importe del viaje. Ella no podía hacer ninguna de
las dos cosas, porque ya no le quedaba dinero. El temblor de sus manos se
acentuaba y el observador compañero de asiento intervino en su favor, pero el
revisor dijo que eran las normas, y que siguiera buscando que todavía faltaba
un poco para la próxima estación.
La
joven quedó consternada y el sacerdote le contaba cosas intrascendentes para
distraerla. Luego se interesó por el lugar de su residencia y el motivo de su
viaje, su falta de equipaje, y sujetando el temblor de sus manos, las arropó
con las suyas diciendo: "Criatura, está helada". ¿Desea tomar una
infusión caliente? Ella negó con la cabeza mientras él seguía sujetando sus
manos.
A
los pocos minutos llegó un señor: con chaqueta y corbata, alto, huesudo .y
mirada penetrante. Tomó asiento frente a Elena y la miró distraído. El
sacerdote corrigió su postura y se enfrascó en la lectura de su breviario. El
nuevo pasajero entabló conversación con el hombre de campo quejándose de las
tormentas de verano y del daño que hacían en los cultivos. Pasados unos minutos
volvió el revisor e interrogó con la mirada a Elena, que por toda contestación
se encogió de hombros abriendo las manos como el que enseña nada. Faltan quince
minutos para la próxima estación, -dijo el revisor. ¿Abandonará el tren?
No
puedo hacerlo -dijo Elena, porque no tengo dinero para un hotel. Cuando
lleguemos a Madrid, desde la estación llamaré a mi hermana para que abone el
billete. Eso es todo lo que puedo hacer, ante su intolerancia. Está claro que
he sacado el billete como lo prueba el justificante de abono de los kilómetros
que faltaban.
El
nuevo pasajero intervino: Si la señorita está en apuros, tal vez pueda
ayudarle. El sacerdote, cerrando el breviario, miró fijamente al de la corbata
y dijo: "Cuando lleguemos a Madrid, yo mismo la acompañaré hasta el jefe
de estación y solucionará su problema. El revisor asintió y se marchó. Elena
tenía la boca seca y los ojos acuosos a punto de llorar. El sacerdote endulzó
la voz 'para dirigirse a Elena tranquilizándola, porque él mismo abonaría el
importe, y después ya habría ocasión de que se lo devolviera. Elena lo miró con
desconfianza y bajó los ojos.
El
tren continuaba su marcha en la negrura de la noche mientras el hombre de campo
dormitaba, el de la corbata fingía leer una revista, el sacerdote tamborileaba
los dedos sobre las negras tapas de su libro de oración y Elena cada vez más
desconfiada se refugiaba en el extremo de su asiento lindando con el pasillo y
alejándose del cura.
Las
ventanillas eran azotadas por el fuerte aguacero que se había desencadenado en
el exterior.
Elena
no tenía hermanas y buscaba en su mente una persona conocida que pudiera
ayudarla, porque aquellos dos "benefactores", le estaban pareciendo
muy sospechosos. Recordó haber oído decir que en todos los trenes viajaba un
agente de la policía secreta y creyó haber encontrado la solución. Claro que
tendría que identificarse y probablemente todo llegaría a conocimiento de su
marido. Desde luego no podía ir contando que casi se había escapado de su casa
buscando algo más divertido que la vida que llevaba. Tendría que inventar algo
más juicioso, aunque el hecho de viajar sin equipaje a una ciudad
Se
fue serenando. Todavía faltaban dos horas hasta final de trayecto. Se irguió en
su asiento, recompuso su traje y se dirigió a la cafetería, donde pidió un vaso
de agua al tiempo que preguntaba por el policía de servicio al camarero. Este
dijo no haberlo visto, pero si aparecía por allí le indicaría que ella lo
buscaba. Quiso saber si era seguro que había un policía en el tren. La miró
cauteloso el camarero y dijo que era frecuente pero no seguro. Luego la
envolvió en una mirada escrutadora y se enfrascó en su trabajo.
Elena
volvió a su asiento intranquila. El sacerdote solícito quiso saber si se
encontraba bien. Sí -dijo lacónica, no tiene que preocuparse. El hombre de
campo cruzó con el cura una mirada de condescendencia ante la fría respuesta de
ella y el de la corbata, que ya aparecía floja a medio pecho, levantó
imperceptiblemente los ojos de la revista que había vuelto a coger con desgana.
Ella
miraba con insistencia a los hombres que circulaban por el pasillo a la espera
de que se presentara el policía, pero ninguno parecía que fuera el agente que
esperaba. El revisor pasaba indiferente una y otra vez y parecía haberse
olvidado de ella y su problema. Albergó la esperanza de que la dejara marchar
sin molestarla.
Ya
casi llegaban al término del viaje y Elena intentaba poner en claro su
situación al bajar del coche:
1)
Si el revisor no la molestaba, se iría, y en paz.
2)
Si el revisor se empeñaba en llevarla a presencia del Delegado, tendría que
aceptar la ayuda del cura, porque ella no tenía hermanas, y desde que se casara
había dejado a un lado a las amigas con las que siempre se puede contar en un
caso de apuro. Tal era la sumisión y entrega de su vida conyugal.
El
policía no aparecía, y ya se había iniciado el movimiento de los pasajeros,
recogiendo sus bolsos, recomponiendo su imagen y colocándose próximos a las
salidas de los vagones. Sus compañeros de departamento hacían lo propio. El
campesino bajó de la red una maleta muy gastada y un cayado. El individuo que
se había estado aburriendo con la revista en la mano, salió al servicio y
volvió trayendo un maletín de cuero y el cura guardó su libro de oraciones, se
ajustó el alza cuello, se pasó la mano por el pelo carraspeó y dirigiéndose a
Elena, “Me esperan unas religiosas -dijo, pero pronto acabo. No se separe de
mí, que enseguida arreglamos su problema. Elena visiblemente nerviosa, asintió.
El pasajero de la corbata y el maletín, intervino mientras mostraba su placa de
identificación policial. Señorita, primero tendrá que acompañarme, en un
momentito arreglamos ese asuntillo. Esté tranquila, no es nada, puro trámite.
El sacerdote le lanzó una fulminante mirada inquisidora, El campesino miró la
placa con curiosidad, y Elena después de una mirada de asombro en la que se
leía la incredulidad, De acuerdo -dijo, y lanzando un profundo suspiro, su boca
se distendió en una amplia y sosegada sonrisa. Buscó en su bolso, sacó un lápiz
de labios, se pintó la boca y mientras lo guardaba envió una mirada agradecida
al policía que tenía enfrente.
Autora: Brígida Rivas Ordóñez. Alicante, España